Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Adam O’ Fallon Price, The Grand Tour, Doubleday, New York, 2016, 302 pp.


Al intentar enlistar los elementos que componen la actual cultura estadounidense, entre ellos probablemente figurarían los road-trips, las guerras, el individualismo y la desintegración familiar. Todo ello está presente en The Grand Tour, la novela debutante de Adam O’ Fallon Price cuyo título, por cierto, poco tiene que ver con los viajes culturales a través de Europa entre los siglos XVII y XIX. Mientras que los jóvenes aristócratas buscaban empaparse del arte y la cultura occidental, Price expone una nación estadounidense en decadencia, sobre todo a los ojos de Richard Lazar, su protagonista.

Richard reúne lo peor de la cultura americana: obesidad, alcoholismo, dos matrimonios fallidos y una decepcionante carrera literaria. Regocijándose en su soledad en un tráiler en mitad del desierto en Phoenix, recibe una llamada de su agente con la inesperada noticia de que su sexto libro, sus memorias como soldado en la guerra de Vietnam, será publicado. El libro se abre paso en las listas de los best-sellers, lo que, para desgracia de Richard, lo obliga a hacer un tour por librerías de Estados Unidos leyendo capítulos de su obra. En la primera parada conoce a Vance, un chico de diecinueve años, aspirante a escritor y probablemente la única persona que ha leído sus seis libros. Vance se convierte en el chauffeur de Richard por el resto del viaje, el cual, sobre decir, resulta desastroso para ambos.

En el fondo, Richard y Vance tienen mucho en común. El primero se parapeta tras el alcohol, las mujeres e incluso la escritura para olvidar su miserable vida, mientras que el otro busca el mismo propósito sumergiéndose en los cientos de libros que inundan su cuarto: “As long as he could remember, he’d wanted not only to lose himself in books but to build a physical fortress out of them, a citadel of words to keep the world at bay. […] for what he really wanted, whice was to actually live inside a book” (71). Sin embargo, ambos están enteramente equivocados, pues la literatura no es (no debería ser) un escape de la vida, sino su aceptación. Vance desea ser parte de un libro y se olvida de vivir su vida real. Su deseo de convertirse en parte de las historias que lee lo lleva a extremos como rechazar tener relaciones con mujeres de carne y hueso y, en su lugar, fantasear con personajes literarios: “He had wanted it, too, but not with the callow girls in his high school, and not any of the girls he’d met his lone moth in college either. He had wanted Emma Bovary and Anna Karenina and Becky Sharp and Jane Eyre and Cathy and even poor, stupid Tess” (123). Por cierto, las referencias literarias que aparecen en el texto son tan sólo menciones que más parecen una excusa para demostrar el vasto conocimiento literario del autor que para relacionarlas con la novela en sí: por ejemplo, el Quijote –quien evidentemente se convierte en un personaje de las novelas que lee– es mencionado tan sólo por lo voluminoso que es y Lolita, una de las novelas por excelencia del road-trip, aparece sin pena ni gloria en los anaqueles de una librería.

Si hay algo que impregna la vida de los personajes en The Grand Tour es la decepción que sigue a la consciencia de que la realidad está lejos de parecerse a las expectativas. Richard alcanza la cumbre de su carrera literaria cuando ya es demasiado tarde, cuando ya realmente no lo deseaba; Vance emprende el viaje con Richard porque cree que así escapará de su familia disfuncional (un padre ausente, una madre depresiva que se niega a comer y a la que tiene que vigilar constantemente), pero como se menciona en las primeras páginas “himself in another place would still be himself” (29). Y más temprano que tarde dicha predicción se cumple, pues Vance prácticamente se convierte en la niñera del alcohólico Richard. En cierta forma, ambos sufren del síndrome de “el pasto crece más verde del otro lado del cerco”, lo cual lleva a Richard a inventar las memorias que plasma en su libro, pues su propia experiencia en Vietnam le parece aburrida en comparación con las de otros soldados. Asimismo, Vance espera que su vida esté plagada de momentos épicos, como en sus libros, sin siquiera atreverse a dejar el cuarto en el que se ha enterrado por años.

El apellido de Richard, Lazar, remite al personaje bíblico y, en cierta forma, Richard también es devuelto a la vida con la publicación de su novela, pues hasta entonces esta sólo consistía en “Waking up, going to work, and going to sleep. It was a kind of death” (46). Sin embargo, el éxito de su novela poco cambio puede traer a su vida: en cada presentación Richard se presenta más alcoholizado que en la anterior; los pensamientos fatalistas sobre su propia vida lo persiguen más que nunca. Hacia el final de la novela es literalmente resucitado después de un fallido intento de suicidio lanzándose al East River.

El road-trip culmina en la ciudad de Nueva York, en la que Richard encuentra la perdición total, y en cierta forma también su redención. Si bien que la última parada del tour sea en Nueva York puede resultar cliché, en realidad tiene mucho sentido: el Richard egocéntrico e individualista viviendo en el desierto, aislado, de pronto se ve perdido e insignificante ante la magnitud de los rascacielos y las mareas de personas que transitan las calles de Nueva York: “the way the multitudinouness of the population ad the population’s collective personality pressed on all sides against his own personality and made him smaller” (294). Ante todo, el problema de Richard es una consciencia demasiado aguda sobre sí mismo, como él lo afirma “The only thing that ever happened to me was me” (265). Conforme va envejeciendo, esa consciencia aumenta en tanto que su propia mortalidad se va apareciendo ante él más clara: a su edad, embriagarse lo lleva directo al hospital; las mujeres lo rehúyen por viejo y gordo. Sus pensamientos diarios giran en torno a sus fracasos, remordimientos, decepciones e, irónicamente, es esa misma consciencia la que genera la inercia que le impide cambiar, tal cual la cruda que sigue a su embriaguez solo lo conduce a embriagarse nuevamente. Es precisamente cuando descansa de sí mismo cuando puede comenzar a vivir: “The sky was blue, but white clouds edged in over the park’s southern and eastern borders, peering down like adults crowding curiously around a newborn’s bassinet. Is baby happy? What does baby want? He still wanted so much, but just for the moment he tried to forget himself and become part of the overwhelming life that surrounded him. For the moment it was enough” (302).

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