Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ana Clavel, Territorio Lolita, Alfaguara, México, 2017, 255 pp.


La primera vez que leí a Ana Clavel, la novela erótica El dibujante de sombras (2009), me di cuenta que la autora tenía un gusto, no solo por la oscuridad que representan las sombras, sino por lo secreto y el deseo de lo prohibido. Me parece obvio que terminara enfrentándose a uno de los arquetipos del deseo, Lolita: La niña adorada, el pequeño demonio, l’enfant fatale… Todos estos nombres designan la misma esencia en que Clavel se ha refugiado para dar vida a muchas de sus obras y la que también se ha impuesto destejer hasta su núcleo, el deseo mismo, en el ensayo Territorio Lolita.

El arquetipo de Lolita o la nínfula, creación nabokoviana, es aquí cuidadosamente desmenuzado. Comienza desde la fundación del mito, recorre sus antecedentes entre relatos, algunos olvidados; explora un terreno desconocido como la interioridad de la nínfula y finalmente nos trae hasta la época contemporánea, en que el mito se ha visto distorsionado y estereotipado por otras artes. Clavel recrea el arte de Nabokov porque toma un personaje humano y, en tanto lo describe como exponente máximo de un erotismo y una sexualidad imposibles, repudiados por la sociedad, también lo convierte en objeto digno de veneración. La autora logra comprender los motivos del novelista para dar vida a su demonio, entre los cuales descubre que hay algo del propio yo y de la humanidad entera inmerso. Con esto se refiere a que el mito de Lolita fue concebido por el hombre mucho antes de que Nabokov le diera nombre, porque siempre ha existido el anhelo por la subversión de toda moral impuesta y Lolita es resultado de la concentración de estos anhelos. Sin embargo,  sigue considerándose un tabú, como todo arte que pone al descubierto parte de la naturaleza reprimida del hombre.

Como muchos saben, Alice Liddell, la niña que inspiró a Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas, es uno de los antecedentes más importantes en la fabricación del mito, aunque Carroll no se acercó en lo absoluto a representar lo que más tarde sería la hermana mayor de su Alicia, la nínfula. Entre sus precursores está también el relato original de Caperucita Roja, no el que Charles Perrault compusiera en 1697, sino el que rescata Jack Zipes en The Trials and Tribulations of Little Red Riding Hood, que desmiente el relato de la niña ingenua castigada por su curiosidad y en su lugar nos obsequia una versión en que Caperucita es verdaderamente ingeniosa y se vale de ello para liberarse de los problemas que sus instintos por seguir al lobo han causado. Esta Caperucita auténtica desprende las “pulsiones que están en juego en el acto de temer, pero también desear, ser devorado” (p. 84). En torno a ella, más brillante que su usurpadora, Clavel sentó los cimientos de otra de sus obras, en primera instancia titulada Corazón de lobo, una historia que sigue a una caperucita contemporánea con un gusto peculiar por la carne, metáfora “sublimada del amor”, y que al final sería El amor es hambre.

Volviendo a la nínfula, es claro que no hay rastro de su conciencia en Lolita, que nos encapsula solamente en el punto de vista del protagonista, Humbert Humbert. Tampoco ha habido obra que describa el rumbo exacto de los pensamientos de una nínfula, aunque muchos se han aproximado, como André Pieyre de Mandiargues en La sangre del cordero (1946), Jean Cocteau en Les enfants fatals (1929) e Ian McEwan en Jardín de cemento (1978), pero nadie ha logrado revelar la forma humana de esta criatura reducida a juego de inocencia y perversidad. Tal vez porque no es el objetivo de ninguna historia que tenga a la nínfula por heroína, sino incitar a la fascinación por ella “en su cualidad de hada, aparición o espejismo” (p.152), lo cual no deja de ser lamentable. Si hiciéramos hablar a la deidad enmascarada, quién sabe cuántos misterios se descubrirían, aunque como por lo general no estamos listos para enfrentar nuestros deseos, es lógico que tampoco lo estemos para escuchar la versión que cuenta el objeto de pasión mismo.

Siguiendo el camino silenciado de la nínfula, fin de la representación y nada más, en otras artes se ha visto retratada de manera genuina, pero ninguna igual a las pinturas de Balthus, víctima reciente de la furia represiva del puritanismo. Es cierto que aun cuando el pintor negaba la interpretación paidófila que pudiesen tener sus obras, dicho en palabras de Clavel, no se perdía la oportunidad de vislumbrarlas y acercarse a “arrebatos de éxtasis, epifanías en las que los deseos se despiertan y nos colocan al borde de la transgresión” (p. 159). No obstante, hay que tener la madurez necesaria para diferenciar los motivos de un artista de la interpretación que la sociedad puede dar a su arte y no imponer uno sobre otro. Aquí es donde erramos nuevamente, como ocurrió en la denuncia hecha al Museo de Arte Metropolitano de Nueva York para que retirase una obra de Balthus por supuestamente idealizar la sexualización de una niña, cuando la intención del artista era capturar el estado edénico de sus modelos. Se trataba de ángeles que apreciar, decía.

Clavel concluye el ensayo examinando el auge de la adulteración del mito. “Hemos pasado del ícono creado a partir del nombre propio Lolita al sustantivo común Lolita para designar el estereotipo sexualizado de la adolescente actual” (p. 178). Cada vez es más común encontrarnos con el “demonio mortífero” en la pantalla grande, que suele explotarlo como ícono debido a su gran impacto comercial y estético. Esto no siempre significa que  se sacrifique a la nínfula nabokoviana, puesto que existen casos estupendos en que el cine ejemplifica una visión que permite al espectador entender el contexto más amplio de la obra, como el caso de El amante, escrita por Marguerite Duras y filmada por Jean-Jacques Annaud en 1992.

Con un epílogo que remonta desde el título a su obra Las ninfas a veces sonríen, la autora quiere dejar en claro la soberanía de la nínfula en toda clase de artes y aspectos de la vida como una “suerte de ebriedad o goce que nos captura y transforma” (p. 230).  La nínfula nos abraza y posee con tal fuerza tan pronto nos apresuramos a su encuentro, que nos sumerge en una clase de trance. Hay algo profundamente humano y hermoso en el descubrimiento de que somos criaturas de pasión y deseo, y que anhelamos quebrantar todo orden que se nos pretenda imponer.

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