Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


José Bianco, Sombras suele vestir / La pérdida del reino / Las ratas, Atalanta, Girona, 2013.


Como la de su compatriota Jorge Luis Borges, la obra narrativa de José Bianco (1908-1986), Pepe para los amigos, se encuentra atravesada por un profundo sentido crítico: cada pieza es una declaración de principios literarios, cada libro propone una visión ideal de lo que la literatura debería ser, una interpretación de lo que es, en palabras del propio autor, “característico del hecho literario” (p. 376). En este sentido, la labor de Bianco como ensayista y articulista no es más que una extensión de su labor como narrador, y viceversa. Aunque lejos de ser exhaustivo, el volumen publicado por Atalanta –que incluye el cuento “El límite”, las novelas breves Sombras suele vestir (1941) y Las ratas (1943), la introducción a la única novela de Bianco, La pérdida del reino (1973), nueve textos críticos sobre diversos escritores europeos y latinoamericanos, y cuatro entrevistas sobre los oficios de la creación y la traducción– tiene esta virtud fundamental: al fundir en un solo libro al Bianco crítico y al Bianco narrador, nos permite dibujar su verdadera figura, la de mayor importancia para la tradición narrativa latinoamericana: la del defensor de la literatura de imaginación, aquella que “trata de evocar la realidad y no se contenta con describirla, que fuera, en suma, más allá de la mera verosimilitud sin invención” (p. 344).

     Ejemplos acabados de literatura de imaginación son Sombras suele vestir y Las ratas. En el prólogo que acompaña a La pérdida del reino, Borges afirma sobre la prosa de Bianco: “Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores” (p. 9). Esto es verdad únicamente hasta cierto punto. La paradoja central del estilo de Bianco es esta: que la transparencia de su prosa no aclara el sentido del texto, sino que lo vela; se trata de un estilo invisible, sí, pero que oculta más de lo que descubre. El crítico se encuentra en una situación curiosa y desconcertante después de la lectura de Sombras y Las ratas: puede decir muchas cosas en torno a los textos (podemos decir, como César Aira y el mismo Borges, que su escritura debe mucho a Henry James, por ejemplo), pero difícilmente encontrará una fórmula que permita al lector hacerse una imagen clara y distinta de ellos. Se trata de obras maestras de la ambigüedad: todos los recursos del relato tienen como objetivo evitar una lectura única, frustrar la reducción del texto a una sola hipótesis o sentido o intención. El movimiento narrativo de Sombras y Las ratas es dialéctico: incesantemente nos atrae, incesantemente nos elude.

     Esta ambigüedad, esta bruma que Bianco sabe sutilmente interponer entre el lector y el texto, no es más que la realización formal de una de sus preocupaciones centrales: el abismo que existe entre el hombre y la realidad. La imposibilidad por parte del lector de alcanzar el sentido último del texto no es más que la contraparte de la imposibilidad de los personajes de Bianco de producir una interpretación satisfactoria de sus propias vidas. Rufino Velázquez, héroe de La pérdida del reino, lo expresa con estas palabras: “Acaso la verdad sea tan rica, tan ambigua, y presida de tan lejos nuestras modestas indagaciones, que todas las interpretaciones puedan canjearse y que, en honor a la verdad, lo mejor que podamos hacer es desistir del inocuo propósito de alcanzarla” (p. 147). Así, la literatura de Bianco es la literatura de la distancia y de la irrealidad: en Sombras, los hombres son fantasmas y los fantasmas son hombres, la enfermedad es cordura y la cordura, enfermedad; el protagonista de Las Ratas, Delfín Heredia, ante la imposibilidad de establecer una relación real con su hermano, Julio, establece una relación imaginaria a través de los diálogos que mantiene con un autorretrato de su padre; en La pérdida del reino, la tragedia del personaje principal consiste en su imposibilidad de ordenar su vida en un todo coherente que de lugar a un obra de arte que perdure.

     El caso de Rufino Velázquez, además, nos puede servir para seguir ahondando en lo que Bianco considera literatura de imaginación y lo “característico del hecho literario”. El fracaso de Rufo como escritor, Bianco insinúa, consiste precisamente en su férrea voluntad de ser fiel a su propia vida dentro de su obra: a su afán por explicar, por justificar, por describir, por incluirlo todo. En pocas palabras, a su afán por representar la realidad: “Sobre todo en los pasajes autobiográficos, cuando decide mostrarse tal cual es y explicar o justificar su conducta. Esos pasajes no son convincentes” (p. 218). Porque el hombre está irremediablemente alejado de la realidad –incluso de la realidad de su propia vida, de su propia identidad– el gran error artístico es  aferrarse a ella. En una de las entrevistas incluidas, Bianco dice sobre su héroe: “Como no tiene imaginación, no encuentra otra cosa que poner en la novela que su propia vida. Borronea páginas y páginas, hace acotaciones al margen, tomas notas, pero no está seguro de que esos papeles reproduzcan su verdadera imagen” (p. 337). A diferencia de su protagonista, Bianco –la literatura de Bianco– no busca una explicación de la realidad, sino que se esfuerza por respetar su ambigüedad y su riqueza: de ahí la sensación que tenemos durante su lectura de que las narraciones de Bianco no son un reflejo del mundo, sino un objeto más –misterioso, único– dentro de él. “La literatura de imaginación (…) lejos de empobrecer la vida, preservaba, más aún, acrecentaba su riqueza. Gracias a la literatura de imaginación podemos, si no conocer, sospechar esa verdad cuyo fulgor mismo nos deslumbra y que preside de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas” (p. 218). Por lo demás, es de lamentar que La pérdida del reino no haya sido incluida en su totalidad dentro del volumen. Hay ciertas preocupaciones del Bianco narrador que, aunque insinuadas en Sombras y Las ratas, encuentran en La pérdida del reino –su única novela extensa– el espacio necesario para su plena realización: las relaciones de dominación y poder entre personajes, el surgimiento del deseo sexual y su desarrollo a lo largo de la vida, las diferencias entre la ciudad y la provincia, la relación conflictiva con el padre, el hedonismo y las costumbres sociales de la alta burguesía argentina.

     El resto del volumen, como se ha dicho, se conforma por ensayos, artículos literarios y entrevistas. Aunque representan una pequeñísima parte de su obra crítica, los textos han sido inteligentemente escogidos para complementar la lectura de las narraciones precedentes. Así, el ensayo sobre Casanova no hace sino ahondar en la fascinación de Bianco por aquellos hombres y mujeres capaces de entregarse con feliz libertad a la vida de los sentidos; cuando, en su “Visita a Julián Benda”, Bianco señala que el filósofo francés “apostrofaba a la sociedad de su época que solo buscaba en el arte un pretexto para emocionarse y no un placer del espíritu” (p. 258) y despreciaba a su generación por considerar la literatura “una actividad específica y antiintelectualista, puramente verbal, destinada a provocar sensaciones, no a suscitar ideas” (p. 259), reconocemos en estas palabras el ideario artístico del mismo Bianco; de Ortega y Gasset alaba la misma independencia y autenticidad política que siempre lo caracterizó; la Victoria Ocampo, finalmente, que surge de su ensayo “Victoria”, no es en realidad demasiado distinta de las mujeres enérgicas y autosuficientes que abundan en sus narraciones y que conforman “ese mundo afirmativo, temerario, allegado a la magia, donde las cosas parecían auténticas por el solo hecho de hallarse en él incluidas” (p. 88).

     José Bianco es un escritor esencial. Lo es no solo por la extensión de su obra, sino por su clara consciencia de la tarea fundamental del narrador y su infatigable defensa de la literatura como reino de la imaginación y del espíritu. En una maravillosa escena que pertenece a la introducción de La pérdida del reino, Rufino Velázquez y el narrador, en la mansión de los Doncel, intercambian concepciones de la literatura y del oficio literario. Dice Rufo: “Ahí está el quid. Ser atrevido, pero que el lector no lo advierta. Ganarse poco a poco su confianza, persuadirlo. Hacerse amigo del lector” (p. 201). Una audacia discreta, una sutil persuasión, una seducción amistosa: he ahí, en efecto, el quid del arte de José Bianco.

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