Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Emma Seligman, Shiva Baby, Estados Unidos, 2021.


La música conjura imágenes de cuchillos afilados, la edición tiene pulso de asesino y los ojos de la pobre víctima parecen adivinar la muerte. Si alguien viera Shiva Baby sin subtítulos y sin saber una palabra de inglés, probablemente saldría creyendo que se trataba de una película de horror y, en cierto sentido, no estaría equivocado. El debut de la jovencísima directora y guionista Emma Seligman tiene como propósito provocar tanta ansiedad como risa.

Shiva es el nombre que reciben los siete días de luto tras la muerte de alguien y la elección de ritual no podría ser mejor. Los velorios son ocasiones llenas de pathos porque nos encaran con la muerte, pero también porque nos encaran con nuestra familia, conocidos aledaños y con otros personajes que al haberse quedado relegados en nuestra vida han de recurrir a las mismas viejas anécdotas, a los apretones de cachete y a declaraciones del tipo: “qué guapa te has puesto”; o bien, con figuras del pasado no tan remoto que pueden ser incómodas, como un primer amor de adolescencia que terminó mal; o tal vez con revelaciones peligrosas que siempre acechan entre el féretro y el café cuando tanta gente de una comunidad se reúne a chismear en casa ajena. En Shiva Baby, Danielle (Rachel Sennott) se enfrenta con todas estas opciones a la vez.

Danielle asiste al Shiva de una mujer a la que no recuerda. Tras un rato navegando el laberinto de cuerpos que la abruma con preguntas y cuchichea a sus espaldas en el Shiva, Danielle se refugia junto a la mesa del bufete y desde ahí divisa con horror un rostro conocido: Max (Danny Deferrari), su sugar daddy, ha llegado a la fiesta. Resulta que es amigo de su familia, ex empleado de su padre y marido de una bellísima empresaria (Dianna Agron), con quien recientemente tuvo un hermoso y regordete bebé. Max, a su vez, descubre que Danielle no es una estudiante de leyes, que no está usando el dinero para pagar sus estudios y que lo ha estado encubriendo a él y a otros clientes como trabajos de niñera. Huir no es una opción, ya que la madre de Danielle está empecinada en conseguir para su hija contactos que puedan ayudarla a conseguir trabajo y quién mejor para ello que Max y su exitosa esposa. Rebasada por la situación, Danielle también debe lidiar con Maya (Molly Gordon), su exnovia (“tienes suerte de que sea de mente tan abierta”, le susurra a Danielle su madre al recordar sus escarceos con una “amiga”), quien la atosiga con sus ojos vigilantes e inquisiciones pasivo-agresivas.

Para graduarse como cineasta por la New York University, Emma Seligman escribió primero un guion de ciencia ficción. Su asesora lo leyó y le aconsejó concentrarse mejor en cosas que conociera bien. Seligman, una chica judía y bisexual viviendo en Nueva York y rodeada por una atmósfera donde canjear sexo por dinero ya no es tabú sino chic (una especie de mecenazgo moderno validado por apps de citas similares a Tinder), decidió redirigir sus esfuerzos. Lo hizo primero en un cortometraje del mismo título que le ayudó a encontrar el financiamiento para llevar a cabo su visión completa que, a pesar de haber canjeado el futuro distópico por el confuso presente, no pierde nada de actualidad.

Shiva Baby es una comedia de errores construida con murmuraciones escuchadas por encima del hombro y miradas captadas en el aire. Su andamiaje es clásico y, con otro vestuario y escenario, podríamos incluso imaginarlo en Shakespeare o Molière, mas son los temas actuales que Seligman explora los que hacen de su primer largometraje una obra hija incuestionable de su tiempo: el confrontamiento de la tradición con lo nuevo, la orientación sexual cuando excede el binomio heterosexual/homosexual, el rol omnímodo de la tecnología en la vida privada y la compleja relación de una mujer con su sexualidad.

Danielle es feminista y está enrolada en estudios de género, cosa que sus padres apoyan con la misma condescendiente resignación con la que se apoyaría a un hijo que quiere ser payaso. Esta óptica la pone en una situación particularmente difícil cuando se da cuenta que su sugar daddy, encima de estar casado y tener un bebé, es desempleado, y que por lo tanto sus sesiones de sexo han sido cortesía de la inocente esposa, Kim. Su reacción en un principio es la esperada: sudar, evitar conversaciones, hablar atropelladamente, inventarse mentiras cojas, atragantarse con un bagel de salmón. Luego se vuelve más errática y sus intenciones son crecientemente difíciles de interpretar: le envía una foto de sí misma desnuda a Max y más tarde intenta hacerle sexo oral en el baño (justo lo que le había prometido en clave de broma a su madre que no haría), besa a su exnovia y ataca con un sarcasmo venenoso a Kim, quien no ha hecho nada más que verse perfecta. Uno como audiencia se pregunta: ¿Qué hace? ¿Qué planea? ¿Está celosa? ¿O todo esto es una manera de ponerlo en evidencia?

Hay en las acciones de Danielle un movimiento doble, un reflujo, que es lo más interesante del filme. La construcción del personaje delata una sensibilidad muy refinada en Seligman porque Danielle es elusiva, escurridiza, difícil de describir y al tiempo muy definida. Casi todo lo que sale de su boca, desde el orgasmo con el que abre la película hasta unos diez minutos antes del final, es falso. Su pensamiento nos está vedado. Las muchas versiones de ella que maneja la concurrencia son sesgadas, maliciosas, teñidas por el cariño, medio olvidadas. Así como a los asistentes del Shiva, Danielle nos rehúye, mas no se nos escapa porque el conjunto de brochazos pinta un retrato elocuente: el retrato de una cuasi adolescente perdida en el mundo.

Si nosotros como espectadores no sabíamos exactamente qué planeaba Danielle con sus acciones es porque ella tampoco lo sabía. No solo no tiene idea de qué está haciendo durante este Shiva: no tiene idea de qué está haciendo con su vida en general. Tirada en el suelo, besando la Torá mientras la concurrencia observa el patético espectáculo, Danielle confiesa llorando a su mamá: “No sé. No sé lo que voy a hacer”.

Al comparársele con sus (aparentes) rivales, Danielle sale perdiendo. Por un lado está Maya, la brillante exnovia adorada por todos que estudia leyes, y por el otro está Kim, la poster girl del feminismo corporativo: exitosa en los negocios, no depende de su esposo, atractiva, malabareando con gracia todos los flancos de su vida. Danielle, en cambio, llega al Shiva con ese aire de superioridad que comparten tantos veinteañeros enrolados en carreras de corte teórico y social, solo para ver la frágil imagen que tenía de sí misma resquebrajarse en un par de horas: no sabe explicar qué es lo que estudia, no tiene futuro laboral, depende de sus papás y la decisión sexual que ella creía la independizaba le ha traído una cruel resaca.

Es difícil hallarle peros a Shiva Baby. El casting es inmejorable, particularmente la elección de Polly Draper como la madre empática, parlanchina y preocupada por las apariencias, y del veterano Fred Melamed como Joel, el padre bonachón y despistado sin remedio.

El guion es de una precisión quirúrgica y la ejecución es impecable. Un buen ejemplo es cómo se subraya la importancia del celular de Danielle, el cual juega un papel central en la precipitación de los eventos hacia el clímax. Después de tomarse las fotos íntimas que le envía a Max, Danielle es interrumpida en el baño y olvida su celular ahí. Famosamente Hitchcock explicó la diferencia entre sorpresa y suspenso con la siguiente fórmula: si una conversación es interrumpida por la explosión de una bomba bajo la mesa, la audiencia es sorprendida; si la audiencia sabe previamente que hay una bomba bajo la mesa que en cualquier momento puede estallar, la conversación entera, por nimia que sea, se carga de tensión. Seligman se asegura de dejarnos claro que el celular ha sido olvidado en el baño y que esa bomba puede explotar en cualquier momento. Mas Seligman sabe que su bomba no es únicamente un dispositivo para la trama, sino uno de sus temas principales: es el sitio por el que Danielle se comunica con sus sugar daddies, es el lugar para hallar pareja, es el canal que no se ha atrevido a utilizar para llamar a Maya, es el mensajero que le trae el recordatorio de su madre de que esa tarde hay un Shiva y debe asistir y es, en última instancia, ese apéndice que se ha inmiscuido hasta en las esferas más personales. No es coincidencia que la película empiece con Danielle y Max teniendo sexo al fondo y fuera de foco mientras al frente, en primerísimo plano, se encuentra el celular.

Seligman tiene solo 26 años y la fuerza bruta de su juventud y su seguridad de recién graduada de la escuela de cine se muestran en breves exabruptos que un director y guionista con más experiencia probablemente editaría, como cuando Max, después de pagarle a Danielle por sus servicios, le dice que es bueno apoyar a mujeres jóvenes y emprendedoras. Esta muestra de hipocresía descarada es demasiado fácil, irreal, acartonada. Las acciones y silencios de Max hablarán mucho mejor durante el resto del filme. No obstante, deslices así son más que ampliamente compensados con muestras de una inteligencia narrativa que promete mucho. Sirva de muestra el paralelismo entre la escena inicial y la final. En la primera Danielle gime mientras sube y baja a horcajadas sobre el regazo de Max; en la segunda Danielle sonríe tomando la mano de Maya. Solo uno de estos retrata un instante de genuina intimidad.

Publicar un comentario