Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Antonio Tabucchi, Para Isabel. Un mandala, Anagrama, Barcelon, 2014, 160 pp.


Como tantas otras novelas de Tabucchi, Para Isabel –escrita alrededor del ’96 y publicada a finales del 2014, casi tres años después de la muerte de su autor– es la narración de una búsqueda. Como tantas otras novelas de Tabucchi, el punto de partida de la búsqueda es una figura ausente –Isabel– y, conforme la investigación avanza, la figura ausente crece de tal forma que ausencia y presencia se convierten en términos intercambiables: la ausencia no es sino otra forma de la presencia. Y como en tantas otras novelas de Tabucchi, la búsqueda, en un inicio determinada por los acontecimientos políticos que preceden el estallido de la Segunda Guerra Mundial, imperceptiblemente se va transformando en una búsqueda metafísica y religiosa, en una indagación más profunda sobre la pérdida de algo fundamental para el espíritu europeo. No es casual la elección del mandala –una forma de representación perteneciente al Oriente– para darle forma y estructura a una realidad que Occidente ya no es capaz de descifrar: “Estoy trabajando con polvillos de colores, contesté, un círculo amarillo, un círculo azul, como en una práctica tibetana, y mientras tanto el círculo se va estrechando hacia el centro, y yo intento llegar al centro. ¿Con qué objeto?, preguntó él. Yo también encendí un cigarrillo. Es muy sencillo, contesté, para llegar al conocimiento” (p. 85). Para Isabel, como tantas otras novelas de Tabucchi, es un libro sobre el colapso de Europa, de los valores y los ideales y el espíritu de Europa.

     Para Isabel puede dividirse, de forma artificial pero no arbitraria, en dos partes claramente diferenciadas. Los primeros cuatro capítulos se enfocan decididamente en la historia de Isabel: su origen aristocrático y su infancia en el norte de Portugal, la muerte de sus padres, sus contactos durante la universidad con los comunistas, su involucramiento definitivo en la lucha contra Salazar y su desaparición final. Isabel es en realidad otro ejemplo de un personaje recurrente en la obra de Tabucchi, cuya realización más célebre es quizá Monteiro Rossi: el joven que se ha convertido en activista político por todas las razones equivocadas. Mónica, una amiga de la infancia, dice de ella: “Isabel era joven y quería ser anticonformista” (p. 29). Y más adelante: “Yo creo que Isabel lo hacía precisamente para no ser lepidóptera, para mostrarse como la mujer libre que quería ser y que tal vez no fuera, quién sabe” (p. 31). La formación de la identidad a través de una serie de errores o malentendidos es un tema al que Tabucchi siempre ha sido afecto, incluso dedicándole una excelente colección de cuentos, Pequeños equívocos sin importancia. Por otra parte, en estos primeros capítulos Tabucchi comienza a descubrir al lector el paisaje ruinoso en el que se ha convertido Europa, un paisaje en el que todos son extranjeros: “…¿eres extranjero? Un poco, contesté” (p. 16); “…se había vuelto casi extranjera también para mí” (p. 30); “yo soy simplemente un caboverdiano, o por lo menos lo era, a estas alturas ya ni siquiera sé lo que soy, vivo aquí en este barrio de la periferia, sabe, he conocido siempre la periferia” (p. 75). El exilio no es en Tabucchi, o no es únicamente, una condición ambigua ubicada en alguna remota zona del alma, sino una consecuencia directa de un factor absolutamente material: las reacomodaciones geopolíticas que Europa atraviesa en el siglo XX: “Bah, dijo él, con todos los países nuevos que hay ahora en el mundo” (p. 16). En el fondo, se trata de la caída del concepto hegeliano de nación, un concepto que no solo había organizado geográficamente a Europa, sino que había dotado a cada pueblo de un espíritu particular, de una identidad única e indivisible. La pérdida de la identidad personal y la pérdida de las identidades nacionales –ambas expresadas con precisión en la frase “a estas alturas ya ni sé lo que soy”– son en realidad dos caras de la misma debacle.

     En la “Justificación en forma de nota” que antecede a Para Isabel, Tabucchi lleva a cabo una reflexión que me parece de gran importancia para la comprensión de la segunda parte de la novela, la más inteligente y valiosa. Dice Tabucchi: “podrá parecer curioso que un escritor, pasados los cincuenta años y después de haber publicado tantos libros, sienta aún la necesidad de justificar las aventuras de su escritura. Me parece curioso a mí también. Es probable que no haya resuelto todavía el dilema de si se trata de un sentimiento de culpa en relación con el mundo o, más sencillamente, de una fallida elaboración del luto” (p. 12).

     A partir de la lectura de Para Isabel, creo que podemos afirmar con seguridad que la necesidad de justificación de Tabucchi se debe a un sentimiento de culpa con respecto a su propia escritura y no a un sospechoso concepto freudiano. Gran parte de la obra de Tabucchi, en realidad, se nutre paradójicamente de una necesidad de involucramiento con la realidad que vaya más allá de la poesía. Sin ir más lejos, Sostiene Pereira es en su totalidad la narración de una paulatina transformación, del despertar de un hombre aletargado en el mundo de la cultura a una realidad brutal. Sostiene Pereira: “… pero si ellos tuvieran razón mi vida no tendría sentido, no tendría sentido haber estudiado Letras en Coimbra y haber creído siempre que la literatura era la cosa más importante del mundo…”. Pero Para Isabel no plantea su crítica a la poesía en términos de involucramiento político, sino, de forma más interesante, lo que presenta es la antigua tensión entre poesía y conocimiento. Mientras que la primera parte de Para Isabel presenta la vida de Isabel en un tono realista, con los aspectos históricos y sociales en el primer plano de la narración, la segunda parte toma un giro decidido hacia la metafísica, con la reflexión en torno a la realidad, el arte y el conocimiento ocupando el primer plano. Desde el capítulo quinto, en el que el narrador-protagonista se entrevista con un fotógrafo de fama, el “sentimiento de culpa en relación con el mundo” se convertirá en uno de los ejes centrales de la novela: “… yo también me puse a escribir antes de reflexionar sobre lo que era de verdad la escritura, tal vez si la hubiera entendido antes no habría llegado a escribir nunca…” (p. 87). Y en el capítulo séptimo, cuando Tabucchi ha abolido definitivamente los espacios y los tiempos de la narración, el protagonista mantiene el siguiente diálogo con el Fantasma que Camina: “Yo en esos versos no he puesto mi tragedia personal, susurró él, es la historia de mi generación, es una época transformada en poesía. Desde luego, dije yo, pero usted no ha llegado nunca a asumir su responsabilidad, porque vive al final del mundo, desde esta provincia remota manda usted sus mensajes poéticos a Europa, ¿por qué hace eso?” (p. 120). El Fantasma le explica: “yo solo puedo inventar versos… los versos que llevo en el corazón no los he escrito nunca y tal vez no los escriba nunca, pero si quiere puedo inventármelos en este momento” (p. 122). El narrador, poeta en vida, persigue a través de su búsqueda la adquisición de conocimiento precisamente porque para Tabucchi conocimiento y poesía son ya dos conceptos diferenciados.

     La nostalgia de Tabucchi por la Europa antes de la catástrofe desemboca en una nostalgia de la poesía misma. El acto literario está en busca de su sentido, de un suelo sobre el que asentarse: “¿para qué quiere buscar usted una sombra que pertenece a la literatura? Tal vez para hacerla real, contesté yo débilmente…” (p. 122). Desprovista de una realidad sólida con la cual relacionarse, la poesía no puede ser sino lo que es esta segunda parte de Para Isabel: sueño, irrealidad, alucinación. En el fondo, me parece que lo que Tabucchi siente es la nostalgia de Roma: “… el caso es que esta noche tengo que ir a esa cueva donde el gran poeta tuerto celebró la cristiandad en el siglo XVI” (p. 95); “… tú hecho un Cristo” (p. 105); “Pero usted ¿de dónde viene?, me preguntó el poeta. Lo miré, parecía un Cristo muerto” (p. 120). El vacío en el centro de Europa es un vacío religioso que priva incluso a la poesía de su sentido. A pesar de esto, Tabucchi nunca abandona del todo la idea de la redención a través del arte: “al hombre que se ha extraviado le hace falta simbolizar el universo como una forma de arte integradora” (p. 137). En este sentido, quizá sea Tabucchi uno de los últimos modernos, y más precisamente de aquellos que sintieron la modernidad no como una afirmación sino como una pérdida: Rimbaud, Kafka, Pessoa, Beckett, Broch. La obra de Tabucchi se inserta en la tradición de los grandes gestos modernos cuyo propósito fue problematizar la literatura a través de la literatura misma: el abandono de la poesía de Rimbaud; el deseo de Kafka de quemar su obra; La muerte de Virgilio y el posterior retiro de Broch; el masoquismo deliberado de la obra de Beckett y su casi perversa atracción por el silencio. En el centro de la literatura de Tabucchi y de estos escritores hay un desgarre y una discordia entre la poesía y la realidad, la sensibilidad y el conocimiento, el espíritu y la razón. Para Isabel es un testimonio más de esta batalla que se libra en el corazón mismo de la modernidad.

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