Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


André Kertész, Leer, Periférica/Errata Naturae, Madrid, 2016, 76 pp.


Ajeno al mundo y a los otros, un hombre lee en silencio. A su lado, un reloj de arena deja correr las horas. Frente a él, se hallan una pluma y un tintero. No ahora, más adelante, el hombre los empleará para escribir sus notas, para responderle al texto, para dialogar con el autor. Para entrar, en suma, en otro tiempo y en otro espacio.

     La primera vez que reflexioné cabalmente sobre el acto de la lectura fue debido a este cuadro: “Le philosophe lisant” de Jean-Baptiste Chardin. Un profesor lo mostró en clase y desde entonces lo he mirado con frecuencia, lo he compartido con otros, he intentado que los demás descubran los misterios que encierra. Porque es una imagen enigmática y al mismo tiempo familiar, la figura del lector siempre ha despertado en mí cierto extrañamiento: ¿qué clase de mecanismo se pone en marcha cuando un individuo lee?

     Con prólogo de Alberto Manguel, Leer de André Kartész (Budapest, 1894-Nueva York, 1985) es el homenaje a una obsesión: el acto de la lectura. El volumen nos devuelve “las atemporales imágenes de personas transportadas a otro mundo en el proceso íntimo de abrir un libro” (p. 9). Estas fotografías, tomadas a lo largo de seis décadas, revelan la visión particular que tenía Kertész de la lectura: una pasión, un goce, un divertimento, un instrumento del saber, un ritual, una forma de vida.

    No resulta fácil reseñar un libro en el que las palabras están prácticamente ausentes (salvo el prólogo de Manguel y la nota de Robert Gurbo, el volumen lo integran exclusivamente fotografías). Tampoco resulta fácil escribir sobre un libro en el que, para referirse a una actividad que tiene como materia prima el lenguaje, se emplea paradójicamente la fotografía. La trampa es doble: dicho libro –que además lleva por título Leer– busca que leamos a los otros, pero, sobre todo, que nos leamos en ellos.

    Ya en las “Palabras preliminares”, Alberto Manguel –quien ha consagrado su vida y obra a la lectura– nos advierte: “La imagen de una persona que lee es, como toda imagen, inocente en sí misma. Es el acto de traducción que hace quien la ve el que carga esa imagen de significado, declarándola positiva o negativa, memorable o banal, prestigiosa o deleznable” (p. 5). De este modo, a medida que desplazo mi mirada por las páginas de Leer, me encuentro con toda clase de lectores: hay quienes, al tomar un libro entre las manos, realizan una actividad furtiva y secreta; otros, una actividad trivial y cotidiana. Están los lectores ensimismados y solitarios, los lectores felices, los lectores para quienes todo a su alrededor pareciera haberse borrado de la faz de la tierra. Están los lectores desordenados y curiosos; los que leen, como Cervantes, “hasta los papeles rotos de la calle”. Está el lector común, el lector profesional, el que lee por el simple placer de leer.

    No obstante, en la obra de Kertész no solo es significativo el acto de la lectura en sí mismo, sino también los espacios en que se lee: estos revelan, en cierta forma, el tipo de lectura que se lleva a cabo. Así como en “Le philosophe lisant”, el lector se encontraba en un lugar silencioso, apartado de las preocupaciones mundanas, en las fotografías de Kertész podemos hallarlo en una biblioteca o en la calle, a la sombra de un árbol o a la orilla del río. Hay, incluso, lugares insólitos: en la imagen 20, por ejemplo, un adolescente lee en el interior de un armario; en la 25, una mujer lee el periódico a la mitad de un bosque; en la 55, un anciano lee sobre una cesta de basura; en la 75, una anciana lee en su cama, en el Hospicio de Beaune. Invariablemente, el espacio define, en apariencia, la naturaleza de la lectura: el erudito leerá en un lugar aislado, rodeado de libros; el lector común lo hará en la banca de algún parque o el asiento de algún tren.

     Ya en “Horas en una biblioteca”, Virginia Woolf establecía una distinción entre el erudito y el lector: “el erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario, que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad”; por otro lado, “un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con un sistema… es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada”. Aunque en las fotografías de Kertész no está ausente el erudito, prevalece en ellas la figura del lector: alguien que lee por placer, pero, muchas veces, también por necesidad. Porque la vida por sí misma no le basta, el lector persigue en los libros una suerte de refugio, un impulso que lo aparte de la rutina y lo vuelva a reanimar.

     Contrario a lo que uno podría suponer, lo que persigue Kertész no es únicamente ilustrar a los diferentes tipos de lector o los espacios en que este lee: más allá de eso, el fotógrafo revela cómo la lectura se inserta en la vida, la conforma y la enriquece. O, como sostiene Manguel: “la fotografía, que añade al simbolismo de las imágenes la presunción de verdad documental, se interesó desde temprano por la imagen del lector. Tomando prestada de la pintura la temática de la lectura… los primeros fotógrafos buscaron mostrar así escenas de la vida de todos los días” (p. 7). Para Kertész, la vida y la lectura son una sola. En el acto de leer, el ser humano vierte su ser entero: se vuelca sobre sí mismo para intentar hallar una verdad oculta, escondida entre las páginas de los libros. Y es que detrás de las palabras yace un conocimiento del mundo al que solo el lector genuino es capaz de acceder. En el espacio comprendido entre la mirada y el texto ocurre un fenómeno incomprensible, íntimo, personal, que nos aparta del mundo y al mismo tiempo nos vincula con los otros; que nos hace sentir, amar y padecer lo que otros han padecido; que se convierte en nuestro reflejo y nos entrega una imagen, más vívida y más luminosa, de nosotros mismos.

      En un ensayo titulado “Currículum vitae”, Gabriel Zaid afirmaba: “desde que empecé a leer, la vida (lo que la gente dice que es la vida) empezó a parecerme una serie de interrupciones. Me costó mucho aceptarlas, y a veces pienso que sigo en las mismas. Que en vez de dejar el vicio, lo llevo a todas partes. Que si, por fin, salí a la realidad (lo que la gente dice que es la realidad) fue porque también me puse a leerla”. En este sentido, los hombres y mujeres que integran este volumen llevan, como Zaid, su vicio a todas partes. Para ellos, la lectura se funde o se confunde con la vida. Y es que, en mayor o menor medida, ha pasado a formar parte de su cotidianidad: en la imagen 23, por ejemplo, vemos a una niña leyendo, pero el lente no enfoca al libro, sino la muñeca que está a su lado. Quizá para ella la lectura no sea otra cosa que un simple divertimento, un juego entre otros. En cambio, los niños de la fotografía 13 muestran una actitud radicalmente distinta: los tres se encuentran como hechizados, absortos por completo en el libro que tienen frente a ellos. Todo lo demás no existe: el libro los ha consumido. Es la Primera Guerra Mundial: 1915 en Hungría, y aquellos niños, dos de ellos descalzos, se aferran a aquel volumen como si de ello dependiera su vida.

     Leer, publicado originalmente en 1971 bajo el título de On Reading, “se convirtió en uno de los trabajos más emblemáticos de Kertész. En las fotografías tomadas entre 1915 y 1970, Kertész capturó a lectores de toda condición en momentos intensamente personales y, sin embargo, universales. En cualquier lugar imaginable… sus fotografías celebran el poder y el placer de esta actividad solitaria” (p. 9). Y, sin embargo, esta actividad solitaria permite una comunicación profunda entre los seres humanos. El hombre que lee quiere entender o tratar de entender: quiere sentir más, vivir más, saber más. El lector, muchas veces, está roto por dentro: a través de la lectura busca paliar alguna carencia, emocional o intelectual, y los libros representan el eje de su vida, aquello que le otorga coherencia a su mundo, aquello que le permite interpretar lo que es incapaz de ver por sí solo.

      Dos hombres leen uno junto al otro. No se hablan. Cada uno está volcado en su propio texto. Transmiten serenidad, pero en el fondo están viviendo intensamente. Es la fotografía 16 y tenemos que hacer un esfuerzo para imaginar qué sienten o piensan. Nosotros, al observar las fotografías de Kertész, nos damos cuenta de que, por un momento, somos el otro: la mujer encorvada con un lápiz en la mano, el anciano que necesita sus anteojos para ver mejor, la joven que se aproxima a la ventana para que la claridad la alcance. No solo se trata, como expresaba Manguel, de un acto de traducción; las fotografías de Kertész no son inocentes: este libro es nuestro espejo. En él, nos leemos a nosotros mismos y, al hacer esto, nos percatamos de que somos un misterio.

    En la imagen 64, un individuo lee en la azotea. Lo rodean las paredes de otros edificios: nadie lo observa, salvo la lente de Kertész, que busca capturar, en ese instante, el encuentro íntimo entre el lector y el libro. La lectura nos puede producir emoción o indiferencia, aburrimiento o entusiasmo, exaltación o melancolía. Pero cuando un libro nos atraviesa como una flecha ardiente, se produce en nuestro ser una fractura y entonces, solo entonces, podemos decir que hemos leído.

     Leer, pese a estar conformado solo por fotografías, es un libro que nos pide –nos exige– leer la realidad. El lector que se aproxime a estas páginas tratará sin duda de encontrarse a sí mismo. Sobra decirlo, no se hallará, porque nuestra figura se disuelve entre todas estas imágenes: somos, o hemos sido, el anciano que lee en el café, la niña que lee a escondidas de sus padres, el hombre que lee en el vagón del ferrocarril. En el fondo, lo más extraordinario de las fotografías de Kertész es precisamente lo que no se ve: el momento en que el lector levanta la mirada y observa el mundo con otros ojos.

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