Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Efraím Blanco, La nave eterna, Aca Las Letras, Cuernavaca, 2017, 120 pp.


Nadie en La nave eterna está a salvo. El libro más reciente de Efraím Blanco (Morelos, 1974) reúne a vivos y muertos, poetas y políticos, niños y gigantes: víctimas de la nostalgia, o de la culpa, o de la debilidad, se aglomeran en torno a una nave en busca de otros mundos, otras vidas, otros tiempos.

Narrador sui generis en la literatura mexicana, Blanco deja de lado los temas ya fatigados por buena parte de sus contemporáneos para adentrarse en los laberintos de la ciencia ficción y lo fantástico. Con una prosa firme, explora los viajes en el tiempo, el Apocalipsis, las expediciones a Marte o el robo de la luna, pero solo para articular preocupaciones más hondas, como la desesperanza, la melancolía y los sueños rotos. Aunque no todos los relatos de este libro son afortunados, ninguno deja al lector indiferente: cada uno de ellos encierra una propuesta arriesgada, cada uno persigue la emoción o la perplejidad, cada uno revela que, debajo del temor al fin del mundo, lo que subyace es la ansiedad por la vida.

En esta “tradición” de la literatura fantástica mexicana que va de José María Roa Bárcena a Alberto Chimal o Bernardo Esquinca, Efraím Blanco ocupa un lugar singular: para él, lo fantástico no es un universo herméticamente cerrado, habitado por monstruos y fantasmas, sino un espejo que le permite revelar los alcances y los límites de lo real. Ahí donde el humano ríe, el gigante llora; ahí donde los cerdos vuelan, un individuo se pega un tiro en la cabeza; ahí donde el viajero franquea la eternidad, vuelven a él los recuerdos de sensaciones perdidas: “Así que eligió entre el catálogo disponible y salió decidido a encontrar la Oficina de Asignación de Vidas Terrestres…Mientras esperaba, reía y soñaba con vidas en las que pudiera volver a sentir un cuerpo, un beso, la magia o simplemente escuchar la voz del otro lado del teléfono”. Ante la creación o la destrucción, ante el riesgo o la rutina, los personajes de estos cuentos se refugian en los gestos más nimios, los detalles más delicados, las esperanzas más vanas.

Una tensión latente atraviesa los cuentos de La nave eterna: la posibilidad y la imposibilidad, las falsas promesas y los deseos irrealizables, la pérdida y la incertidumbre. Una familia que no sabe a dónde va, ángeles que han perdido la capacidad de volar, jóvenes con flores que les crecen de los brazos. Mientras unos apuestan por satisfacer su curiosidad inagotable, otros han aprendido a amar el mundo en el que habitan: “Y no era que no quisiéramos subir, que no quisiéramos descubrir el destino de la nave… Tan solo no queríamos dejar atrás las pilas de libros polvosos, las cajas de cartón con recuerdos, los objetos regados en bolsas de plástico”. En el fondo, no es la nave la columna vertebral de estos relatos, sino lo que esta representa: el escape. Erasmo, el hombre que le hace el amor a un árbol, anhela lo mismo que los individuos que suben a la nave: la destrucción de los límites, la ruptura con lo conocido, la confusión de los sentimientos.

A la orilla del fin del mundo, los hombres y mujeres de estas historias nos demuestran que las convenciones son inútiles: el bien requiere del mal, el amor del dolor, el placer de la agonía. Todo está mezclado. Y, sin embargo, es solo la conciencia de una extinción inminente lo que les concede a los personajes olvidarse de las reglas: “Los hombrecillos, entre lágrimas de tristeza, pegaban pequeños gritos de euforia”. Lo sobrenatural es la contraparte de lo humano, y su complemento: aquello que podría existir es lo que nos devuelve a nosotros mismos. Por eso Gabriela, la maestra de Biología, se estremece al revivir el roce de la mano de su amigo Zac en el quinto grado, mientras “naves extraterrestres piloteadas por alienígenas” se aproximan a ellos en una salida al campo. Por eso el enamorado corta cada noche las alas de su novia que es un ángel, aunque se le rompa el corazón y muera de melancolía. Por eso el pasajero de la nave caída se aferra a la última esperanza sobre la superficie de Marte: “Quizá alguien, algún día, aterrice a salvo y descubra los restos de lo que fuimos en nuestros últimos momentos”.

Porque no es la nave quien traza el rumbo, sino sus tripulantes: en todas las vidas y todos los tiempos, con la Tierra abandonada y las ciudades destruidas, el ser humano se volcará sobre sí mismo y escapará de su prisión, en una nave destartalada, pero eterna.

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