Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Taika Waititi, Jojo Rabbit, Estados Unidos, 2019.


Solo sigue andando y deja que pase todo: belleza y terror, y ningún sentimiento será definitivo. Con este poema de Rainer Maria Rilke, el director Taika Waititi resume Jojo Rabbit, la película que con sorpresiva ternura restaña, como ocurre hoy en un contexto multicultural de corrección política, uno de los sucesos más trágicos en la historia: el funesto periodo de la Alemania de Adolf Hitler y el nazismo.

Waititi elige un tono humanista muy ad hoc a la sociedad postmoralista de Gilles Lipovetsky –ajeno al verticalismo ideológico y a la denuncia exaltada–, para disipar el manto terrorífico del nazismo, esa máquina de la muerte que, con el reporte de la filósofa Hannah Arendt, regresaba a la banalidad. Al igual que Green book (2018) de Peter Farrelly con el racismo en Estados Unidos, el drama se desplaza sin violencia mientras que el humor inteligente siempre mira en búsqueda de situaciones empáticas conciliadoras para así arreglar la circunstancia sin la imposición de ninguno de los bandos opuestos (no es gratuito que ambas ganaran el Festival de Toronto de manera sucesiva). Pensemos asimismo en Quentin Tarantino, quien con un discurso estético paradigmático en Érase una vez en Hollywood (2019) también restaña la herida simbólica que dejó el crimen de Sharon Tate con irreverente vesania y a la par lo hace con Bastardos sin gloria (2009) ejecutando a Hitler y a Joseph Goebbels en un teatro.

El cine ha sido el bálsamo social a lo largo de su existencia. Lo mismo endereza desamores, alinea identidades en las naciones o aplica justicia clasista en contra de los autores de las asimetrías económicas. Vemos, por ejemplo, a Frank Capra en ¡Qué bello es vivir! (1946), una de las comedias más emblemáticas por la sintaxis curativa. Aparte de su edulcorado chantaje, es innegable la habilidad de Capra para que, en la secuencia donde el ángel alecciona al modesto ciudadano, prevalece un nimbo de pesadilla. Susto que sostiene El mago de Oz (1939), dirigida por Victor Fleming, con las tinieblas de la bruja del Este.

Volvamos al poema de marras. Si algún género enuncia la máxima rilkiana –ningún sentimiento es definitivo–, es la comedia. Ligera, llana y directa, didáctica a su modo, irreverente, iconoclasta o hasta moralista, la comedia nos retorna al origen mundano de la existencia con sentido humanista.

La conexión popular con el humor, con la materia sustancial del género, es inmediata; y, en muchas ocasiones, se transforma el cine en un medio de comunicación vengador que retoca las realidades hostiles y reescribe con peculiar desfachatez los pasados adversos. Traigamos a colación el cine del grupo de los Monty Python como La vida de Brian (1979), El sentido de la vida (1983) o Los bandidos del tiempo (1981), o los mismos hermanos Coen en ¿Dónde estás hermano? (2000) o ¡Salve, César! (2016), filmes de corrosión reparadora.

A los dioses o a los ogros, a sus relatos y a sus aureolas y sombras, la comedia les reduce sus capacidades, desmitifica y coloca en suelo común: el de los hombres ya en desahucio. La comedia nos recuerda una vez más que al poder lo  que no le cuadra es la risa. De ahí la valía de El nombre de la rosa, novela de Umberto Eco que exhibe a la infausta iglesia en su afán por invisibilizar al humor como fuente libertaria.

Un dato curioso, Todd Phillips renunció a la comedia por una cultura del despertar que le reclaman los tiempos actuales. Abandonó la saga fílmica ¿Qué pasó ayer? para mutar a discurso incendiario en Joker (2019) como si fuese un manifiesto anticapitalista. Phillips polemizó al declarar como nula la eficacia de la comedia. En contraste, el director de Jojo Rabbit apuesta porque la comedia todavía alcanza a ser cáustica: escarnecer ideas que básicamente son absurdas –como los estereotipos inculcados a los niños alemanes– para aplacar matones, regímenes o dictaduras. La deriva de Phillips, en todo caso, no es reprochable. Su decisión ha beneficiado al cómic y dio estatus al villano de Batman. Lo que no podría asumirse es su tabla rasa en torno a la comedia.

Rilkiana, entonces, Jojo rabbit en su atemperada solución, aunque marxista también en su derribe filosófico. Decía Karl Marx, siguiendo a Hegel en el 18 brumario de Luis Bonaparte, que la historia ocurre dos veces: una como gran tragedia y la segunda como farsa. Esta frase parece ir acompañando el desmontaje de Hitler en el cine. La miserable farsa de un hecho histórico es el destino de la comedia. Hegel, vía Marx, sentenció al pasado como una serpiente que se muerde la cola. La repetición, dijo Marx, se torna ridícula. Y eso ha pasado con la figura de Hitler cuando la comedia se encarga de representarlo. Poco después de que hubiera invadido Polonia, Hitler era objeto de la representación bufona de su demiúrgica estampa. Empezó Charles Chaplin con El gran dictador (1940) y le siguió con tremenda contundencia Ernest Lubitsch en Ser o no ser (1942).  Total, decía Lubitsch, el Führer no era más que un hombrecillo con bigote. Ambos directores ridiculizaron al genio del mal en una coyuntura complicada para ese tipo de crítica tan temprana en medio de la naciente industria masiva del entretenimiento.

Los historiadores resaltan el hecho de que tanto Chaplin como Lubitsch rodaron sus películas, primero, en seguida de intervenir Varsovia, y luego fueron productos previos al ataque japonés a Pearl Harbor. Dichos analistas aseveran que, inmediatamente de la agresión bélica a Estados Unidos, el cine perdió su virtud librepensadora puesto que se transformó en materia de propaganda de guerra.

La comedia no estuvo exenta de las intenciones publicitarias de un aparato militar estadounidense. Había que demonizar al contrario; y, en los casos de Chaplin, pero, sobre todo Lubitsch, no se aprecia mensaje oculto alguno, porque incluso se trata de similar forma a los protagonistas en conflicto, nazis y judíos puestos en el mismo nivel de sorna; acracia solo vista en los hermanos Marx y que anticipaba a los Monty Python.Y es que Jojo Rabbit pertenece a un tupido árbol genealógico de la comedia que va diluyendo la gran tragedia hasta llegar a una considerable escala de grises en la miserable farsa marxista, la de Karl. Este linaje de filmes se corresponde a cada época y las novedades no son escasas cuando descubrimos que, un género vilipendiado en el propio canon del cine, ha contribuido con piezas que en algunos filmes se pueden estimar como clásicos.

Por ello acusar a Jojo Rabbit de ser una cinta frívola frente al Holocausto, sería ignorar el volumen de películas como El gran dictador y Ser o no ser que son anarcas en extremo. Son cintas realizadas en momentos diferenciados que vale la pena escudriñar también en comparación con otros antepasados que han operado con cierta astucia como He vuelto (2015) de David Wnendt y El tren de la vida (1988) de Radu Mihaileanu y, aunque nuestra convicción estética no comulgue con ella, La vida es bella (1997) de Roberto Benigni.

Cierto: aún es de madrugada para formar al director de Jojo Rabbit, Taika Waititi, en la misma fila que encabezan Lubitsch y Chaplin, cabecillas representantes de la comedia en el cine y, especialmente, acendrados críticos de la imagen de Adolf Hitler en un momento histórico con casi nulas permisividades políticas en los medios masivos de información. La película de Waititi sería precipitado agregarla en la sintonía de los disparates iconoclastas que, en coyuntura tan delicada, glosaron el nazismo con una acidez nada habitual para la época y ni siquiera con precedentes narrativos. La comedia en ese tiempo estuvo confinada a la guasa cotidiana, a lo más que llegaba era a señalamientos sociales, donde se carcajeaban de las asimetrías económicas entre ricos y pobres, tal como lo muestra el vagabundo de Charlot, y que bastaba para mortificar al establishment.

La comedia estaba arrinconada en el humor slapstick, comedia física entre los que destacan el propio Chaplin, Buster Keaton, Mack Sennett o Harold Lloyd, pasa por el atractivísimo screw-ball de los hermanos Marx y llega a una denominación de Alta Comedia en donde se inscriben los citados ejemplos de Chaplin y Lubitsch, que lograron producir sus contenidos sin ningún tipo de censura, hasta que entrada la mitad del siglo el senador estadunidense Joseph McCarthy inició una cacería de brujas en Hollywood para impedir cualquier expresión de los comunistas y activistas.

No obstante, es preciso conocer el bosque del género para apreciar la dimensión en la que se halla Waititi con un discurso que abona a determinado tiempo. Existe un anillo subsecuente al núcleo de la comedia integrado por Lubitsch y Chaplin, donde cotejaríamos a Waititi con otros directores de reciente cuño como Wnendt, Mihaileanu y Benigni.

Waititi filma como reflejo presente, en donde los discursos de odio han polarizado a las sociedades enfrentadas en redes digitales disputándose la razón a punta de diatribas ahora en 280 caracteres. Waititi circula en sentido contrario a la ferocidad que anhela la imposición; más bien, el director neozelandés crea arenga en señal de puente, sí, para no vencer, sino para desplegar una salomónica y catártica tercera situación: Jojo Rabbit es, sobre todo, un filme cuyo horizonte es revelar la inepcia de la guerra. Evoquemos el foco de Jojo Rabbit: cintas de los niños en la guerra con este cariz recordamos a Esperanza y gloria (1988) de John Boorman, El imperio del sol (1987) de Steven Spielberg y hasta podemos referir a El tambor de hojalata de Volker Schlöndorf, la más compleja y bella en metáforas de las aludidas.

En discrepancia con He vuelto, inteligente parodia que emula a la calaña de Borat improvisando situaciones reales, Waititi no delata la ideología soterrada en la globalización como el enésimo huevo de la serpiente que anida en el catálogo de buenas conductas de las que se jacta el hombre moderno. El director de He vuelto, David Wnendt, es punzante, se muestra provocador para acusar el ascenso de la extrema derecha en Europa en el siglo XXI, mostrando como anzuelo el regreso de Hitler al Berlín cosmopolita. Wnendt, con profusa creatividad y humor negro, desbanca la tesis del gran líder manipulador y, en cambio, plantea el fundamento del nazismo como una semilla que jamás se ha ido: los propios ciudadanos alemanes, globales, que en una porción reaccionan contra la ola migrante, parecen una réplica del comportamiento de los nazis en contra de los judíos (planteamiento que asoma a la hipótesis de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie). Waititi va por otro sendero disímil a descubrir la hipocresía wannabe contemporánea, porque hurga en forma espejeada los falsos juicios entre las ideologías exacerbadas para encontrarlas en un cariñoso centro que vuelve a repasar la artificialidad de los nacionalismos y de las culturas. Mihaileanu, en El tren de la vida, roza el carácter de las barrabasadas de Lubitsch en Ser o no ser. Inclusive notamos en Mihaileanu parecida chifladura entre el grupo teatral polaco que monta a Shakespeare con su grupo de judíos que desean salvarse camuflajeándose como nazis. Ambas tesis, soberbias en su dislate.

Waititi carece de un hilo argumental como el de Mihaileanu o Lubitsch, por supuesto; poseen, digámoslo así, más narrativa que Jojo Rabbit, donde predominan las viñetas, chispeantes todas ellas, para desahogarse en una tercera hipótesis: la consumación de la guerra y el fin de las ideologías en busca del baile, la metáfora libertaria más plástica (recapitulemos: Waititi abre y cierra Jojo Rabbit con monumentos musicales: Beatles y David Bowie).

Con Benigni y La vida es bella el dejo dramático no vendría ni al caso del análisis. Aunque es pertinente comentar que mientras Benigni registra un lenguaje fársico, Waititi opta por un código en deuda con la composición catatónica y la pala cromática de Wes Anderson, que no solo emplea los colores pastel para volver más entrañables y cool sus personajes, sino que le permiten darles el acento slepper requerido, como no necesariamente sucede en Jojo Rabbit. Waititi no es lacrimógeno en ningún rato, como Benigni, que a veces se torna hostigante con algo que se transforma en insoportable ruido. En tanto que Jojo Rabbit tiene el timing suficiente para el entendimiento y la broma reposada; revísese los largos y estúpidos saludos fascistas.

La comedia de Jojo rabbit se rueda en un curso muy distante al del nazismo. Expliquemos esa distancia. Aunque la eugenesia de la evasión contemporánea aspire a producir una descendencia en mejores condiciones, dice Michel Onfray, para nada se replica el modelo prometeico por el que suspiraba el Tercer Reich. No se trata de engendrar quimeras, según ejemplifica el filósofo francés en La fuerza de existir. A la ambición de reproducir una raza pura le cayó encima no solamente todo el Zeitgeist libertario y convulsivo de la Guerra Fría sino también, y como golpe de mazo, el ascenso durante la globalización de un pensamiento democrático que desvirtuó toda premisa esencializadora relacionada con la identidad y su lava mayor: el nacionalismo. Si algo legitimaba sobre el filo de una navaja al nacionalismo, esto se fue difuminando conforme creció la democracia. Primero, se rompe un concepto de nación que ya no opera con semejante hegemonía en el mundo; y, segundo, la identidad misma que intentó forjar Hitler, se deslió ante la bifurcación de minorías y diversidades que acrecentó a su vez las posibilidades identitarias.

En los medios no fue eterno el discurso demonizador en contra del nazismo como ente prometeico (hasta La lista Schindler, 1993, de Steven Spielberg y El pianista, 2002, de Roman Polanski), sino que se ha transformado paulatinamente; una muestra es el tópico de la maquinización representado en la ciencia ficción, parábola anti totalitaria desde Metrópolis (1927) de Fritz Lang. El miedo a un modelo nazi puede reflejarse en el recelo a los ciborgs. Todo el vericueto de la saga de Terminator, o Blade runner (1982) de Ridley Scott y sobre todo Ex machina (2014) de Alex Garland, heredan el espectro totalitario de una raza pura. La diversidad cultural emanada del mundo global, visibilización que conlleva sexo, religión, culturas, clases y ya casi por ningún lado la raza, atemperó el horizonte proyectado por la supremacía aria.

Por tanto, advertimos un nuevo humanismo en Jojo Rabbit, de terso talante que esgrime sutilmente las claves genéricas, que no solo es la cómica sino también la del suspenso, para preparar una reflexión correcta políticamente en donde ningún bando sea el ganador, sino en donde todos aprendan de la circunstancia. Jojo Rabbit es una comedia que intercala el espíritu de nuestro tiempo: incluyente, pacifista, decepcionado de las batallas ideológicas, creyente de los sentimientos amorosos, multi e intercultural, alivianado y respetuoso en su forma, ya disipada la tormenta contracultural y dando paso a este tipo de enseñanzas cuya pedagogía se asienta en el género infantil sobre todo –Moana (2017) la escribió Waititi–, donde se han diseminado una serie de peroraciones que integran al ciudadano moderno dotado de una conciencia más allá de los eufóricos nacionalismos.

Waititi filma en el orbe postnacionalista. Y quizás a diferencia de comedias como El tren de la vida y La vida es bella, Jojo Rabbit narra una historia sin culpa ni responsabilidad alguna porque su toma de distancia así lo justifica. Si ningún sentimiento es definitivo, entonces tampoco la humillación de Hitler a los judíos sería definitiva. Un ánima en la buhardilla, como en El joven manos de tijera (1990) de Tim Burton, se disipa la aureola negativa, de otredad, con el judío. La premisa del niño que derrite al monstruo con su ternura es una fórmula vigorosa en el cine cliché; aunque con ello no ponemos en idéntico saco a King Kong, Monsters, Inc. y a Hitler, por respeto a las bestias.

Estamos frente al colmo del understatement. Delgadísima fibra por la que decide Waititi para rodar el aciago hecho. El Führer es lo que menos importa; lo que trasciende es su resonancia de cara a los niños. La manipulación ideológica está permeada por una acción a las claras escolar: Jojo y Yorki serán las piezas en donde abrevará el nazismo a través de un catálogo de estereotipos que recluyen a los judíos. No hay demagogia, aunque el filme se jacte de anti dogmático. Habla precisamente del internamiento ideológico, y lo que hace es desmontarlo. La ideología vuelta escuela es derrocada con el facilismo de lo informal. La formación educativa se constituye con bloques ideológicos llenos de prejuicios que abusan de la incomprensión del entorno. Educar para la otredad no ha sido tarea sencilla para la escuela nacida en el marco de los nacionalismos. El deber ser frente al ciudadano universal. Se educaría para la vida, para el entendimiento intercultural. El discurso de Jojo rabbit es precisamente una rasgadura con fino escalpelo.

Taika Waititi consigue esa figura llamada understatement. El estilo de comedia que mantiene para punzar es magnífico para delinear de grácil manera un suceso fatal como el Holocausto. Para justificar esta ligereza de la comedia que aborda temas trágicos, retomemos lo que dice Alfred Hitchcock a François Truffaut sobre el horizonte del cine. Hitchcock afirmó que él no filmaba pedazos de vida porque eso el espectador se lo encuentra en su casa. Hitchcock adaptó muchas novelas al cine y lo hacía con la deliberada meta de deformar al autor original. Hitchcock decía que lo más refinado en el cine era conseguir el understatement, figura que consiste en la presentación en tono ligero de acontecimientos muy dramáticos. Hitchcock se especializó en el understatement a grado tal que deslizaba la ironía como un imperceptible pero molesto inquilino. En el anhelo de Hitchcock por realizar el understatement hallamos una de las llaves para entender Jojo rabbit. Decía Alfred que él no filmaba pedazos de vida, sino más bien trozos de pastel en donde todo se subordinaba a la acción; Waititi eso rodó: trozos de pastel con un coqueto look para desarticular al mal.

No restamos en este sentido el carácter sobrio y realista de películas como La lista Schindler y El pianista como obras también mayores en lo que se refiere al tema del exterminio judío. Solo subrayamos que la posibilidad que ofrece la comedia con ese filón del understatement que dice Hitchcock, permite filmar atractivos trozos de pastel.

De nueva cuenta el poema: Rilke sintetiza el talante conciliador que no omite; sin embargo, sí restaña, decíamos, una de las heridas más profundas que ha polarizado buena parte de la modernidad. Lipovetsky ha señalado que en la acuñada globalización hay un retroceso de las pasiones nacionalistas (aunque alebrestadas en inéditos márgenes). Ante esta falta de fervor patrio y, en consecuencia, mayor búsqueda de la ciudadanía, es terreno fértil para que discursos como Jojo Rabbit tiendan a afirmar identidades pluriculturales.

Sumémosle a lo anterior la crisis de los relatos modernos donde el héroe ya no necesariamente está sujeto a los cognados grupales sino a una incesante búsqueda individual. Por ello Lipovetsky menciona que se vive en una sociedad postnacionalista cuyo deber se ha transformado de manera radical. Lo que priva es un horizonte hedonista más que sacrificio comunitario en nombre de una entelequia. Y Jojo Rabbit se aleja de ambas entelequias: judíos y nazis, y apuesta por diluir ideologías y fincar lo individual.

Ser héroe no es sinónimo en exclusivo de oblación. El héroe que propone Waititi se lía más al sentimiento postguerra fría de la canción “Heroes” de Bowie. Sí, los amantes que desafían el tiránico Muro de Berlín que dividió una cultura, claro símbolo de la resistencia personal en la época de la cortina de hierro, permiten la lúdica eclosión del corolario de Jojo Rabbit. El Zeitgeist de fondo para Waititi es la era postmoralista de Lipovetsky. En medio de la  deslegitimación de las obligaciones hacia lo colectivo y la deserción como un derecho, se da la condición más propicia para el desdén ligero: el understatementJojo Rabbit responde a ese ambiente postmoralista, sin duda: la reivindicación gana en su particularidad.

Y todavía más: rotos los pactos comunitarios, hay una reescritura del contrato social. Se visibiliza aún más la búsqueda de una tranquilidad existencial. Incluso, se justifica todavía más con una reacción proporcional: entre más se reconoce la espiral de la violencia y se sofistica el mosaico de agresiones (lo que llaman el capitalismo gore), aumenta la capacidad de indignación y repudio y se torna más anhelante esa paz.

En consecuencia, la sociedad es más hedonista y es mayor la huida del displacer. Jojo Rabbit rehúye ese ambiente descrito convencida de un hedonismo que descansa en el diálogo “revienta prejuicios” y en la purga del baile. La comedia de Waititi aprovecha así la fisura: el cese de los absolutos es mantequilla para la broma. La comedia por antonomasia se opone a la cólera y al déspota. Otra vez: ¡a chunguearse de los agelastas, vivan los Beatles y Bowie; viva Jojo Betzler… y también Yorki! Sí, definitivamente no es un buen momento para ser un nazi.

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