Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Robert Walser, Fairy Tales, New Directions, New York, 2015, 108 pp.


Tengo los libros de Robert Walser en un estante lejos de mi librero y de mis otros autores favoritos; no recuerdo bien cómo pasó, pero poco a poco mi colección de Walser fue creciendo aislada de mis otros libros. Cuando vi el mapa de la serie El barrio y los señores de Gonçalo M. Tavares, una representación gráfica de un barrio literario que, a su vez, construye un librero universal, me di cuenta que Tavares ubicó la casa de Walser en el bosque, lejos del barrio y de las casas de Kafka, Woolf, Valéry, Becket, etcétera. Como Tavares, yo también aislé a Walser. Y tiene sentido: el autor, por su escritura, costumbres y personalidad, estuvo siempre en los márgenes de la literatura, de la sociedad burguesa de Berlín, de los círculos intelectuales de la época; del mundo. Todo esto me recordó a una de las conversaciones que Carl Seelig, amigo y tutor de Walser durante su estadía en el hospital psiquiátrico de Harisau, reconstruye en Paseos con Robert Walser, cuando, tras haberlo comparado con otros grandes autores, Walser dijo: “¡No, no! Debo suplicarle inmediatamente no citar mi nombre jamás en seguida a los maestros de esta envergadura. Ni siquiera murmurar. Tengo ganas de desaparecer bajo la tierra, comprende usted, cuando mi nombre se cita en tal sociedad” (p. 80). Quizá él estaría más cómodo así, lejos de los escritores grandes e imponentes que siempre podemos encontrar en un librero.

     En uno de sus textos, Oskar de 1914, Walser describe a la perfección su naturaleza solitaria: “Desde fecha muy temprana se manifestó en él esa ocupación singular de apartarse y hallar un evidente placer en la soledad” (p. 117). Prueba de ello fueron sus constantes cambios de domicilio (se sabe de por lo menos cincuenta direcciones). Vivió, además, desde 1928, cuando empezó a tener ataques de ansiedad y alucinaciones, hasta 1956, año en el que murió, completamente apartado del mundo. La separación y el exilio auto-impuesto son rasgos que también aparecen en su obra. Se manifiestan de dos maneras: con sus personajes y su escritura. Jacob von Gunten, Joseph Marti, Simon Tanner, por ejemplo, no pertenecen a ningún lugar y no tienen ataduras de ningún tipo; son libres y es precisamente esto lo que los lleva al exilio. Lo mismo sucede con su estilo: acostumbró siempre escribir con completa libertad, o ligereza, creativa. Más allá de rechazar los cánones de la época, Walser se resiste a la noción literatura como institución y juega con los géneros, la ambigüedad, la ausencia de argumento, los giros verbales, etcétera. Michael Hamburger, en «A Miniaturist in Prose”, explica: “To an even greater degree than Kafka, Walser practiced and vindicated the freedom to improvise, at the clearly recognized risk of remaining as classless in literature as he chose to be in society […] their dedication to a highly personal art involved not a revolt against accepted canons, but the complete rejection of literature as an institution; not rebellion, but self-imposed exile”.

     Walser, como autor, resurgió en la década de los setentas y ochentas, cuando Werner Morland y Bernhard Echte pudieron estudiar y transcribir alrededor de 526 páginas repletas de relatos, ensayos, poemas, incluso una novela breve. Seelig conservó estos textos pensando que estaban escritos en un código secreto, sin embargo se trataba del “método a lápiz” o “sistema de lápiz” que el escritor había adoptado, se cree que a partir de 1917; esta técnica consistía en reducir la altura de las palabras a un milímetro o dos. A partir de la  transcripción de los microgramas, no tardaron en hacerse traducciones y nuevas ediciones de sus libros. Sin embargo, en comparación con estos textos y con sus tres novelas, que han recibido considerable atención en los últimos años, sus dramolettes han pasado casi desapercibidos. Walser siempre sintió una predilección por el teatro y escribió durante muchos años sus impresiones al respecto. Incluso intentó ser actor, pero fue descrito, en su primera y última audición, como “acartonado” y “sin expresión”. O, en palabras del narrador de “La prueba del talento”: “…el caso es que no posee usted el menor asomo de talento histriónico. Todo en usted está escondido, velado, sumergido, todo es árido, leñoso. Por dentro ya puede ser el hombre más ardiente del mundo, corroído por fervientes pasiones, pero nada aflora a la superficie, nada encuentra expresión” (p. 81).

     La separación, la lejanía y la no pertenencia están también presentes en las cuatro pequeñas obras de teatro que New Directions acaba de compilar con el título Fairy Tales: “Snow White”, “Thorn Rose, the Sleeping Beauty”, “Cinderella” y “The Christ Child”. A diferencia de lo que ocurre en los textos de los hermanos Grimm, de los que Walser parte para escribir los dramolettes, estos personajes saben que no tienen libertad y que están bajo el yugo del cuento. Además, son personajes que, por tener una conciencia moderna, no pertenecen al contexto anticuado u obsoleto en el que están inmersos. Es importante recordar que los dramolettes fueron escritos cuando el género de los fairy tales se encontraba ya institucionalizado tanto en Europa como en Estados Unidos, lo que significó una regularización en su estilo y discurso. Walser, como muchos otros escritores, retomó los textos de los hermanos Grimm para jugar con las normas, valores y poderes conservadores que el género promulgó durante siglos. Cenicienta, Blancanieves, la Bella Durmiente son aquí, como lo describe Reto Sorg en el prefacio de la edición: “messengers of a poetic existence who bear witness to the human longing for being without boundaries while rooted in a center”.

     En “Snow White”, la historia inicia cuando Blancanieves es resucitada por el príncipe y regresa al castillo donde vive su madrastra, la mujer que, como todos sabemos, había mandado matarla. Pronto inicia un diálogo entre la protagonista, la Reina, el Cazador y el Príncipe en el que se discute la veracidad del clásico cuento de hadas. En esta versión, la Reina envía al Cazador con Blancanieves no para matarla, sino para convencer a su hijastra de rechazar la versión original del cuento. Dice: “You should only talk, comfort her,/ tell her something she can believe, and reassure me, make it all/ quiet again as it had been/ before this casual game began” (p. 31). Blancanieves, para poder tener el final feliz que requieren este tipo de textos, acepta todo lo que el Cazador dice.“Speak lies. My confidence makes them/ into truth as pure as silver./ In fact, I can predict them all./ Whatever you think and say,/ this yes will press truth on your words” (p. 33). El único personaje que se resiste a reprimir la verdad es el príncipe, que termina escapando. “Make me forget that I am an/ anointed prince and a ruler,/ but not this sin, which is too great/ for just any oblivion” (p. 38). Dentro de los límites del cuento de hadas, los personajes crean su propia historia, aunque tengan que tergiversar y sacrificar los hechos ‘reales’.

     A la protagonista de “Cinderella” me la imagino como una graduada con honores del Instituto Benjamenta, a pesar de que la novela Jakob von Gunten fue escrita varios años después. En la versión walseriana, Cenicienta encuentra placer en ser pequeña, en el maltrato de sus hermanas y en ser humillada. Duda en casarse con el príncipe porque perdería su esencia: su servidumbre. Le declara al príncipe: “I love the punishment/ that was undeserved, those foul words,/ so as to keep smiling brightly,/ I get endless satisfaction./ It occupies me all day long,/ gives me cause to leap and to see, to think and to dream. And that is/ the reason I am such a dreamer” (p. 94). A pesar del rechazo y la resistencia de Cenicienta, el príncipe sabe que la boda es inevitable:“The fairy tale wants it. It’s clear,/ the fairy tale will see us wed” (p. 94). Ambos tienen que adaptarse y moldearse a lo que el género establece: una boda y un final feliz. Aparece incluso el personaje Fairy Tale, que le recuerda a la protagonista: “You know the rest of the story./ It’s been dreamt long enough. This scene/ must come to life now. To wonder/ shall bring fear. And the fairy tale/ goes on until its end, its home” (p. 76).

     De los cuatro dramolettes, “Thorn Rose, the Sleeping Beauty” es quizá el más cómico. La obra comienza cuando el extranjero despierta, después de cien años, a la Bella Durmiente de un hechizo. Sin embargo, los personajes, en lugar de agradecer la valentía del extranjero, como sucede en la versión original, se molestan e indignan. El héroe se convierte, por unos momentos, en el villano, la persona que los despertó de la comodidad del sueño. Uno de ellos dice: “This service that he has performed/ is rather doubtful and he could/ have easily spared himself/ all this trouble for our sake./ Wasn’t it lovely just to sleep?/ Were we not so much better of” (p. 44). La princesa, además, no cree que el extranjero, por haberlos despertado, le dé derechos sobre ella. Es hasta que el extranjero le relata el cuento de hadas original que la princesa acepta su destino: debe casarse con él. “Lady Fortune!/ Pooh!/ For a moment there, I was/ almost becoming annoyed. Well look/ now! I am beginning to believe/ you have a right to me and it’s the right thing that I belong to you  now” (p. 50). A pesar de que ella preferiría un esposo diferente, más elegante, más atractivo y con más gracia, sabe que debe conformarse con él. El final feliz es, una vez más, un requisito. Este exhibe lo forzado, artificiales y cómicos que pueden resultar este tipo de finales.

     En la edición, Daniele Pantano y James Reidel incluyeron “The Christ Child”, que trata sobre el nacimiento de Jesús. Los traductores decidieron incluir este dramolette, a pesar de no pertenecer al mismo grupo de cuentos de los hermanos Grimm, porque al igual que en las otras obras, Walser se apega al texto original. José y María, en esta versión, reciben a una serie de personajes desconocidos que llegan para ver a su recién nacido y lo llaman “El mesías”. Ellos, sin embargo, no tienen idea de qué están hablando. Jose exclama: “Would I know? I gave it no thought./ I’ve hardly seen anything odd/ in these occurrences, not till/ they said a miracle lives here” (p. 103). Este texto, sin embargo, no termina con el clásico final feliz. A diferencia de los anteriores, en este dramolette el futuro del niño queda incierto. Los personajes, ni siquiera el ángel que los visita y cuida al recién nacido, saben qué sucederá o cuáles son los planes de Dios con él. “Surely something special is in store/ for the little child, otherwise/ He’d not care so for the parents” (p. 108). Es un final abierto, aunque el lector sepa qué ocurre después.

     Existe un dramolette más, el último que escribió Walser inspirado en los cuentos de hadas y que creo que hubiera sido interesante incluir en la edición. Se trata de Rapunzel y es el micrograma número 457. A diferencia de los anteriores, esta pequeña obra de teatro está escrita en prosa, al igual que los textos de los hermanos Grimm, y no en verso. Es en comparación con este micrograma cuando los textos de los hermanos Grimm parecen aún más acartonados y rígidos. En cuanto al contenido, en el micrograma Rapunzel está, como en la versión original, en lo alto de una torre, mientras que el príncipe está abajo. Inicia, entonces, un juego entre los personajes que hace reconsiderar al lector las nociones de víctima y héroe. El príncipe duda de sus capacidades para salvar a la princesa y a Rapunzel le parece simpático que un príncipe quiera salvarla. Sucede algo parecido a lo que ocurrió entre Jakob y Herr Benjamenta en Jakob von Gunten, cuando los roles de ‘débil’ y ‘fuerte’ o ‘estudiante’ y ‘director’ se invierten. En este dramolette, además, no existe el clásico final feliz. Es interesante verlo junto con las otras pequeñas obras de teatro ya que se muestra así el desarrollo de Walser en el género del cuento de hadas.

     A pesar de que los cuatro dramolettes presentan características similares, podrían dividirse en dos grupos: “Snow White” y “Cinderella”, en el primero, y “Thorn Rose, the Sleeping Beauty” y “The Christ Child” en el segundo. Las primeras dos obras fueron escritas y publicadas en 1901 y 1902, respectivamente, y corresponden a los años que Walser vivió en Zurich. Estos dos dramolettes, además de ser los más extensos del conjunto, tienen un lenguaje más elaborado y elegante. Durante esta época y, todavía durante los siete años que vivió en Berlín, Walser escribió teatro con “la mentira en escena” en mente, que son: “mentiras ideales, de áurea grandiosidad, de belleza antinatural”. En una carta escrita en 1912, Walser los describe así: “They are tempered for speech and language, to a beat and a rhythmic enjoyment”. Los del segundo grupo, por otra parte, fueron escritos en 1920, cuando el autor se mudó de Biel a Berna. Su producción aquí fluctuó entre textos muy breves, entre 1913 y 1915, a amplias crónicas y relatos humorísticos a partir de este año. Sin embargo, ya a principios de 1919 y 1920 comienza a exhibir un estilo más sobrio. Se aleja del tono poético, aunque no lo abandona por completo, para adoptar uno más ensayístico. Características que quedan expuestas en los dos dramolettes del segundo grupo; aunque se mantiene el estilo del autor, su lenguaje es más simple, depurado y directo. La edición muestra así los inicios y el final de la obra de Walser.

     Robert Walser retoma los clásicos cuentos de hadas de Blancanieves, Cenicienta y la Bella Durmiente para cuestionar su vigencia, sus estructuras de poder y su fórmula. Fairy Tales, por lo tanto, consiste de una serie de pequeñas obras de teatro que retoman y analizan tanto las estructuras sociales como las literarias de este género. A pesar de los temas y el trasfondo, son textos en donde la ironía y el humor tienen papeles importantes, aunque discretos. Muchos lectores, al empezar a leer su obra o su biografía, asumen que se trata de un escritor grave, pero sus textos se distinguieron siempre por su ligereza, su musicalidad y su humor. Al respecto, W.G. Sebald escribió: “How is one to understand an author who was so beset by shadows and who, none the less, illumined every page with the most genial light, an author who created humorous sketches from pure despair, who almost always wrote the same thing and yet never repeated himself…” (p. 122). Me recuerda a una conversación entre Carl Seelig y Walser en la que este explica que Friedrich Höderlin no fue tan desdichado como se cree. Dijo: “Poder soñar en un modesto rincón, sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Solo la gente hace que lo sea!”. Me imagino entonces que Walser, que pasó las últimas décadas de su vida en un hospital psiquiátrico, y sus personajes, añorarían un espacio como este. Quizá, después de todo, un estante pequeño, en uno de los rincones de un cuarto, es el lugar perfecto para su obra.

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