Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Vivian Abenshushan, Escritos para desocupados, Sur+, Oaxaca, 2013, 300 pp.


Escritos para desocupados surge a partir de un esténcil que Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) vislumbró en 2004 en las calles de Buenos Aires. La imagen –el abominable Mr. Burns de Los Simpson– rezaba: “Mate a su jefe: renuncie”. El libro es una serie de ensayos en torno a la vida laboral, el ocio, el copyright, la lectura y el time-sickness; su materia principal es un yo asfixiado por la tiranía del trabajo y las horas nalga.

     En Escritos para desocupados, Vivian Abenshushan escribe contra la aspirina (“una virtuosa curalotodo”, p. 37); contra –y a favor– de la velocidad (“yo también conozco el éxtasis de la velocidad”, p. 43); contra el dead line (“si te piden un ensayo para una publicación periódica, no concedas un ápice en el tema, la extensión, el lenguaje, la visión, ni –que me perdonen los editores– el dead line […] Lo único cierto es que no podrás escribir si no tienes tiempo para pensar”, p. 215); contra lo que la crítica, la academia y los mismos ensayistas han hecho con el ensayo (“si las termitas de la reducción, esa forma en que los medios estandarizan la cultura en su nivel más bajo, han tomado al ensayo por rehén, entonces escribamos contraensayos: libres, anarquizantes, imprevisibles, anómalos”, p. 224).

     El “contraensayo” persigue la vindicación de la experiencia –la experiencia llevada al límite–: dejarlo todo, abandonarlo todo, ser ensayos de nosotros mismos. El término no es injusto, pero tampoco me parece del todo afortunado. Afirma Abenshushan: el contraensayo es “el ensayo entendido como deriva (una investigación subjetiva cuyo final nunca está fijado de antemano), más que literario es un género libertario […] Puede darse el lujo incluso de ensayar. Ser el laboratorio de todas las formas, el lugar de un estallido. El origen de otra prosa. No un género (la novela, el ensayo, esa otra cosa) sino una escritura nómada” (p. 219). ¿El contraensayo vendría a ser, entonces, una suerte de ensayo que no es tal, pero que, a pesar de todo, ensaya? O bien, ¿el laboratorio de todas las formas, salvo, naturalmente, la del ensayo, que queda excluido por tratarse de algo distinto? Los ensayos auténticos –y éstos de Abenshushan lo son– buscan, por sí mismos, la transformación radical de la vida y no hace falta tildarlos de otra cosa; aunque la propuesta es lúcida y subversiva, llamarla “contraensayo” solo contribuye a prolongar la reiterada confusión que existe en torno al género.

     Famosamente Montaigne afirmó: “Quiero solo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto”. Su empresa, sobra decirlo, nos parecería hoy desmesurada: atareado por la vana fabricación de su imagen (un prestigio, un empleo, un sueldo), el hombre contemporáneo no alcanza a entrever su rostro bajo la farsa, ni distingue tampoco “cuál es su parlamento auténtico, pues ha vivido bajo una lastimosa continuidad de clichés” (p. 33). En este sentido, Escritos para desocupados es más un libro sobre la degradación de la vida que sobre la degeneración del empleo. Sin tiempo para pensar, sin tiempo para aburrirse, sin tiempo para disfrutar del cuerpo y del placer y del descanso, el individuo –el yo que Montaigne tanto ensayaba– languidece, estrangulado por su propia angustia. El contraensayo de Abenshushan es una apuesta: la muerte o la escritura.

     Cuatro secciones y un apéndice conforman Escritos para desocupados. Las primeras dos versan sobre el trabajo, la prisa o el ocio;  la tercera, sobre “los desobedientes” que cuestionan a la civilización que con tanto empeño hemos construido; las últimas, sobre la cultura, la creación y la lectura en una sociedad amenazada por el copyright. Una pregunta tácita recorre el libro: ¿quiénes somos nosotros cuando estamos frente al silencio, apartados del ruido que produce el mundo?

     R. L. Stevenson, maestro del ocio y el ensayo, observaba: “existe una clase de personas muertas en vida, vulgares, que apenas son conscientes de estar vivas si no ejercen alguna ocupación convencional”. Creo, tras leer Escritos para desocupados, que la forma de vida del individuo moderno es la inconsciencia: su deliberada propensión a atestar las horas de tareas vanamente productivas; su obsesión por trabajar hasta la extenuación para recibir, a cambio, exiguos momentos de dicha; la “compulsión malsana y autodestructiva […] de mirarse en ese espejo cotidiano multiplicado al infinito: miles de workaholics solitarios, de mujeres exhaustas que ya no hacen el amor, de jóvenes consumidos por el desencanto” (p. 19). Este tema –la relación entre el trabajo y el ocio– lo estudia también Luigi Amara en La escuela del aburrimiento, cuando resuelve aislarse durante cuarenta días para investigarse a sí mismo; Abenshushan hace de él, además, un problema estético, es decir, un problema que atañe directamente a la escritura. Su proyecto no trata –o no únicamente– de llevar a cabo una reflexión acerca del modo en que el individuo se vincula con este mundo vertiginoso, sino de revelar los mecanismos a través de los cuales el ensayista puede, en primer lugar, representar fielmente esta realidad y, en segundo, someter a consideración la validez de sus propios cuestionamientos vitales. Por eso, en este libro una de las preocupaciones centrales es la forma del ensayo: Escritos para desocupados contiene ensayos fragmentarios, con imágenes, fotografías, enlaces a blogs, páginas web, videos, canciones y hasta tuits para desocupados; ensayos sediciosos que favorecen el copyleft y la interacción con el lector (a través del sitio: http://escritosdesocupados.com/); ensayos como granadas que han sido arrojados al corazón de la industria y del sistema.

     La primera sección de Escritos para desocupados indaga, entre otras cosas, en los orígenes del ocio: “según se puede leer en el Génesis, Adán y Eva procuraron hacer un reparto equitativo de la penitencia –la llamada división del trabajo– entre sus hijos: Caín obtendría la propiedad de toda la tierra; Abel sería dueño de todos los animales de ganado” (p. 24). Desde este punto de vista, señala Abenshushan, el homo ludens (Abel) es asesinado por el homo faber (Caín); el impulso lúdico, aniquilado por el trabajo. Esta explicación no aclara, sin embargo, el doble juego: la imposibilidad del primero de existir sin el segundo, y viceversa. El ocio –en tanto suspensión del trabajo– es el momento en que el hombre puede por fin habitarse; en el otro extremo, el trabajo –en tanto suspensión del ocio– permite el avance de las civilizaciones, la construcción de las ciudades, el desarrollo de las instituciones. Ninguno de los dos, no obstante, está exento de convertirse en una carga, una tarea vacía y repetitiva que no trae consigo la satisfacción del espíritu.

     “Notas sobre los enfermos de velocidad” es, quizá, el texto más ambicioso del libro. Se trata de un ensayo a dos columnas: el lado izquierdo corresponde al lado oscuro de la velocidad; el derecho, al lado luminoso. Escribe Abenshushan: “‘¡No tengo tiempo para nada!’, he aquí el grito general de un planeta enfermo de velocidad” (p. 57). El régimen de la velocidad –un régimen tan permeado en nuestra rutina que ya ni siquiera somos conscientes de estar inmersos en él– produce una sensación de frenesí, de vértigo, de levedad, una ligereza que se extiende también a otras esferas de la vida, como las relaciones humanas. El individuo se extravía en la ilusión de tener más, en el menor tiempo posible: realizar un sinfín de actividades, sin disfrutar de ninguna; navegar por incontables páginas web, sin demorarse en una sola; vivir más de prisa, correr más rápido, “meter el acelerador a fondo hasta hacer estallar los pistones del corazón” (p. 64). Es como si la adrenalina que nos inyecta la velocidad hubiera sustituido a la vida o como si ésta consistiera, precisamente, en el espejismo de sentir que jamás nos alcanza el tiempo; por esto el ensayo, explica la autora, debe hacer “contrastar las velocidades. Se detiene en seco para que podamos advertir nuestro exceso de velocidad” (p. 67). Hacia el final de este texto, Vivian Abenshushan señala que la literatura puede ser “ese vehículo silencioso y lento que recorre las avenidas de la noche a contracorriente, un vehículo excéntrico y remiso donde la gente se desplaza en dirección opuesta a los flujos financieros” (p. 69). Tal vez el ensayo, en su mejor forma (y Escritos para desocupados es un verdadero ejemplo), sea eso: una “Máquina de la Lentitud” (p. 66) que nos permite dilatar el tiempo y recuperarnos a nosotros mismos.

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