Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


David Sedaris, Calypso, Blackie Books, Barcelona, 2019, 260 pp.


Pocos libros más felices (y más incómodos) que Calypso de David Sedaris. Aunque el autor norteamericano forma parte indiscutible de la familia literaria de Montaigne y de Cervantes, escritores de la felicidad, esta novela es un retrato de su familia verdadera: del suicidio de su hermana Tiffany a los eternos conflictos con su padre, Calypso es un devaneo por las aventuras, desventuras y contradicciones a que se enfrentan los Sedaris. El eje del libro es, como en toda su obra, la sonora carcajada de David, pero, si se presta atención, se escucha también el crujir de su nostalgia.

Afortunado híbrido entre ensayo, novela, crónica y diario, Calypso es, ante todo, una prueba de la honestidad de Sedaris. No le faltan a David los aplausos, y ya los elogios que se hacen de sus obras parecen escritos al mayoreo, con los críticos literarios repitiendo a coro: “America’s leading humorist” (Garden & Gun); “the best American humorist writing today” (NPR); “the king of the humorous essay” (New York Magazine). De ahí que el lector pueda llegar a pensar que se trata de un autor superficial, cuyo único fin es provocar la risa, un escritor que solo busca entretener y divertir. Esta impresión es equívoca, no por falsa sino por limitada. La obra de David Sedaris es, en efecto, un divertimento, pero un divertimento inteligente.

Al inicio de Melinda and Melinda (2004), los personajes de Woody Allen discuten cuál de los dos géneros es más elevado, la comedia o la tragedia, debate que el mismo cineasta termina por disolver: “La diferencia entre la comedia y la tragedia es que en la comedia sus personajes encuentran la forma de sobreponerse a la tragedia”. A propósito de esto, el caso de Sedaris es digno de atención. Primero: su vida, materia prima de sus textos, no está exenta de desdichas –el suicidio de su hermana y la muerte de su madre son dos ejemplos de ello–, pero David no las enfrenta con el pathos trágico del héroe griego. Esto no significa que no las experimente. Tampoco que las eluda. Más bien, Sedaris se vale del humor para poder asir el dolor. Para hablar de él, para comprenderlo, para reducirlo a la idea de que todo es alegremente mundano y efímero. La broma, el chiste, la agudeza retórica, no son para él mecanismos de evasión, sino de inmersión. Al ficcionalizar sus recuerdos, Sedaris logra hallar en ellos las diminutas corrientes de vida que escapan a la desgracia: “Casi al final de la semana me encontré a mi padre en la habitación de Amy, mirando las fotos que Tiffany había despedazado… ‘¿Qué contexto puede llevar a alguien a romper una foto como esa?, me pregunté.’ […] / –Qué pena –susurró mi padre–. Toda la vida de una persona en una caja de mierda. / Le puse la mano en el hombro. / –Son dos cajas. / Se corrigió a sí mismo. / –Dos cajas de mierda”.

Para el autor, cada experiencia cotidiana, por muy trivial que resulte, es susceptible de convertirse en literatura. Ya se trate de grandes acontecimientos o de pequeños triunfos o fracasos, todo es digno de ser contado, más aun, de ser relatado de viva voz (recordemos que Sedaris era locutor en la National Public Radio y, en la actualidad, es conocido por sus lecturas en voz alta). Así, sin escrúpulos, con el humor mordaz que lo caracteriza, se burla de su suegra, “Maw” Hamrick, madre de su pareja Hugh, que protagoniza muchos de sus ensayos (“It’s Catching”, When you are Engulfed in Flames, 2008), por la misma razón por la que no titubea al reírse de sí mismo –de sus intentos fallidos por aprender francés (“The Tapeworm is In”, Me Talk Pretty One Day, 2000), de su trastorno obsesivo-compulsivo (“A plague of Tics”, Naked, 1997), de su salida del armario (“Hejira”, Dress Your Family in Corduroy and Denim, 2004): sencillamente porque le da la gana. Narrar lo que ocurre en un día común en la vida de un hombre ordinario, mofarse de nuestra estupidez (o de la ajena; tanto mejor si es de la ajena), juzgar severamente la política (Trump, protagonista de su propio reality), sacar a relucir la envidia (no es culpa de Hugh tener más IQ que David) o maldecir la baja estatura (como víctima del mismo mal, le he dado la razón en todo) son algunas de las señas de identidad de un escritor auténtico y genuino, un ensayista que pone en tela de juicio nuestras miserias compartidas y que nos dice que, si todos hemos de ir a parar al mismo lugar, al menos podemos sonreír un poco en el camino: “Mi hermana es una de las pocas mujeres que conozco que no se tiñe el pelo ni se queja por ir cumpliendo años. Abraza la decrepitud con alegría”.

Rabelesiano hasta la médula (es memorable el pasaje de “The Smoking Section” en When you are Engulfed in Flames, en el que, estando en Tokio, acude a cortarse el pelo; tras echarle la capa encima, “descubrí que aquel hombre tenía caca en las manos […] Con caca o sin caca, hay que reconocer que era un barbero de lo más simpático y, por si fuera poco, habilidoso”), no duda en tocar temas incómodos, grotescos o escatológicos. Esta actitud, esta ligereza que adopta ante cualquier tópico, junto a su notable capacidad de observación, despiertan en el lector la sensación de que nada escapa a su mirada juiciosa: olores insólitos, prendas mal combinadas (las suyas, incluso), defectos físicos, manías u obsesiones. Sedaris escruta a quienes lo rodean de los pies a la cabeza, con el corazón y la razón, y lo que divisa es tanto su cuerpo como su mente, desnudos ambos, ajenos al pudor. En este sentido, cada una de sus piezas ensayísticas realiza un movimiento elíptico: mientras la percepción del autor se mantiene anclada a un punto singular, alrededor gravitan una y otra vez los objetos sometidos a escrutinio. Dicho esto, puede el lector pensar que Sedaris se repite y no estará del todo equivocado; pero, aunque sus personajes y temas sean los mismos –Hugh, sus hermanas y hermano, sus padres, algunos amigos; la familia, las adicciones, los traumas infantiles, el incierto futuro–, estos, y también el propio autor, giran sobre su propio eje. Por ello, cada colección de ensayos es un testimonio de la mutabilidad del individuo y sus circunstancias: desde Barrel Fever: Stories and Essays (1994) hasta Calypso (2018) el escritor da cuenta de su particular tránsito por el tiempo, dejándonos, no sé si deliberadamente, una enseñanza fundamental: la de que los grandes temas de la literatura –el amor, la memoria, la muerte– están compuestos de anécdotas triviales, fútiles, aparentemente intrascendentes.

Calypso no es, como buena parte de la crítica sostiene, el más personal de los libros de Sedaris. Lo que lo aparta de los demás no es su grado de intimidad, sino el hecho de que, a diferencia de sus otras colecciones, más bien de carácter heterogéneo, todos los acontecimientos convergen en un mismo centro de gravedad: la casa de Sedaris en la costa de Carolina del Norte, traducida al español como “el Mar Quesito” (“Sea Section” en inglés). Hay que reconocerlo: la labor de traducción por parte de Jorge de Cascante es afortunada, a pesar de lo arduo de la tarea. En realidad, me había imaginado a una legión de traductores rompiéndose la cabeza para, si no mantener el sentido, al menos intentar preservar los juegos de palabras; “el Mar Quesito” elimina el talante soez de “Sea Section” (“C-Section”; “cesárea”), pero a cambio le confiere al lector hispanohablante la posibilidad de comprender el doble sentido.

En Calypso, un Sedaris algo melancólico se enfrenta a la crisis de la mediana edad: “Lamento deciros que hay muy pocas alegrías asociadas a la mediana edad. La única ventaja que le veo es que, con algo de suerte, puedes llegar a tener una habitación para invitados”. La aparente frivolidad de David (adquirir una casa en la playa, stalkear en Google a Russell Crowe o ir de compras con sus hermanas) va de la mano de su aguda capacidad introspectiva: “Todos nos habíamos apartado de la familia en algún momento de nuestras vidas, nos habíamos visto obligados a ello para forjar nuestras personalidades, dejar de ser un Sedaris sin más para ser un Sedaris diferente, tu propio Sedaris”. Pero, de hecho, es a partir de esas fruslerías que logra llegar hasta el fondo de temas más complejos. Buena parte del libro se centra en tratar de comprender el suicidio de su hermana: “¿Cómo podía alguien querer dejarnos a propósito, a nosotros, de entre todas las personas del mundo? […] Nuestro club es el único del que quiero seguir siendo socio. No me imagino dejándolo”.

En el fondo, Calypso es una declaración de amor incondicional hacia su propia familia, una familia con sus defectos y sus virtudes, que no encaja en ninguna parte pero se esfuerza por mantenerse unida, cuyos miembros han atravesado ya la barrera de los cincuenta y saben que en cualquier momento caerán “uno tras otro como patos de escayola en una galería de tiro”. Y, sobre todo, una familia que es plenamente consciente de que lo que han vivido –y lo que les resta por vivir– es parte del curso natural de la existencia, una existencia que se presenta incierta, amenazante, pero no por ello menos digna de una conversación de sobremesa en cualquier reunión de los Sedaris: “–Antes, cada vez que pasaba por delante de un espejo, me miraba de arriba abajo– dijo Gretchen, echando una bocanada de humo de un cigarrillo–. Ahora solo lo hago para comprobar que no se me ha caído un pezón al suelo”.

Parte del éxito de Sedaris reside en su “efecto sitcom” (sin ir más lejos, confieso que casi todas mis notas al margen indican “risas”, “aplausos”, “más risas”; ni siquiera me pareció necesario grabarlas porque ya sonaban en mi cabeza), pues en él la broma verbal es tan importante como la broma visual. Sedaris construye escenas tan insólitas que, paradójicamente, durante la lectura se vuelven al mismo tiempo exageradas y verosímiles. La dificultad estriba en distinguir el límite entre verdad e invención, cualidad que quizá heredó de su madre, quien se especializaba en contar a todo el mundo historias delirantes que, reales o no, concluía siempre con una frase lapidaria: “Bien que se han reído”. Por el modo en que relataba la anécdota, la frase que podría haber sido dicha por determinada persona se convertía en la frase que efectivamente había dicho. Así, la suspensión de la incredulidad terminaba envolviendo la historia, apoderándose de ella, dejando la cualidad de verdad en segundo plano: “Nosotros estábamos a su lado sin podernos creer que tuviera tanto morro. ‘¡No pasó así!’ ¿Qué importaba, si el resultado final era tan bueno?”.

Algo parecido sucede con Calypso: a Sedaris le detectan un lipoma, un tumor benigno hecho de células grasas; cuando acude al cirujano para que se lo extraiga, le exige quedárselo para dárselo de comer a una tortuga lagarto que él visita a menudo en Emerald Isle y que tiene un tumor monstruoso en la cabeza. El médico se niega rotundamente: “–No puedo entregarle nada que haya extraído de su cuerpo, va contra la ley –dijo el cirujano. / –Pero es mi tumor –le recordé–. Lo he creado yo”. Una tarde, subido a un escenario en El Paso, Texas, decide contar al público la historia; tras la sesión, una doctora se ofrece a sacarle el tumor, a lo cual David accede. Meses después, al ir a buscar a la playa a la tortuga el Día de Acción de Gracias, descubre que el vínculo especial que él creía sostener con ella no era tal, y que los niños que le daban de comer le llamaban a veces Godzilla, a veces Abuelichu: “Me sentí traicionado, como cuando descubres que tu gato lleva una doble vida y los vecinos le dan de comer y lo llaman de alguna forma ridícula, como por ejemplo Calypso. Y lo peor es que los quiere tanto como a ti. Es decir: nada en absoluto. Te habías inventado vuestra relación de principio a fin”. Esta anécdota es el cráter del libro: después de un turbulento ir y venir con el lipoma, se entera de que la tortuga ha muerto y, “como no tiene caso desperdiciar un buen lipoma”, opta por arrojarlo al mar y dejar que las demás tortugas lo destacen. Si lo pensamos con detenimiento, de lo que David habla, al saberse feliz mientras contempla a las tortugas lagarto, es de la fragilidad de la vida. Del empeño que ponemos en estar bien, por uno mismo y por los demás, y de la plena conciencia de que la muerte acecha y que, bien que mal, habremos de partir unos antes que los otros: “Tampoco es que ahora no veamos ni una cosa buena en nuestros horizontes. No somos pesimistas. Pero cuando llegas al final de la mediana edad y piensas en el futuro, en los próximos diez años, no vas más lejos. Si vas más lejos es más probable que te imagines una cama de hospital que un premio Tony”.

A menudo, su padre le pregunta a David: “¿Por qué eliges quedarte con los malos recuerdos en vez de con los buenos?” A lo que este contesta: “Los malos recuerdos siempre son más fáciles de convertir en buenas historias […] Es mucho más complicado escribir sobre los momentos felices”. En Calypso, David Sedaris logra algo más arduo y más bello: fundirse con el amor y el dolor, con la alegría y la tristeza, y transmutar todas esas sensaciones en un libro desternillante, luminoso y lleno de vida. Su madre, Sharon Sedaris, lo habría resumido mejor: “Bien que se han reído”.

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