Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Tomm Moore y Ross Stewart, Wolfwalkers, Irlanda, 2019.


Encuentro que la mejor ficción para niños, sea cual sea el medio en que se presente, no caduca nunca porque es ella misma catalizadora de infancia. Wolfwalkers cuenta con esa virtud. Al verla, sentí como si sus imágenes escarbaran dentro de mí, buscando debajo de los escombros de la adultez al niño que está dispuesto a la aventura, a internarse en el bosque, a correr sin reservas, a descubrir.

Es 1650 y la ciudad de Kilkenny, Irlanda, ha sido finalmente asegurada por los ingleses. Queda solo un problema por resolver: lobos pueblan el bosque que rodea las murallas de la ciudad, amenazando al ganado, a los pastores y a los campesinos, e infundiendo temor en todos los pueblerinos. Para completar su dominio sobre las tierras, Lord Protector (trasunto de Oliver Cromwell) ha ordenado la erradicación de las feroces bestias y para ello ha mandado traer al cazador Bill Goodfellow. Junto con Bill viene su hija, Robyn, quien sueña con seguir los pasos de su padre y pasa los días practicando su puntería acompañada por su halcón y único amigo, Merlyn. Bill, que en el fondo se siente orgulloso de su espíritu indómito, debe recordarle a Robyn constantemente que, haga lo que haga, nunca debe seguirlo al bosque. Por supuesto, Robyn desobedece.

En su primer escarceo clandestino Robyn se encuentra con Mebh, una niña de abundante y enmarañado pelo rojo escarchado de hojas, con colmillos afilados y una extraña conexión con la manada de lobos. Siguiéndola hasta su guarida, Robyn descubre que Mebh es una “wolfwalker”, una criatura mágica que es humana en la vigilia y lobo mientras duerme. En caso de que estas sorpresas no bastaran, Robyn despertará más tarde encontrando patas en el sitio de sus manos y un hocico y orejas puntiagudas en su reflejo.

Tomm Moore se reúne con su viejo amigo, colaborador y cofundador del estudio Cartoon Saloon, Ross Stewart, para dirigir la última entrega de su tríptico de folclor celta iniciado en 2009 con El secreto del libro de Kells, continuado con La canción del mar en 2014 y coronado ahora con Wolfwalkers, sin duda la mejor del conjunto. También es la más ambiciosa, tanto en el plano técnico como temático, ya que integra muchas de las cuestiones más urgentes del mundo actual: la hostilidad hacia el otro, el autoritarismo y el peligro de ser cómplice por miedo y por inercia, la depredación del medio ambiente y hasta la crítica al mundo patriarcal; aguas de riesgosa profundidad para una película de dibujos que no obstante Wolfwalkers navega con destreza, sin que sus mensajes amenacen con hacerla naufragar y sin que estos emitan ese desagradable tufo a estudios de mercado y juntas de ejecutivos que despiden ahora tantas películas de grandes estudios buscando apelar a los valores de moda para engordar la taquilla.

Lo curioso es que de entre las tres películas que componen la trilogía irlandesa de Moore, Wolfwalkers es la menos original. El secreto del libro de Kells cuenta la historia de un niño creciendo entre un grupo de iluministas ocupados en ilustrar el legendario libro de evangelios en una abadía del siglo VIII amenazada por vikingos. La canción del mar es un retrato honesto del duelo familiar desde el punto de vista de un niño, contado a través de un denso tejido mitológico de criaturas del mar, brujas y hadas. Al lado de sus predecesoras, Wolfwalkers se siente como un territorio varias veces recorrido y efectivamente no tardarán en acudir a la mente varios precedentes, La Princesa Mononke y Cómo entrenar a tu dragón son los más obvios.

Mas no hay que olvidar que la calidad de una historia no depende de su novedad, sino de qué tan bien contada está. En el guion de Wolfwalkers, escrito por Will Collins a partir de una idea de Tomm Moore, la estructura tradicional es una fortaleza. Su desarrollo cronológico, sin digresiones, funciona como un eje firme donde pueden engarzarse seguramente y de manera orgánica las muchas ideas que explora.

Además, en su aparente sencillez, el guion esconde decisiones muy interesantes. Por ejemplo, el hacer de nuestra protagonista y su padre una familia inglesa. Cuando Robyn es hostigada por los niños del pueblo y trata de ganarse su respeto presumiendo que es hija del cazador en jefe elegido por Lord Protector, uno de ellos responde: “Lord Protector puso a mi padre en una celda”. Robyn es identificada como parte del grupo opresor, pero a la vez, en Kilkenny, ella y su padre son los otros. Esta singular dinámica retrata el reflujo de odio que se crea cuando dos culturas chocan movidas por fuerzas e intereses superiores. Ante el rechazo de sus pares Robyn busca refugio en el mundo de aventuras de su padre, pero se da cuenta rápidamente de que ese camino también le está vedado por ser mujer. “Estas son tus herramientas ahora”, le dice Bill señalando el balde y la escoba, “no la ballesta”. No es de extrañar entonces que el convertirse en una “wolfwalker” no sea tratado en ningún punto como una maldición de la que Robyn deba librarse (como sucede en otras películas animadas que involucran una transformación similar, como Tierra de osos o Valiente) sino como un don que recibe y que la ayuda a encontrar un sitio: junto a los lobos que representan la alteridad que se resiste a igualarse, lo salvaje que no puede ser domesticado.

La crítica no se ha cansado de elogiar el estilo visual de la película y con razón. Hecho totalmente a mano, el arte de Wolfwalkers merece exhibirse en un museo (y de hecho lo está, en la galería Butler de Kilkenny). Pero la animación no es solamente bella, también es significante. El equipo de Cartoon Saloon ha planeado y ejecutado cada trazo con un propósito comunicativo en mente. Kilkenny, que es una prisión para Robyn, está formada por líneas gruesas y rectas, lo mismo que sus habitantes (cuyo diseño está inspirado en panfletos racistas que los ingleses distribuían para mostrar cuán grotescos eran los incivilizados irlandeses); la paleta de colores es anodina, deprimente, y la perspectiva está casi ausente, dándole todo un aspecto de retablo prerrenacentista. Cuando vista desde lejos, Kilkenny entera se presenta como una gran masa aplastada y cuadrada, sin relieve, como un mapa medieval. En contraste, el bosque es todo curvas, espirales, círculos; líneas que no se cierran y colores vibrantes que se funden unos con otros. Mebh y su madre, Moll, también están construidas, literalmente de pies a cabeza, con estos motivos, y ellas y sus lobos son tan libres, tan salvajes, que los animadores han dejado los trazos guía de los borradores en varias oportunidades.

El arco de Robyn también está ilustrado así. Al comenzar la película sus contornos son más gruesos y la capucha que lleva tiene los ángulos rígidos y amenazadores de una flecha, pero al internarse en el bosque y conocer a Mebh poco a poco sus líneas se suavizan, su capucha recede y su cabello se desarregla hasta quedar suelto.

Asimismo, Moore y Stewart sabían que sería crucial que Robyn literalmente viera el mundo de otra manera tras su metamorfosis y que nosotros teníamos que verlo con ella. Investigaron cómo perciben el mundo los cánidos: una gama de colores muy limitada, un olfato muy agudo, un oído muy superior al humano, y llevaron conceptos al animador experimental Evan McNamara quien se encargó de diseñar espacios tridimensionales de realidad virtual que luego el equipo de Cartoon Saloon recreó a mano con esmero, cuadro por cuadro. El resultado es asombroso: viajes en primera persona por el bosque que simulan planos secuencia en un ambiente nocturno donde los únicos colores que existen son rastros de aromas y ondas de sonido. Con la wolfvision, como ha sido bautizada, Wolfwalkers captura la experiencia y no solo la anécdota de ponerse en el sitio del otro.

Con todo, sin importar cuán grandiosa sea la animación, Moore, Stewart y Will Collins, el guionista, saben que todo filme vive o muere por sus personajes y que dotar de vida a un personaje es en buena medida un trabajo que se halla fuera del diálogo. Me viene a la mente una ocasión en particular en que Robyn peina a Mebh y le pone una flor en el cabello, prometiéndole ayudarla a encontrar a su madre. Es esa acción de peinarla mientras la escucha, un gesto de cariño tan cotidiano entre mujeres, lo que revela cuán estrecho es el lazo entre estas dos niñas que están totalmente solas.

La misma atención al detalle se le dedica a los otros protagonistas. Veamos a Lord Protector cuya presencia imponente se cierne sobre toda la cinta a pesar de sumar poquísimos minutos en pantalla. Hay en él una dignidad que lo hace más temible. No es un cobarde, ni un sádico, ni un monstruo sediento de poder o dinero; es un hombre con una misión encomendada por Dios, y Williams hace gala de su sofisticación como guionista cuando un apesadumbrado Lord Protector pide guía al Señor, “Lord” en inglés, de forma que su oración es ambigua: quizá, sin él saberlo, Lord Protector se habla a sí mismo y así justifica su intransigencia y su crueldad.

O dirijamos nuestra atención a Bill Goodfellow (cosa que imagino todos los padres en la audiencia harán), a su cansancio al llegar a casa, a su frustración porque los lobos no caen en sus trampas, a su impotencia ante Lord Protector, a su miedo infinito de perder a su hija. Todas estas cosas suceden –como suele pasar en la vida– más allá de lo que Robyn puede percibir o entender y se comunican en semblantes, posturas, tonos de voz. Este cuidado es lo que otorga a la película su potencia emocional.

Una escena en particular muestra lo que quiero decir: Bill tiene a Robyn abrazada fuertemente, impidiéndole ir con Mebh y los otros lobos. Robyn forcejea, trata de irse, pero Bill no la suelta, exclama: “Robyn, ¿por qué?, no entiendo” y le ruega que se quede. Entonces el espíritu de Robyn se separa, transformándose en lobo. Se detiene a mirar a su padre con tristeza y luego se aleja mientras Bill se aferra a un cuerpo vacío. Es una escena simbólica de emancipación muy efectiva que funciona porque hay profundidad debajo de estos dibujos bidimensionales.

Ponerse a diseccionar una película infantil de esta manera será tal vez una forma de sofocar su encanto. Me arriesgo a cometer ese crimen porque creo que la todavía joven carrera de Moore merece este tipo de atención. Al ver su trilogía celta uno puede identificar todos los rasgos de un auténtico creador. Más allá de la calidad hay motivos visuales que se repiten, obsesiones que se exploran desde distintos ángulos, una ambición muy enfocada que crece y se impone nuevos retos.

En un tiempo en que el logro más celebrado del medio suele ser el realismo alcanzado por el CGI, Cartoon Saloon, este pequeño estudio ubicado en la actual Kilkenny, se une a un puñado de raros liderados por Ghibli que buscan mantener viva la animación en 2D. Su trabajo nos recuerda que la animación puede ser un arte más que solo un entretenimiento y que los niños también tienen derecho a películas que respeten su intelecto y capacidad emocional.

Al buscar inspiración para Wolfwalkers, Tomm Moore y Ross Stewart estudiaron The Thief and the Cobbler, la obra maestra del legendario Richard Williams, gran defensor del dibujo a mano. Williams una vez dijo: “Quiero hacer que la animación madure. No tiene que ser siempre Mickey Mouse, movimientos acelerados y comedia física. La animación debería ser capaz de tener un contenido serio. Debería poder moverse lentamente y con dignidad. Y puede ser hermosa y lírica”. Moore, Stewart y la gente de Cartoon Saloon han probado consistentemente que el deseo de Williams no murió con él.

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