Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Series


Damon Lindelof, Watchmen, Estados Unidos, 2019.


Con la intención de retomar el legado de la novela gráfica que elevó el medio de los cómics a arte, el Watchmen de Damon Lindelof (Lost, The Leftovers) regresa al mundo paralelo donde Estados Unidos venció a Vietnam y la Guerra Fría terminó gracias a la catastrófica incursión de un cadáver alienígena en Nueva York, para explorar las tensiones raciales estadounidenses, las secuelas del trauma generacional, la honda injusticia del colonialismo y el problema del libre albedrío. Watchmen es una historia americana: partiendo del mito moderno del superhéroe y la adoración por figuras como Batman o Superman, el cómic original fue vehículo para que sus autores, Alan Moore y Dave Gibbons, cuestionaran la distribución del poder simbólico y militar en Estados Unidos, ejemplificado por la policía y la figura fascistoide de los héroes.

Watchmen, mezcla de ciencia ficción y thriller policíaco, nos presenta un colorido ensamble de personajes con quienes recorremos los temas en los que profundiza la obra. La trama se enfoca en un personaje distinto en cada capítulo, saliendo de los momentos más íntimos de algún héroe para adentrarse en las preocupaciones del villano. La cámara flota al espacio o al interior de un cerebro humano, siempre descubriendo más, siempre recordándonos que puede haber algo oculto, ya sea por la perspectiva limitada del observador o por una sombría conspiración.

“¿Quién vigila a los vigilantes?” es la vieja pregunta que asedia y arremete contra las instituciones americanas en el Watchmen original, con una condena implícita: nadie merece tanto poder. Quizás nadie merece poder. La esperanza de Lindelof, por otro lado, deja sin filo a su crítica. Al traer una visión más optimista al tremendo mundo de Watchmen, algo no termina de cuajar, algo se siente extraño en esta realidad paralela, quizás demasiado buena para ser verdad. Un apocalipsis sin cadáveres, un Dios atento y personal, justicia inmediata y catártica: ¿se está engañando Lindelof con la pantalla de televisión?

La mentira de las representaciones cinematográficas y televisivas es un tema recurrente en el Watchmen de Lindelof, y nos lleva de la mano al primer gran asunto de la serie: las tensiones raciales en Estados Unidos. Comenzando con referencias al verdadero Sheriff de Arkansas y Oklahoma Bass Reeves, inspiración del Llanero Solitario –estandarte en sí mismo de la figura del justiciero enmascarado–, la primera escena de la serie nos sitúa en un extraño espejo de aquel filme repudiado y a la vez admirado, The Birth of a Nation (Griffith, 1915).

La obsesión del pueblo americano por la justicia y el castigo se muestra en un corto de cine mudo, donde Bass Reeves recita la máxima: “Confía en la ley”. Es 1921, y el Bass Reeves del celuloide se incendia con dinamita del Ku Klux Klan mientras el pequeño Will escapa de la masacre de Tulsa –en la cual pobladores blancos de Oklahoma se organizaron para aniquilar a una de las comunidades negras más adineradas del país– como el Kal-El de un pequeño Kriptón, dejando atrás su mundo bajo la escalofriante banda sonora de Trent Reznor. El lema de este Bass Reeves de la pantalla, “Trust in the law”, se pudrirá en la mente del joven Will conforme experimenta la realidad de Estados Unidos.

Watchmen aborda el tema de la raza en su trama principal y varios de los giros de tuerca tan utilizados por Lindelof; Angela Abar, la policía afroamericana nacida en Vietnam que protagoniza la historia (interpretada con genial energía por Regina King), es la nieta de Will Reeves. En este mundo paralelo, un gobierno liberal de treinta años ha pagado compensaciones a los afroamericanos por sus traumas generacionales, dando origen a comunidades acomodadas de estos viviendo en los suburbios y al trailer trash blanco en el sucio Nixonville.

La trama se desata con una inversión de la situación que tantos videos amateur nos han enseñado a temer: esta vez un hombre blanco tiene que cuidarse de la “inspección de rutina” de un policía negro. El policía lleva una máscara para cubrir su identidad (algo distópico para Estados Unidos, cotidiano para México) y, mientras pide permiso a sus superiores para usar su arma, es rafagueado por el hombre blanco, quien porta una máscara del antihéroe de moral maniquea que protagonizó el Watchmen de Moore y Gibbons, Rorschach. El ataque desata viejos conflictos entre los supremacistas blancos y la policía que resultan en la muerte del jefe de policía Judd Crawford, un descendiente del Ku Klux Klan que engañó a Angela por años con una máscara de bondad y empatía hacia ella.

Los subgrupos del KKK conocidos como Cyclops (un grupo de élite dentro del Klan) y su brazo armado de true believers marginados, la Seventh Kavalry (o 7K), se enfrentan a la policía de Tulsa. En este mundo alterno y extraño, la policía (salvo por el finado Crawford) no apoya a los supremacistas blancos en sus metas. La 7K es liderada en secreto por un político racista con delirios de grandeza que, harto de ver el (mínimo) avance de la justicia social en su país, quiere retomar el poder para los blancos. En un momento de la serie, Crawford pregunta a la fuerza policíaca: ¿Quis custodiet ipsos custodies? Y los policías, sin pensar en ironías, contestan: “Nosotros nos vigilamos”. Una frase esperanzadora si no la dijeran los policías del cuento.

Angela Abar es nuestro vínculo entre la raza y otro tema de la serie: el colonialismo de Estados Unidos, cuyo icono es el súper poderoso Dr. Manhattan, metáfora del dominio militar americano. Obteniendo sus habilidades de un accidente durante el proyecto Manhattan, el único “héroe” con superpoderes de este mundo, Dr. M, ganó la guerra de Vietnam en una semana, le trajo grandes avances tecnológicos al mundo y se distanció de la vida en la Tierra –cada vez más insignificante desde su perspectiva–. No fue hasta que su entonces novia Laurie le habló de la azarosa belleza de la vida que Manhattan pensó dos veces en los peligros de la Guerra Fría, lo suficiente como para apoyar implícitamente un terrible crimen de guerra en nombre de la humanidad.

Abar perdió a sus padres militares a manos de rebeldes vietnamitas y desarrolló una ira comparable a la de su abuelo Will Reeves. El Saigón que vemos tiene una obsesión por su libertador/verdugo, con festivales del Dr. M incluyendo títeres, máscaras y turistas embriagándose para celebrar su victoria cada año. Ahí conoce Abar a la personificación del poder absoluto, el ícono del imperio americano y el amor de su vida.

Lady Trieu, trillonaria industrialista de sonrisa fácil e intenciones misteriosas, alardea casualmente de su genio y avances en genética e ingeniería, y tiene en su haber pastillas que almacenan memorias. Su hija Bian, sonriente como Trieu, es en verdad un clon de la madre de esta, y cada noche revive sus propias experiencias con píldoras, volviendo a ser una niña aterrorizada en la guerra de Vietnam bajo la lluvia de fuego de Dr. Manhattan.

Angela y Bian reviven a la fuerza los traumas de su gente, cosa que sucede con migrantes y minorías a diario en Estados Unidos y el mundo. El terror cíclico del trauma persigue también a Wade Tillman, una de las millones de víctimas de la catástrofe de Nueva York en el ’85, cuando la repentina caída de un cadáver alienígena resultó en la muerte de tres millones de personas y el daño psicológico (o, se dice en el Watchmen de Moore y Gibbons, psíquico) de millones más. El estrés post-traumático de Wade lo define, pues es incapaz de confiar en los demás y usa como máscara un material protector que nos recuerda a los gorros de aluminio de tantos conspiracionistas paranoicos.

El trauma y las máscaras van de la mano, como aprendemos de Wade y Angela, y las hazañas de héroes y villanos tienen consecuencias profundas para las personas comunes. Wade está obsesionado con el ’85, incapaz de entablar vínculos estables. Cuando se entera de que el superhéroe y magnate Adrian Veidt está detrás de aquel atentado, el norte de Wade colapsa: “¿Queda algo que sea verdad?”, se pregunta, desesperanzado.

Adrian Veidt (un exuberante y teatral Jeremy Irons) pasa la mayoría de su tiempo en pantalla emulando el viaje de un héroe tratando de escapar de una prisión. Veidt, Trieu, Keene y su 7K, Cyclops, incluso lo que alguna vez fue Dr. Manhattan y en menor grado la policía y los detectives protagonistas, todos tienen cosas que decirnos sobre el manejo del poder. Veidt, al fin, es quien mata a media Nueva York para evitar el apocalipsis nuclear, según él, uniendo a los gobiernos del mundo en contra de un terror desconocido. Cuando lo vemos en la serie, es el amo de un castillo surrealista, acompañado de sirvientes clonados. El poder absoluto de Veidt sobre sus sirvientes parece resquebrajarse poco a poco, y uno de ellos, enmascarado, lo encarcela para evitar que salga de su paradisíaca prisión. Veidt mata a sus sirvientes y usa sus cadáveres para enviar un mensaje a su hija, Lady Trieu, y pedir rescate: trillonarios salvando a billonarios de prisión.

Nos enteramos al fin que el encierro de Veidt fue una mascarada. Había pedido al dios creador primerizo, Dr. Manhattan, un lugar donde pudiera jugar el rol de Mesías que no pudo vivir en la Tierra (por evitar un juicio por crímenes de lesa humanidad, seguramente). Su control total sobre sus circunstancias, resulta en el sufrimiento de cientos de sirvientes creados por Dr. M. para ser seres de amor infinito. Cuando Veidt regresa a la Tierra, está viejo y perdido, y ha pasado por un juicio escrito por él mismo en el cual se hace responsable de todas las muertes que causó. ¿Corroyó la culpa la salud mental de Veidt? ¿Alguna vez estuvo cuerdo?

Cyclops figura con mayor prominencia en el flashback de Will Reeves, visto a través de los ojos de Angela en su sobredosis de Nostalgia. En este episodio, tirado en blanco y negro con largos planos secuencia al estilo Birdman (Iñárritu, 2014), el joven cadete Will se topa con esta secta racista infiltrada en la policía, sufriendo una falsa ejecución a manos de sus colegas. Con la capucha y la horca rota aún a la mano, Will encuentra a un par de criminales asaltando a una pareja rumbo a su casa y ya no es capaz de esconder la ira que carga desde pequeño: es el nacimiento de Hooded Justice, el primer héroe del mundo de Watchmen, y miembro de la primera liga justiciera, los Minutemen.

Mediante las píldoras, Angela revive la memoria de Will Reeves, un hombre complejo que se enmascara y maquilla para hacerse pasar por un hombre blanco y hacer justicia fuera del ámbito policiaco; que engaña a su mujer, pero lucha por mantener a salvo a su familia; que, como ella, se deja llevar por su furia. Es un hombre que resignifica su trauma en la identidad del verdugo, pero pierde su raza. Angela atestigua vistazos regados de la masacre de Tulsa, en colores que atrapan su atención entre tanto blanco y negro, gritándole: “es más real el dolor que tus concepciones del bien y el mal. Está más vivo tu trauma que la gente que tienes hoy a tu lado”. Cuando Angela despierta, ha vivido ya dos vidas: una presenciando injusticias colonialistas y otra viviendo el racismo inmanente a los Estados Unidos.

Laurie Blake, hija de dos Minutemen y ex-pareja de Dr. Manhattan y el héroe ahora preso Nite Owl, fue detenida por el FBI por querer ser justiciera; la encontramos cínica y sarcástica, detective en vez de vigilante, líder de un equipo que investiga el asesinato de Judd Crawford entre los curiosos y endémicos detectives de Oklahoma. Blake está atrapada en la 7K como lo estuvo en el FBI y en su rol de joven heredera de dos superhéroes, o en su relación con un dios. La 7K es un peón del senador Joe Keene, a su vez conejillo de indias de Lady Trieu, atrapada ella misma en su obsesión por el legado de su padre, Adrian Veidt. Veidt, por supuesto, estuvo recluido ocho años en una luna remota por su necesidad de ser adorado, o al menos reconocido.

Angela, Will y Wade, como ya se ha dicho, son presas de sus traumas y de sistemas injustos. Se pueden hacer apuestas para ver quién de ellos deja de ocultarse bajo una máscara y logra liberarse de verdad. Pero todos estos ciclos viciosos, todas estas prisiones, son opacadas por el ejemplo más trágico e incómodo para cualquier ser humano con una o dos crisis existenciales bajo el brazo: el Dr. Manhattan, el dios títere.

Alcanzar a Dr. Manhattan en las alturas conceptuales de su luna de Júpiter le saca doble filo al Watchmen de Lindelof. Por un lado, las preguntas universales –o bien, metafísicas– del libre albedrío, el amor y la muerte, y la naturaleza del tiempo, pueden verse como la expresión más pura de preguntas más mundanas –es decir, políticas– como las de la naturaleza del poder, las tensiones raciales y las injusticias sistémicas; por otro lado, la construcción barroca y la inspiración del cómic de Watchmen justamente sirven para explorar estas cuestiones políticas a detalle y hasta sus últimas consecuencias.

Ya en el Watchmen de Moore y Gibbons había comentado Manhattan que todos son títeres, pero solo él puede ver las cuerdas: Jon se refiere a su concepción del tiempo, única entre los seres vivos. Él vive todos los momentos de su vida a la vez, salvo aquellos donde se encuentra rodeado de taquiones, partículas más rápidas que la velocidad de la luz. La gente que lo conoce cree que puede ver el futuro y en ocasiones le piden que lo cambie, pero él ya lo ha vivido; en el momento en que el Dr. Manhattan nació como tal, ya había muerto, y no puede cambiar su futuro como nosotros no podemos cambiar nuestro pasado.

Dr. M, años después de guardar el secreto de Veidt y abandonar la tierra para crear vida en la luna Europa, vuelve a Saigón para conocer a la mujer con la que ya ha pasado diez años en el futuro: Angela. Se enamora de ella poco a poco (para él, un eterno ahora), y ella de él en uno de sus últimos momentos juntos, al negarse a abandonarlo como lo hubieran abandonado las demás mujeres de su vida. Claro, esa acción de Angela tiene un efecto retroactivo.

El Manhattan que vemos en el primer Watchmen ha perdido el interés por la vida en la Tierra, mientras que la faceta de Manhattan que vemos en el Watchmen de Lindelof es redimible, a raíz de su experimento de creación en Europa. Aburrido de sus creaciones de amor infinito, el dios regresa a la Tierra y se encarna en el cuerpo de un hombre afroamericano –adormeciendo su memoria y poderes– para pasar diez años con Angela, consciente de que su muerte vendrá después.

Dr. M, la persona con más poderes para ser un héroe, está convencido de ser incapaz de tomar decisiones, hasta que (o más bien, excepto cuando) se encuentra con gente como Will Reeves y Angela Abar. Con Will Reeves planea terminar su vida salvando a sus seres queridos, dándole a Veidt otra oportunidad de sacrificar a los pocos por los muchos (aunque uno se pregunta si, con todo su genio, Veidt no podría buscar otras soluciones) y a Laurie y a Wade, un espacio para buscar la justicia.

Tomando conceptos cristianos en este Nuevo Testamento que responde al Antiguo Testamento de plagas y destrucción que fue el Watchmen original, Lindelof redime a Dr. Manhattan con su sacrificio, y la muerte de este dios encarnado trae milagros: Trieu mata a los miembros de Cyclops fácilmente, Veidt aniquila a Trieu sin problema, y Blake y Wade arrestan a Veidt, el genio súper-atleta, con un solo golpe bien dado.

Manhattan muere recordándole a Angela que está en todos los momentos que pasó con ella, atrapado en el mejor ciclo posible, el eterno retorno de su amor vivido. Al día siguiente, Angela recuerda que su difunto esposo podía heredar sus poderes a través de materia orgánica. Angela encuentra un solitario huevo, lo come, y como Cristo, pone un pie en el agua

Uno puede analizar el perfil de la Angela que conocimos: iracunda con justificación, sin respeto por un protocolo legal en un sistema corrupto, policía que tortura a sus sospechosos aunque siempre tiene razón, y preguntarse si esa persona merece el poder de un dios. Sin embargo, Angela tiene ahora las experiencias de Will, y este hombre centenario ha llegado a una conclusión: las máscaras no permiten a la gente sanar. “Las heridas necesitan aire”, le dice Will. La Angela que comería el huevo ya habría sanado. Sin embargo, la Angela que come el huevo heredará por fuerza la concepción del tiempo de Manhattan, una experiencia que la convertirá también en títere.

Cargando el aparato que antaño adormeció los poderes de Manhattan, quizás como plan de escape, Angela emprende en un segundo el camino mesiánico de Trieu, que en el caso de esta última significó una hybris fatal. Pero Angela, quien ya vivió dos vidas, ¿merece este poder? ¿Merece este castigo? ¿Hay acaso alguien que lo merezca? Y la pregunta original, “¿Quién vigila a nuestros vigilantes?” tiene como respuesta, en el final de Lindelof, “ellos mismos”.

Lindelof abandona las preguntas de su contexto político por metáforas muy ambiciosas para sus personajes, y, a diferencia de la obra de Moore y Gibbons, no hay un retorno explosivo a las cuestiones que las harían encajar como la maquinaria de un reloj. Lo que hay es una resolución emocional con alusiones religiosas, parecida a la del controversial final de Lost, donde se abandona la explicación de un misterio central por acompañar los viajes emocionales de sus protagonistas hacia el otro mundo. Moore y Gibbons parecieran responder “¿Quién merece tanto poder?” con un rotundo “nadie”, mientras que Lindelof contesta “Tal vez le toque a las minorías”, o, si le damos más crédito, “Tú, si te atreves a entender tu pasado”. Hay algo interesante en esa segunda respuesta, pero es tan distante de la realidad a la que alude Watchmen como el Dr. Manhattan de los asuntos terrestres.

Tomando en cuenta el material que adaptó, el atroz momento que vive Estados Unidos con la polarización de sus ciudadanos y el derrumbe de su imperio, y las preguntas que levantó al inicio de la serie, Will Reeves podría hablar del dios-autor Lindelof como habló del Dr. M. al animar a Angela a heredar el poder: “Fue un buen hombre. Pero pudo haber hecho más”.

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