Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Marilyn Solaya, Vestido de novia, Cuba, 2014.


De inicio Vestido de novia podría ser una historia nimia acerca de la vida gris de una pareja en el Trópico socialista; ella, asistente de enfermería y él, ingeniero jefe de una Brigada Constructora. Nada extraordinario, si pensamos en el estatus rutinario de una ideología con todos sus apéndices doctrinarios bifurcados, como se alcanza a vislumbrar en la Brigada uniformada de playeras con lemas de propaganda revolucionaria. Empero, Vestido de novia se transforma radicalmente luego de revelarse un secreto, para convertir la trama en una bola de nieve donde ambos personajes son objeto de una violencia estructural. Esta revelación –inspirada en casos reales de discriminación transfóbica–, desata una tensión en cuyo epicentro se ubica un sistema intolerante. Sin decirlo el filme se inscribe en el Periodo Especial de Cuba que comprende el colapso de la Unión Soviética y el recrudecimiento del embargo de Estados Unidos a la isla. Y, también sin citarlo expresamente, el filme alude a la crisis de los balseros de 1994; de hecho, se ubica en esa fecha donde el éxodo se da tres años después de la caída del Muro de Berlín.

Vestido de novia fue la película que ganó el Festival de Cine Mundial 2018, celebrado en el Puerto de Veracruz, en la categoría de largometraje de ficción. Es una producción cubana dirigida por la cineasta Marilyn Solaya, y se le otorgó el premio por ser un equilibrado ejercicio cinematográfico que combina el polémico contenido y una forma cinematográfica fluida con dominio actoral y corrección sintáctica.

Como antecedente es importante señalar que Vestido de novia fue la película más votada por el público en el 7º Festival Internacional de Cine Invisible “Film Sozialak” de Bilbao en 2015. Además, se llevó el premio a la Mejor Obra realizada por una Mujer. También fue nominada a los Premios Goya a Mejor Película Hispanoamericana. Y en la tercera emisión del mismo festival de Bilbao, la directora ya había concursado con el documental En el cuerpo equivocado (2010), que inspiró la película de ficción.

El Festival de Veracruz presentó una serie de novedades –un cine xalapeño en interesante embrión–, propuestas experimentales y hasta fílmicas consolidadas como la argentina o la estadounidense; pero Vestido de novia mostró a su vez que, pese a la precaria producción en la que nace, es una película con un discurso redondo que no brota por generación espontánea, sino que le antecede una historia donde el cine cubano se ha enfrentado a limitantes expresivas que en lugar de inhibir el arte y su compromiso social, lo han vuelto más sagaz para sobrevivir y hasta es factible desarrollar un estilo singular.

Los países que padecen un control político rígido sobre manifestaciones artísticas encuentran los modos, sea a través de alegorías o hasta de chistes lacanianos, que den cuenta de la tiranía. Hallamos estas corrosivas insinuaciones en la literatura checa de Milan Kundera o Bohumil Hrabal, en los monstruos fílmicos de Guillermo del Toro para evocar al franquismo, en el cine Serie B de terror de la época del reaganismo o en el humor negro de Europa del Este que ha estudiado Slavoj Žižek. Cuba no es la excepción para plantarse a su Big Brother, y por ello ha desplegado con inteligencia las maneras de decir las cosas en el cine como lo hizo en su tiempo PM (1961) de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, una crónica de La Habana nocturna, el cine sarcástico de Guillén Landrián o tibias pero significativas visibilizaciones de la cultura gay como Fresa y chocolate (1993) de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. No sé si estemos en posibilidades de aglutinar una corriente con productos tan disímbolos como los descritos; sin embargo, Vestido de novia despliega una serie de elementos como para analizar un estilo que enfrenta la censura de un Estado que percibe, en la diversidad sexual, otra de las tantas desviaciones ideológicas de su repertorio.

Definamos en este sentido Vestido de novia como una película que denota, en su cuidadísimo aparato narrativo, el contexto de prohibición en el que se produjo. Eludir el silencio oficial en Cuba no es tarea sencilla, aunque no es lo mismo el veto fundacional a PM a principios de la década de los sesenta o la delirante asechanza al sobrino de Nicolás Guillén, que la apertura ganada en la actualidad para que se difundan películas como la de Solaya, los documentales de Manuel Zayas Café con leche (2003) y Seres extravagantes (2004) o más recientemente El tren de la línea norte (2015) de Marcelo Martin.

Todavía así, ocurre como en el caso en México de Rojo amanecer (1989) de Jorge Fons, son películas que desafían el hermetismo político con sutileza, desde una atmósfera menos frontal, para optar por la intimidad en una suerte de sinécdoque en donde la parte enuncia el todo.

La mirada de soslayo que ofrece Vestido de novia sobre un tema tabú en la esfera pública de un régimen autoritario, refleja el tamaño de esa limitante expresiva que el cine mismo tiene con la cultura gay a diferencia de lo que se presenta en la literatura de aquel país (recordemos tan solo la obra de Reynaldo Arenas, abierto disidente que retó al castrismo que lo hostigó hasta orillarlo al exilio; Reinaldo es el precursor de lo que podría denominarse como realismo sucio tropical, cuyos exponentes más importantes son Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Velázquez Medina).

La consecuencia mayor de esta limitante extrema es el desarrollo de un estilo cinematográfico arrinconado. Se desenvuelve asimismo una especie de estética del subterfugio. La historia misma desde PM, pasando por Conducta impropia (1984) de Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros hasta Café con leche y sobre todo Fresa y chocolate, muestra que este regateo de argumentos obedece a un ambiente paranoico forzado por la represión artística. Existe un temor creativo, hay un impedimento por decir tal cuales son las cosas; por ello no es que se medre por impericia, ni que se prefiera el edulcuramiento de una realidad más tosca.

Sectores más radicales anticastristas, no admiten del todo la contribución de Fresa y chocolate como pionera en la visibilización de la problemática homosexual en la isla. La moderación para tratar ciertos temas, aun así, impugna los motivos del Estado para contener la diferencia y no mostrar en público ningún resquicio de vulnerabilidad del hombre nuevo ya exento de la decadencia burguesa (al exhibicionismo de un Arenas no se le reprocha la mentira, sino que haya ocultado otros pecados todavía más dignos de castigar; para denostar al denunciante, la estrategia es endecharle una acusación mayor para el escarnio social).

Nos parece que esta férrea censura ha traído consigo el estilo oblicuo de parte de los artistas que toman atajos en una especie de elipsis política. El sesgo pudiera interpretarse como una idiosincrasia cinematográfica que refleja un ethos frente al sistema despótico.

Recordemos que el desviacionismo sexual tuvo resonancias funestas para los creadores, como el poeta Heriberto Padilla, que leyó en la Unión de Escritores su famosa Autocrítica para retractarse de sus acciones subversivas en 1971. Aunque Conducta impropia va más allá del axioma poder vs pueblo, pues se habla de una interiorización de ese monstruo de mil cabezas que se convierte en autocensura. El documental no acusa directamente a Fidel Castro, sino denuncia un ambiente de paranoia general que enseña historia y se hace cultura replicándose en el día a día: a los otros Castros que andan sueltos y, lo más grave, al Castro que se lleva dentro.

Desde la aparición de PM la cinematografía cubana registró un tono esquivo. Transcurrió ya más de medio siglo desde la aparición del documental de Jiménez Leal y Cabrera Infante; la pieza fue calificada por Néstor Almendros como un gran acontecimiento del cine experimental; sin embargo, las autoridades no solo la prohibieron sino que también la confiscaron. El Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York exhibió una muestra intitulada Cuban Cinema Under Censorship con una lista de películas censuradas, donde PM está incluida; algunos historiadores piensan que este filme decidió el rumbo de la política cultural del gobierno insular.

Como parte de estos vetos, en la lista también aparecen las mencionadas Conducta impropia, Seres extravagantes y Café con leche; recientemente El tren de la línea norte recibió veto, así como Despertar (2011) de Ricardo Figueredo y Anthony Bubaire, una aproximación a la vida de Raudel Collazo Pedroso, rapero cubano de “Escuadrón Patriota”.

Con este largo historial, Vestido de novia es una cinta que bordea el clima de intolerancia y represión en contra de la comunidad LGTB, evitando cualquier asomo de mártir. Tampoco Solaya busca villano alguno para enjaretarle la responsabilidad de las circunstancias de discriminación que se relatan.

Para concluir, coincidimos plenamente con quienes observan dos propósitos de la cineasta cubana en Vestido de novia. El primero es mantener como telón de fondo un mosaico social, muy sutil en los acentos que no buscan la imputación, y que recorre con sinuoso paso la precariedad con la que se vive en la isla caribeña. Y segundo, es obvio, el pulcro drama sobre el rechazo a la persona transexual basada en un guion ceñido a los tradicionales cánones que dosifican las líneas de interés. Es muy complicado separar dichos temas, pero en una sociedad como la de Cuba, se escurre esta concatenación de manera queda y por ello la crítica funciona como atisbo. No es sencillo el discurso franco cuando todos los caminos llevan al Estado, y a un Estado de control más en la vena ideológica de Althusser que en el concepto de hegemonía de Gramsci.

Por eso habrá que destacar que, dentro de la misma película de Solaya, aparezca como de perfil la referencia al estreno de la paradigmática cinta Fresa y chocolate, que causó furor en Cuba a pesar de un contenido que destapa de forma blanda la cultura gay. La alusión al filme codirigido por Gutiérrez Alea y Tabío incide sin mayores explicaciones, pero basta para interpretarla como una declaración de principios de Vestido de novia. La referencia no implica chantaje, así como tampoco es una conexión directa. Ello le permite a Marilyn jamás abusar de la retórica política.

Y aunque es cierto que la pulsión contenida de Solaya contrasta frente a otras manifestaciones artísticas, como la literatura, en donde el descarado exhibicionismo por sí solo es una denuncia social, la claridad narrativa de la película basta para cumplir su doble cometido. Comprueba entonces los matices que distinguirían a la libertad literaria de las licencias fílmicas. La permisividad es notoria en el contraste de ambos ámbitos: el público de los cines recibe, por lo regular, cualquier discurso disruptivo ya con filtros, lo cual no ofende su estética aséptica, normada por criterios depilados de fealdad. Pero la sensación que resta después de mirar Vestido de novia, es que en muchas ocasiones la provocación puede quedarse en fuegos artificiales; mientras que, una historia de amor ordinaria cual vil cajita china, es lo suficientemente sólida y subversiva como para sensibilizar a ese fóbico que llevamos dentro sin importar a qué régimen político se mente.

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