Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sara Mesa, Un amor, Anagrama, Barcelona, 2020, 192 pp.


Es complicado leer Un amor en otra clave que no sea la de género. Pero ojo: la última novela de la española Sara Mesa no es por suerte un panfleto feminista ni mucho menos una reivindicación de las mujeres vulneradas, a menudo revictimizadas no solo en la literatura. El desafío que propone la autora se aleja por completo de las malas lecturas: Mesa escribe al margen de las moralizaciones. Por esta razón, aunque Natalia (en adelante Nat, protagonista de esta historia) viva el asedio no solo por parte de sus pares masculinos, sino de todo un pueblo que parece que se ha confabulado para deshacerse de ella, el relato está dispuesto de tal manera que su paranoia, lejos de lograr un efecto simpatizador, causa justo lo contrario: desquicia al lector que termina enloqueciendo con ella, odiando el modo en que fabrica sus intrigas. De allí mi confesión inicial: no justificar sino exhibir –y profundizar en– las contradicciones de una mujer inestable, es un acto transgresor en nuestros tiempos, una forma de contar la experiencia femenina sin caer en la trampa de los manidos discursos alrededor del tema.

Dentro de su universo narrativo, Mesa se ha encargado de crear espacios asfixiantes que orillan a sus personajes a sacar lo peor de sí mismos. En Un amor (además de las consabidas influencias de Desgracia de J. M. Coetzee y de Dogville de Lars Von Trier, las cuales alguien más ya sugirió) se advierte también la mano de Kafka, de quien la autora es relectora confesa y del que abreva Silencio administrativo (2019), otra obra suya que acusa a la burocracia como principal obstáculo y a la especulación inmobiliaria como responsable de dejar en la calle a decenas de ciudadanos españoles famosa y despectivamente llamados “sintecho”. En esta historia el espacio juega el papel de antagonista, y en Un amor La Escapa no es la excepción. Se trata de un caserío donde vive un puñado de vecinos a quienes los une, al parecer, la presencia de una forastera que hasta antes de llegar buscaba allí un refugio de su vida pasada.

Entre los pobladores de La Escapa se encuentra el casero, un sujeto desagradable y agresivo que le renta a Nat la pocilga que ella intenta volver habitable; Píter, un hombre amable aunque mandón; un perro de nombre Sieso, desconfiado y peligroso; una familia de gitanos y otra de citadinos; un matrimonio de ancianos cuya senilidad los aparta del resto, y finalmente Andreas, con quien Nat sostiene al inicio una relación estrictamente sexual, aunque pasional y tormentosa conforme avanzan las caricias.

Contra todo pronóstico, la convivencia en La Escapa no sucede bajo la promesa de la buena vecindad, tal como la protagonista esperaba que ocurriera en un pueblo alejado de la urbe de donde ella proviene. Sin embargo, gracias a estos desencuentros sabemos que Nat es traductora y que al momento de llegar a La Escapa, trabaja sin mucho ánimo en una novela escrita originalmente en francés. Aunque los rasgos de la autora del libro poco importan –diríase incluso que parecen una ocurrencia por parte de Mesa–, la traducción deviene en una fuente inagotable de equívocos y malas interpretaciones debido al tono especulativo que Nat asume a lo largo de la novela y el cual, no obstante, funciona como arma de doble filo. Por un lado, permite que el lector siga el curso de la historia –acaso contra su propio deseo de abandonar el libro– por la buena gestión del suspenso. Por otro, gracias a dicho impulso, sabemos más sobre la forma en que la protagonista urde su paranoia. No por nada es traductora, aunque por lo visto menos de profesión que por reflejo. Tal vez podríamos definir aquí la traducción, al menos en lo que respecta a la experiencia de la protagonista, como el acto de ocupar por un momento la singularidad del otro –sin abandonar del todo nuestro estatus de foráneos– para intuir sus pensamientos y entender sus decisiones (o siquiera intentarlo).

Durante la traducción del libro con el que trabaja, pese a que el texto no le exija un vocabulario abundante, Nat debe ir más allá de las palabras para profundizar en los actos de cada personaje. “En función de la que escoja, deberá orientar el resto del párrafo. Optar por una traducción literal, sin entender el auténtico espíritu de la frase, sería como hacer trampas”. En esta búsqueda de sentido se reencuentra con una vieja acepción del amor: la de la transgresión. La experiencia femenina impregna las razones detrás de la escritura de Sara Mesa. Su obra la protagonizan tanto niñas y adolescentes (Casi de Cara de pan), como mujeres jóvenes (Celia de Cuatro por cuatro) o cercanas a la adultez (Sonia de Cicatriz), quienes viven sus propias batallas internas a las que el lector acude como testigo infiltrado. En estas historias no hay mujeres pudorosas sino abiertamente vulnerables que luchan contra ese interior caótico y voluptuoso, inseparable de la compleja convivencia diaria.

Si hay algo a destacar, además de lo que se ha dicho hasta ahora, es que en Un amor, Sara Mesa se limita únicamente a narrar, esto es, contar la historia de una chica de poco más de treinta años que huye de su lugar de origen, en su afán por reencontrarse consigo misma. Saber sortear las exigencias de lo políticamente correcto –narrar sin emitir opiniones– es parte del arrojo no solo de su obra sino de la literatura en general. Otra que escribe sin pelos en la lengua es la narradora argentina Ariana Harwicz, una influencia presumible en la novela de Mesa que también reniega de los corsés ideológicos que gravitan en torno a la literatura escrita por mujeres. Matate, amor (2012) se traspapela en Un amor –como si de su alma gemela se tratara– no solo por el uso común (e irónico) del sustantivo en sendos títulos. En ambos relatos persiste una búsqueda temeraria por el bienestar personal, emprendida por mujeres que llegan al límite en medio de atmósferas similares, ya sea un campo estéril o lo agreste del bosque. Las diversas lecturas que genere Un amor deberían prescindir de adjetivos a la hora de referir las relaciones humanas más hondas, tal como inteligentemente lo hizo Mesa con la expresión que da nombre a este libro. Por mi parte, me quedo con la sensación de que no solo uno sino cualquier amor consiste, pues, en las simples, llanas y a menudo intensas relaciones afectivas, sobre todo en la manera en que traducimos (sus palabras, sus acciones) al otro.

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