Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Tsai Ming-liang, Tsai Ming-liang: Cuerpos entregados. Retrospectiva (FICUNAM, 2021): Adiós, Dragon Inn, Taiwan, 2003.


La reciente retrospectiva que dedicó el Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM) a Tsai Ming-liang, director de Malasia, es una excelente ocasión para reflexionar sobre el concepto de cine de autor, sus alcances y aportaciones estéticas en medio de una vorágine de contenidos audiovisuales ya fundidos entre plataformas streaming y el consumo de dispositivos de variopinto tamaño que vulgarizan la calidad fílmica y anulan uno de los ritos de socialización más importantes del siglo pasado. En dicha retrospectiva destacamos Adiós, Dragon Inn (2003), filme que aborda la decadencia de las grandes salas de cine y su cruel relevo por recintos ultra tecnificados de la globalización que ignora a públicos populares para convertirlos en espacios de espectáculo que prometen emociones, adrenalina para élites a su vez segmentadas en edades.

Y lo hace Tsai, inmutable, sereno; es moralista en el fondo, porque se queja de la muerte del pasado, pero no ejerce el chantaje, su nostalgia prefiere la introspección: el encuentro solitario en la opacidad de la sala sin perder el estilo que es huella de su filmografía. Un cine contemplativo que no ahorra tiempo sino, al contrario, pacientemente se instala en el ángulo que, considera, brotará el sentimiento mediante la exploración que parece duermevela al estar las cosas y las personas ubicadas en una situación tensa, jamás evidente, donde la lógica no se acomoda con unos asistentes enajenados ante las proezas de artes marciales que se replican en la pantalla viendo uno de los clásicos del género wuxia. Es un cine obsesivo, circular, que retorna una y otra vez a lo que sabe, controla y avista; eso filma, y lo hace siempre en búsqueda de sitios que sean ruinas, significantes que evoquen abandono y vacío, como en Perros callejeros (2013) y con Adiós, Dragon Inn, la historia del viejo teatro Fu-Ho, ya sustituido en el centro de la ciudad, en el distrito Zhongzheng, sinónimo de constantes construcciones y remodelaciones en esta zona del Taipéi contemporáneo que recibe a los turistas.

Resulta ya una inercia hablar de cine contemplativo en una época, como la actual, prolífica en contenidos livianos y efímeros y, contrario a los de Ming-liang, con espectadores impacientes, indispuestos a observar los planos extendidos en el tiempo y muchas veces expandidos en su perspectiva espacial, como No quiero dormir sola (2006) y la citada Perros callejeros, donde el azar arquitectónico es protagonista. Se ha vuelto un cliché que, en oposición a la fórmula comercial tan dada al corte rápido, a la recarga de una parafernalia de elementos que apelan por lo emocional –la música en plan kitsch–, o la mínima o inexistente búsqueda de composición en sacrificio de la eficacia, se denomine cine contemplativo a cualquier contenido fílmico que se instale en ese otro extremo. A veces funciona esta decantación, pero no hay esencia del término, ni canon, que fije al cine contemplativo como receta, por más que acudamos al discurso de Andréi Tarkovsky para entender a una película que exige una mirada distinta al estándar de la archi codificada comunicación de masas.

La dictadura de la elipsis permea hacia un sentido económico de la percepción que influye, a su vez, en las líneas narrativas, cuando estas estarían obligadas a un ritmo ascendente para lograr el interés y aprobación de un productor ejecutivo; la consecuencia, también ya es lugar común, es que crítico y espectador aseguren que una película “se cae al final”. Los planos considerados de tiempo muerto permiten saltarse para anudar solo detalles en apariencia más significativos. El cine contemplativo sería el reverso: más que fragmentos altamente informativos, decide por todo donde se invite a descubrir el significante abierto (en aras de la eficacia narrativa suele cancelarse por completo la opción de interpretar). Que hay poesía en esa estación, posiblemente sea un camino por el que el fruidor se incline, pero cuando menos no hay prisa por acabar la trama porque en la contemplación es ilimitado el tiempo: el camino es más importante que la llegada.

No obstante, al revisar una obra como la del malayo debemos reconocer que estamos frente a un director con discurso propio, de autor, y que, sí, pertenece a esa entelequia llamada cine contemplativo, en donde se aprecia de inmediato la divergencia con lo que estamos acostumbrados. Esta tradición parte de un árbol sagrado como Yasujiro Ozu de Cuentos de Tokio (1953), Andréi Tarkovsky y su búsqueda espiritual en El espejo (1975), Stalker (1979) y Nostalgia (1983), pasa por la languidez humanista de Theo Angelopoulos, se bifurca por las alegorías de Abbás Kiarostami, cruza el territorio bucólico de Terrence Malick, aterriza en México en los filmes de lenguaje atávico de Carlos Reygadas, el vagabundeo del argentino Lisandro Alonso de Liverpool (2008) y Jauja (2014), continúa por los dilatados planos secuencia de Bi Gan en Largo viaje hacia la noche (2018), desemboca en el hipnótico preciosismo de Nuri Bilge Ceylan y ahora notamos en novedosas y maduras películas femeninas como Beginning (2020) de la georgiana Déa Kulumbegashvili y Nomadland (2020) de la china Chloé Zhao. Sin embargo, Tsai Ming-liang, como los citados directores, están ubicados en la punta de un iceberg en cuya base se encuentran más misterios que precisiones, los cuales inspiran para confeccionar discursos de autor que aquí se han descrito como cine contemplativo. Veamos esta obra de Ming-liang, que merece una revisión mayor.

Si bien el estilo de Tsai evoca la trilogía de la incomunicación de Michelangelo Antonioni –La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962)–, y la austeridad de Robert Bresson –Mouchette (1967)–, el propio cineasta confiesa que su musa es Los 400 golpes (1959), ópera prima de Francois Truffaut. Quizás la película más representativa de la nueva ola francesa, movimiento cinematográfico que se distingue por su ruptura formal, motivó a Ming-liang por la fuerza moral del personaje. La retrospectiva de FICUNAM incluyó diez de sus once largometrajes, más cinco trabajos entre cortometrajes y piezas para televisión. A su vez, la plataforma MUBI programó cinco películas clásicas seleccionadas a mano por Tsai. Entre sus favoritas se encuentran las citadas de Truffaut y Bresson, a las que se suman No amarás (1988) de Krzysztof Kieślowski, Luces de la ciudad (1931) de Charles Chaplin y Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles.

Imaginemos a un espectador sin alternativas de entretenimiento, mirando la impostación de un wuxia tras otro repletos de nacionalismo y fantasía. De pronto estudiar al cine europeo fue un deslumbramiento por su realismo y modernidad. Seguramente Los 400 golpes le atrajo por esa combinación fresca que se da entre el paisaje urbano parisino –la cámara está llena de asombro, como un niño, al ver desde diversos ángulos la omnipresente Torre Eiffel, las caprichosas calles de Montmartre, la vista desde la cumbre en Basílica del Sagrado Corazón–, y el chispeante personaje infantil, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), quien logra convencer con su físico todos los estados de ánimo: lo compungido que se muestra al ver de noche la Plaza Pigalle desde una patrulla de policía hasta el retozo con que huye del reformatorio tras realizar un saque de banda en un partido de futbol y, por supuesto, el inmenso rostro de Jean-Pierre Léaud que, rompiendo el eje, gira hacia nosotros que somos el público, hacia Truffaut, uno de los close up más conmovedores en la historia del cine (Léaud hizo una serie de cinco películas en las que interpreta a Antoine).

Ming-liang, en una sala muy antigua, se impresionó con Diario íntimo de Adèle H. (1975) de Truffaut. También le gusta mucho Bresson, pero Truffaut, decía, es diferente. Lo prefiere porque ha creado su propio mundo, que filma una y otra vez (ambos son circulares). Ming-liang asegura que las películas europeas le llegan más porque tratan sobre el hombre contemporáneo común: “tengo la idea de que son más realistas, más auténticas”. En ¿Qué hora es allí? (2001), Tsai cita de forma directa el filme de Truffaut: el personaje principal compra el video de la película Los 400 golpes y ve la escena en donde Antoine se sube al juego de la rueda que gira sin parar y también se alude cuando Antoine se roba la botella de leche.

Todavía así con este tributo directo a Truffaut, el discurso de Tsai se conecta con el desarraigo de Antonioni. Crisis de identidad, angustia existencial aterida, los personajes catatónicos que también aparecen en el cine autista de Aki Kaurismaki; los protagonistas de Tsai se mueven, pero con total indiferencia, haciendo invisible al otro. En la narrativa de Aki los personajes se acercan a la estatua; en Antonioni, sintaxis escueta y pasividad estilizada –sobre todo en El eclipse vemos una moderna danza, sorda, entre la pareja–, mientras que la melancolía de Tsai está impregnada de realismo, el que destaca de Truffaut, ya internalizado por el cineasta malayo que da en el punto para conceptualizar la alienación del hombre contemporáneo.

La imposibilidad de la comunicación en Tsai asoma por decreto, pues no hay un antecedente de pleito o desavenencia alguna; ya el relato lleva inmanente la distancia emocional más apartada que la física. Un tedio tácito, pactado, se interpone como valor entendido en sus películas, con sus personajes que suelen ser siempre los mismos actores, incluso en un espacio determinado y distribuido de modo análogo: la estancia para comer con una mesita y una ollita furris pegada al baño (hasta semeja pesadilla por la repetición). El espacio juega un papel idéntico y absurdo en diferentes contextos, condenados al mismo escenario teatral. La decisión es no hablarse, deambular por entre el pasillo, zombis intrafamiliares, cruzarse evitando la mirada y, esperar, aburridos, el caos del agua: la tubería que no sirve y borbotea sin razón, como el edificio con vida propia de Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro o la lluvia a cántaros para inundar los departamentos (ahora entiendo Parásitos de Bong Joon-ho).

Adiós, Dragon Inn es un soberbio ejercicio de sonambulismo. Bueno, todas lo son: Vive el amor (1994), El río (1997), El agujero (1998), El sabor de la sandía (2005) y Perros callejeros muestran además una fusión objetiva con situaciones surrealistas, lo que impregna de hechizo las postales visuales que consigue, como si advirtiéramos una adaptación oriental de Barton Fink (1991) de los hermanos Coen o los cortos universitarios del primer Roman Polanski cuando estudiaba en Polonia. La historia de un cine, el viejo teatro Fu-Ho, le permite a Tsai desarrollar su nostalgia por el séptimo arte.

No duda en posicionarse frente al cine comercial. Se dedica a filmar películas que se proyectan solamente en festivales y aparte añora las salas grandes de cine, antiguo rey de los medios masivos de información de la mitad del siglo pasado. En 2007, el Festival de Cannes conmemoró su 60 aniversario con una película colectiva intitulada Cada quien su cine, donde participaron 34 directores con ejercicios de tres minutos cada uno. En todos, se denota la nostalgia por el cine como rito de socialización, como espacio iniciático y como formador de intimidades. En cualquier caso, es extraordinario. Tsai participó en Cada quien su cine con “It’s a dream”, un corto que es devenir de Adiós, Dragon Inn. Los Coen participan con “World Cinema”, una broma: parrafada, suspendida, de un vaquero que no se decide por ver una película de arte. El chino Zhang Yimou con “En regardant le film”, es ágil y portento visual que muestra el cine y su valor en zonas rurales (homenaje a Charles Chaplin). Takeshi Kitano con “One fine day” enseña su plasticidad. Lars von Trier, en “Occupations”, aprovecha para exhibir su misantropía y, él mismo de psicópata, asesina a un público imprudente. Aunque David Lynch no alcanzó a terminar a tiempo su corto para incluirlo, el festival sí lo exhibió: “Absurda” recurre a la atmósfera onírica tipo Twin Peaks (1990). El corto de Tsai no dista del resto de su insistente obra y hasta parece un tajo de Adiós, Dragon Inn con su eterno protagonista, Lee Kan-Sheng. El reclamo que exige el regreso al pasado en Tsai adquiere otra silueta más discreta e introyectada. Martin Scorsese en Hugo (2012) y Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1988) recurren a una serie de elementos pirotécnicos –más Tornatore con la música–, en tanto que Tsai mantiene esa circunspección minimalista de Bresson para formular la pesadumbre.

Bernardo Bertolucci en Soñadores (2003) aplica esa veneración de Tsai por el cine y por la nueva ola francesa. Ir a la cinemateca de París era un acto contestatario. Los jóvenes en Soñadores ansiaban cambiar el mundo. En Adiós, Dragon Inn está frenada cualquier disputa política. Las butacas son lápidas de un gran cementerio poblado de outsiders, de losers, que han sido derrotados de toda convención social como Rebeldes del Dios del neón (1992), Perros callejeros y, nuevamente, El río. No hay diferencia entre los rostros impávidos, enajenados de los fantasmales espectadores en Adiós, Dragon Inn. En Soñadores el intenso humo de los cigarrillos generaba un ambiente, mientras que, en Adiós, Dragon Inn se carece del deseo juvenil.

Otro tópico sobre el cine contemplativo es la etiqueta que lo relaciona con cierto cine oriental. Si bien es verdad que podemos identificar una cinematografía occidental ligada a formatos comerciales, que eso es un bosque con demasiadas especies de árboles, también podríamos hacer lo propio con filmes de Oriente. Aún así, hay aristas que es justo separar y donde Tsai no necesariamente comulga con ellas –tampoco encontramos en bloque a directores que sigan determinado patrón.

Frugal, Ming-liang muestra una contemplación más fija en la ciudad y sus despojos –las grandes estructuras sin alma–, que en la naturaleza; por cierto, no culpa a la tecnología –a los dispositivos–, de la falta de comunicación de los seres humanos. Es un discurso que ha sido recurrente a lo largo de su carrera y no ha cambiado ni una pizca, a diferencia de cineastas que han dado golpes de timón en ambos sentidos.

Contrastemos, entonces, con algunos pares asiáticos. Por ejemplo, resulta inesperado, sin que eso implique detrimento, ver los inicios cadenciosos de un director como Zhang Yimou con Sorgo rojo (1987), Ju Dou (1990), La linterna roja (1991) o Qiu Ju, una mujer china (1992), para luego convertirse en una saeta del cine de artes marciales: Héroe (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). Uno podría pensar que en Wong Kar-wai prevalecen aspectos contemplativos, por supuesto; pero, a diferencia de Tsai, hay un estilo rebuscado que disipa esa impronta pura a la que aspira Tsai; y, bueno, antes de rodar esa fila de películas taciturnas que son Happy Together (1997) y Deseando amar (2000), Kar-wai mostró con Las cenizas del tiempo (1994) y Chungking express (1994) un vértigo notable en pos de un barroquismo que pretende el impacto en cada plano con interferencias de subrayado cromático, prevalencia de rostros y ángulos imposibles –holandés o extreme close ups. Tsai, en cambio, procura ser impersonal, neutro, su horizonte no divaga en la eventual belleza sino procura no afectar el sentido del espectador por medio de la forma.

Habrá que señalar que existen otros cineastas cuya contemplación se aparta del manierismo de Yimou y Kar-wai, y se aproximan más a Tsai, como Jia Zhangke, de China, que también enseña un cariz parsimonioso y observador, sobre todo destacamos la bressoniana Ladrón de bolsillo (1998), Naturaleza muerta (2006) y Un toque de violencia (2013). Solo que a Zhangke y a Tsai los divide el desarrollo narrativo, el malayo sigue curioseando y el chino va tras la anécdota, aunque en pleno recogimiento. Diao Yinan, en el género noir, es otro director que despliega un estilo ecuánime con Black Coal (2014) y El lago del ganso salvaje (2019). En todos estos cineastas orientales hay un deliberado desequilibrio entre paisaje y protagonistas; claro, culto a la naturaleza que a Tsai no le interesa como tal, esa especie de didactismo donde el director quiere dar lecciones de humildad al ser humano al ponerlo de menor tamaño frente a su alrededor, como Alonso y Malick.

Esta misantropía moralista en Adiós, Dragon Inn está ausente, lo que trasciende es el tiempo ensimismado, donde los espectadores son sombra: en la pantalla hay más vida, color, como en el wuxia cuyo horizonte es la lucha por un bien supremo; en cambio, en las butacas están los restos sociales (por eso Mia Farrow de La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen se mete a la película). Si hay cine missing ese es el de Tsai, y Bill Murray podría ser perfecto complemento de sus películas (estaríamos entonces hablando de una familia: Wes Anderson, Kaurismaki y Jim Jarmusch).

Aunque a Adiós, Dragon Inn le faltó Léaud, contiene esa congoja que Tsai transforma en fina contemplación. Ming rentó un cine viejo durante un año para filmar en dos semanas cuatro escenas diarias. El problema era hallar la luz indicada no solo para los planos de las butacas mientras continúa la función, sino también para dar vida a la penumbra de los largos e inútiles espacios que bordean la sala.

Diferente al hieratismo de los personajes de Sergei Eisenstein, la gestual en Tsai está minimizada, no resaltada, apenas ostensible, prevalece la contención. Estar en el cine vetusto es como estar en el interior de la Caverna de Platón, en el estómago de una ballena blanca monstruosa. El galerón enorme contrasta frente a las pantallas de la globalización. Reducida la apreciación en las pantallas magnificentes de las salas de teatro, la experiencia social de la percepción se modificó: más vertical e imponente, la pantalla de Adiós, Dragon Inn perteneció al auge de la primera comunicación de masas donde lo montado era letra de oro.

Por supuesto, nunca notamos un atisbo de chantaje. Adiós, Dragon Inn es mutis, puntos suspensivos… Me imagino a Tsai filmando un cuento de Juan Rulfo y de centro las bolsas hinchadas de los ojos de Kan-Sheng. Muertos o vivos, ¡qué más da!, personajes liminares en Adiós, Dragon Inn miran petrificados con la absoluta disposición de rendirse ante las hazañas de los espadachines.

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