Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guillermo Sheridan, Toda una vida estaría conmigo, Almadía, Oaxaca, 2014, 391 pp.


Casi cuatrocientas páginas amplían, y a la vez resumen, el viaje por la memoria que hace Guillermo Sheridan a lo largo de más de sesenta años. No se trata de una autobiografía –aunque fuese su propósito en algún momento de su existencia, “no lo hice entonces y no lo haré ahora” (p. 9)–, sino de un mosaico de episodios en los que no necesariamente figura él como protagonista, pero en los que siempre está presente, ya sea como actor de reparto o como espectador. A pesar de la diversidad de tonos –nostálgico, satírico, acusador, trágico– presentes en los textos de Sheridan, todos poseen en común ese carácter ácido al que nos tiene acostumbrados. Influenciado por el Ibargüengoitia cronista –del que, por cierto, hizo una recopilación en Autopsias rápidas (1989)–, Sheridan se asume como cronista de su propia vida, sin poder dejar de lado esa otra vida que repudia profundamente y a la cual también profesa un sincero amor: la tragicómica –que no puede ser de otra forma– vida de México.

            Toda una vida estaría conmigo está dividido en diez conjuntos de crónicas que corresponden a distintos momentos del día –Por ahí del mediodía, Sobremesa, En horas de oficina, etc.,– y que se relacionan con etapas de la vida del autor. Así, por ejemplo, Tempranito corresponde a su niñez y, siendo una etapa donde la educación es crucial, no podría faltar la reflexión sobre ésta, especialmente sobre la enseñanza de la literatura. Sheridan critica los métodos pedagógicos adoptados en México para introducir a los niños a la lectura: están encaminados a hacer que la aborrezcan. Tristemente, las cosas no parecen haber cambiado mucho, incluso me atrevería a afirmar que han empeorado. Y no solo en la enseñanza de la literatura, sino en casi cualquier ámbito del país: “como suele ser en México, solo cambia lo aleatorio pero nunca lo esencial” (p. 379). Cambia el diseño del Quijote en la portada del libro de texto, pero el analfabetismo literario sigue intacto.

            La familia de Sheridan ha tejido íntimamente su propia historia con la de México: su abuelo, Jorge Prieto Laurens, se levantó en armas contra Victoriano Huerta, fue fundador del Partido Nacional Cooperativista, presidente de la Cámara de Diuptados, entre otros. La tragedia también alcanzó a su familia, pues Dení Prieto Stock, prima de Sheridan, fue asesinada durante la “guerra sucia”. Por lo tanto, no es de extrañarse la insistencia con que Sheridan señala los defectos de México una y otra vez. Textos como “Día de elecciones” y “El último Regiomontano”, más que exagerar, diría que reflejan fielmente la tubería atascada o el tren detenido que es el país. En “Criadas”, Sheridan menciona que “el hecho es que pertenecemos a una cultura que desde tiempos inmemoriales venera la esclavitud tanto como la hipocresía” (p. 73). Y efectivamente, desde la criada –los seres más cercanos a la familia y también los más apartados de ella–  que tras casarse con un gringo se convierte en la nueva patrona con dos criadas a su servicio, hasta el subcomandante Marcos que ofrece mujeres y niños como carne de cañón en nombre de una patria tras la cual se parapeta, México es, ante todo, el país de las ironías. Y puesto que la corrupción pareciera ser parte constitutiva del mexicano, “lo que habría que impedir es que México se continúe mexicanizando”, como reza unos de sus tuits (Sheridan, como se sabe, es un activo y exitoso tuitero).

            En Ahí por la nochecita se presenta una serie de crónicas que muestran no tanto a un Sheridan enfrentando su vejez –para él, la vejez no es un lugar, mucho menos una edad determinada: el cuerpo es el único que envejece–, sino a un Sheridan enfrentándose la idea de la vejez: “me ocurre ya –y habrá de empeorar– ser tratado de viejo, vejete y aun de carcamán en las redes sociales, ese flexible montessori donde anónimos y seudónimos escupitajan de ‘viejos’ a quienes no les simpatizan, como si carecer de la edad de quien insultan fuese una proeza personal; una edad a la que sin embargo (en la mayoría de los casos) confían llegar, y aun dejar atrás” (p. 312) y me gustaría agregar a la lista el término políticamente correcto “adultos en plenitud” que he escuchado mucho últimamente. Llegar a la “vejez” –o bien, a la “edad de la plenitud”– no implica ningún (de)mérito: solo ocurre. Es lo mismo que “no fumar, no comer comida enlatada y correr cinco kilómetros diarios solo conduce a morir (prematuramente) en perfecto estado de salud” (p. 111); nadie se salva, ni el más sano, ni quien se ufane de su juventud. Y dado que tanto la vejez como la muerte, no importa qué hagamos, nos iguala, lo que nos resta es intentar asumir nuestra individualidad, buscar no ser de nadie. Estudiante de Letras en el Tec de Monterrey, personalmente no pude menos que reír al leer lo siguiente y comprobar, una vez más, que hay cosas que nunca cambian: “en el Tec había varias subdivisiones. Por ejemplo, estudiar ingeniería lo hacía a uno ser de los Hombres con Futuro. Pero estudiar letras, como era mi caso, me condenó a ser de los Jotos Impresentables” (p. 316).

            Sheridan es un escritor que ha vivido entre extremos: entre una navidad católica y una navidad protestante; entre un abuelo que repudiaba la izquierda y una prima que fue asesinada por ser miembro de las Fuerzas de Liberación Nacional; entre la torre de Arcos Bosques y las esculturas de Sebastián. Por ello, no sorprende que busque dejar de tener que definirse con relación a algo más. Y esa búsqueda es precisamente la que Sheridan emprende en sus crónicas, a través de la enrevesada memoria –tanto suya como de México, ambas inseparables–, aunque al final del día, no tenga “ni puta idea” de quién es. La única certidumbre al final es esa: “yo, el papel, mi memoria, mi vieja Underwood y… México” (p. 310).

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