Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Fernanda Melchor, Temporada de huracanes, Penguin Random House, México, 2017, 223 pp.


América Latina no es, por supuesto, la única región del mundo que sufre de violencia en sus inimaginables vertientes; sin embargo, ante los ojos de Occidente, la manera en que los habitantes de esta región convivimos con la barbarie resulta algo exótico, atractivo por morboso, turístico. Desde el “descubrimiento” de las civilizaciones precolombinas hasta la aparición de la literatura del Boom, la pregunta extranjera, eurocéntrica, ha sido la misma: “¿cómo pueden vivir así esos salvajes?”. Después de diecinueve años de siglo XXI —todavía, pues la raíz de dicho complejo procede desde el comienzo mismo de la urbanización— esta visión se ha expandido e interiorizado; lo que antes era una oposición entre regiones continentales o entre naciones ha terminado por reconfigurarse dentro de los estados o provincias de un mismo país: habitantes de ciudades con mayor desarrollo socioeconómico perciben con extrañeza e incomodidad a sus congéneres de regiones rezagadas y marginales. La pregunta se transforma, ¿cómo pueden vivir así los salvajes de mis vecinos, los de afuera?

La cuestión del centro y el margen ha llegado hasta nuestra literatura. En la República Mexicana de las Letras numerosas polémicas convergen en un mismo punto: la ventaja la tiene quien escribe, lee y critica desde y para el centro; quienes hacen lo propio desde fuera de los linderos de las grandes urbes parecen estar destinados al menosprecio, a la exclusión, a la invisibilidad. La narrativa de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) resulta una bofetada (no con guante blanco, sino frontal, retadora) para quienes escriben y viven allí, en el confort del centro urbano y cultural. La virtud fundamental de la escritora veracruzana reside en el hecho de que su escritura parte de los extremos y los amplía, desborda el margen. Extremo espacial: Temporada de huracanes se ambienta en un paraje distópico, infierno costeño, cancelando por completo el presupuesto paradisíaco del lugar allende al mar. Extremo genérico: se utilizan y después se subvierten convenciones propias de la crónica, de la novela negra e incluso del cuento popular; en ningún caso la novela cumple el contrato esperado. Extremo lingüístico: la autora construye la narración a base de una oralidad en el límite de lo coloquial, blasfema e inmoral que, no obstante el aparente desenfreno prosístico, logra descubrir un lirismo interno, íntimo, voz secreta de la sociedad marginal que es retrato e invención a la vez.

No es difícil precisar la ascendencia literaria de Fernanda Melchor, ya que Temporada de Huracanes responde y prosigue ante la tradición fundacional de la novela hispanoamericana; se trata de un tipo de narración violenta, tanto en el plano formal como en el de contenido. Desde José Eustasio Rivera con La vorágine —por limitar la revisión historiográfica a inicios del XX— hasta la reciente tendencia de la novela del narco, el tema parece ser el mismo: uno o varios personajes intentando sobrevivir en un paraje inhóspito (aunque en ocasiones se presente como una urbe, como un sitio civilizado), en constante conflicto con una sociedad igual de hostil que el medio ambiente en que se halla inserta y, aún peor, dentro del contexto fatal de invasiones, guerras, crisis humanitarias y decadencia moral. Aunque la escritora sigue esta antiquísima línea literaria; aunque, más concisamente, pueden hallarse claras reminiscencias del Vargas Llosa de La casa verde, por ejemplo, o del tono de crónica periodística de algunas obras de García Márquez, Temporada de huracanes no es en modo alguno una novela epigonal. La clave se encuentra, una vez más, en la radicalidad del planteamiento y su ejecución textual. La única manera de superar la eterna problemática del tema es mediante la variación; la única manera de variar y potenciar una forma ya de por sí extrema es —como bien lo han demostrado los escritores del Caribe— a partir del rompimiento y la posterior reconfiguración del lenguaje, entendido este como un medio y también como un fin dentro del ejercicio novelístico.

Melchor remarca con furia imágenes y escenas que capítulo a capítulo se tornan más grotescas e incómodas. Desde el núcleo de la violencia surgen, en estrecha relación con esta, temas agudos: violación, travestismo y embarazo infantil, pedofilia, zoofilia, aborto clandestino, tortura. Asuntos como el asesinato, la prostitución y el narcotráfico terminan siendo, para este caso, males menores, normalizados y, como por inercia social, aceptados. En esta obra la violencia apunta, sobre todo, hacia el interior; no es casualidad que los conflictos profundos de los personajes se asocien principalmente con la percepción de la propia sexualidad y de la decadencia familiar como objeto de oprobio ante la comunidad que rodea a los individuos. Pero la fuerza de estos escenarios y sus hechos no radica solamente en su simple mención, en su dibujo; la autora comprendió que la única manera de narrar este extremo de violencia era a través de una ejecución lingüística en directa correspondencia: léxico procaz, antiintelectual; sintaxis de clara influencia oral, en apariencia caótica; uso quirúrgico de los tiempos gramaticales, como balance y equilibrio ante los aspectos anteriores, que confieren un cariz intempestivo a la novela.

¿El lenguaje como un medio? Diría más bien, lenguaje como un fin en sí mismo, motor y resultado de las imágenes y escenas esbozadas.

La intriga en Temporada de huracanes echa mano de herramientas provenientes de distintos géneros. En un principio, la novela se presenta bajo el típico perfil de la narración policial, encausando la información hacia la averiguación de un asesinato. Por momentos este tono se combina con otro de tipo cronístico, aunque ya bien entrada la novela ambos se vuelven intermitentes; dependiendo del personaje focalizado la convención narrativa sufre ligeros cambios. En el capítulo IV, guiado por la visión de Munra, uno de los implicados en el crimen, el lector puede identificar claramente el desarrollo de la narración a modo de declaración policial, mientras que en el V, en que el punto de vista se traslada a la púber Norma, el registro varía, llegando a ser, en determinados pasajes, fabulístico, gracias a la inserción de un cuento de origen popular. Los capítulos de la novela pueden interpretarse como “eslabones”, pequeños núcleos narrativos que van transformándose según la perspectiva de quien mira; las peripecias de las brujas, Yesenia, Munra, Norma, Brando, esclarecen no solo el caso principal del asesinato, sino  el panorama entero de una sociedad corrompida y marginada. Al final lo que menos importa es saber los pormenores de un crimen cuya crudeza queda deslucida en comparación con las incontables atrocidades que emergen capítulo tras capítulo. Insisto: Melchor evade toda zona de confort y esto hace mella en quien lee, pues en el decurso de la historia no deja de haber una creciente sensación de malestar y desasosiego.

Pensar Temporada de huracanes como “literatura comprometida” no es más que una pérdida de tiempo. En la actualidad la llamada literatura de compromiso casi siempre resulta fofa, a veces panfletaria, ingenuamente intencionada. La novela de Melchor es tan extrema que trasciende estos ejes de política biempensante, tendenciosa. Esto no significa, claro está, que algún estudio con enfoque social o político sea inútil o innecesario, sino que, para ciertas obras, como esta, la arcaica etiqueta del “compromiso” queda limitada. Pese a todo, Fernanda Melchor no es un satélite; después del Boom, en México han surgido algunos narradores cuyos proyectos se han abocado a la concepción de una radicalidad similar. Daniel Sada o el afamado Roberto Bolaño (mexicano por adopción historiográfica) son buenos ejemplos; más cercanos a Melchor se encuentran nombres como Yuri Herrera, Julián Herbert e incluso la joven Aura Xilonen. No sería excesivo afirmar que con Temporada de huracanes la escritora veracruzana se ha colocado en las primeras líneas de una generación.

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