Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Michel Houellebecq, Sumisión, Anagrama, Barcelona, 2015, 281 pp.


Michel Houellebecq (Reunión, 1956), a juzgar por el modelo de sus protagonistas –hombres de mediana edad, solitarios, depresivos, socialmente escindidos– podría parecer un autor desentendido del mundo y de la sociedad, asqueado de la humanidad; no obstante, posiblemente no hay autor que esté más comprometido con ella y, desde luego, más angustiado ante el rumbo que ésta ha tomado.

     Desde su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), Houellebecq se perfilaba como un moralista desesperado y rabioso ante la contemplación de la sociedad neoliberal: el liberalismo económico se había extendido al terreno de la sexualidad provocando que, al igual que en este sistema unos se hacen inmensamente ricos mientras otros sobreviven en la miseria, hay quienes llevan una vida sexual excitante y abundante, mientras otros, por el contrario, se ven obligados a llevar una vida de castidad. Ante tal panorama, pareciera preferible retornar a un sistema que disminuyera tan preciada libertad, sobretodo en el ámbito sexual: “el amor sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna” (p. 127). ¿No es ésta, acaso, una declaración digna de un conservador encolerizado ante la decadencia moral de su sociedad?

      En Sumisión, Houellebecq retoma el ataque contra la degradación moral occidental. Vuelve el héroe houellebecquiano por excelencia: un hombre maduro desencantado con la vida, cínico, solterón, incapaz de mantener una relación de pareja o de cualquier tipo (el protagonista de Plataforma sería una excepción). Vuelven las narraciones amargas donde el personaje deja ver su desapego de la vida en sociedad, su rechazo y repugnancia hacia todo ser humano. No obstante, podríamos decir que, en la jerarquía social, el protagonista de Sumisión, François, está en una posición más privilegiada que el ingeniero informático de Ampliación: posee un trabajo que no le desagrada del todo –profesor de literatura en la Sorbona–; aunque no logra tener una pareja estable, goza de una vida sexual activa; mantiene, hasta cierto punto, relaciones de amistad con sus colegas. En cambio, el protagonista de Ampliación, no ha tenido un encuentro sexual en dos años y su trabajo como programador no puede ser más tedioso. Sin embargo, no es el personaje más patético y derrotado de la obra. Ese honor corresponde a Tisserand, su compañero de oficina, que vana y desesperadamente intenta conseguir pareja.

     No obstante, François poco a poco se irá convirtiendo en el ingeniero de Ampliación. Simultánea e inversamente al ascenso al poder del islam en Francia, François es testigo de su propia decadencia. Comienza por perder la posibilidad del amor cuando Myriam, su joven amante, se muda a Israel; luego, pierde su trabajo y, por lo tanto, la posibilidad de seducir a sus alumnas; casi al mismo tiempo pierde a ambos padres (no es que le afecte gravemente, pero sí lo sume en una soledad cada vez mayor). François, en un intento de aferrarse a algo, visita a la Virgen de Rocamadour, y justo cuando pareciera que está a punto de tener una experiencia religiosa que lo haga recuperar la fe, el Espíritu lo abandona. Por último, pierde la relación más duradera que ha tenido: su relación con Huysmans, el autor decadentista de Contranatura, a quien prácticamente ha consagrado su vida. Perdiéndolo todo, François es consciente de que ya ni la muerte se ofrece como una salida.

      Mucho se ha dicho sobre la relación conflictiva entre el islam y Houellebecq. Sumisión tuvo la mala –o buena– suerte de salir a la venta el mismo día en que ocurrió el atentado a Charlie Hebdo. No obstante, aunque se podría pensar que el retrato hipotético de la Francia islámica que ofrece Houellebecq es aterrador, más bien se presenta como la ilusión de cualquier hombre: el regreso al patriarcado, la salida de las mujeres de la fuerza laboral, la posibilidad de tener varias esposas –unas para la cocina, el resto para la cama–. No sorprende que, al estar considerando su conversión al islam, el aspecto que más inquieta a François sea precisamente el de la poligamia y la dificultad que representa elegir correctamente una esposa cuando, bajo el nuevo régimen, todas las mujeres esconden sus figuras. ¿Es, entonces, el islam la solución a la decadencia moral de Occidente? No. El islam es solo un pretexto más para demostrar que ni siquiera la adopción de un régimen aparentemente más conservador (y que pareciera más controlador en el terreno de la sexualidad, que, sin embargo, es incontrolable) puede detener ese descenso.

       La conversión al islam es, quizá, la única forma en que François evitará escindirse por completo de la sociedad a la manera del protagonista de Ampliación, quien al final asevera dramáticamente: “La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mí mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida” (p. 174). Sin embargo, mientras que el desenlace de éste es sincero –su rechazo a la humanidad no puede ser mayor– la conversión, la sumisión al islam de François es totalmente hipócrita: es un último acto desesperado por sobrevivir en el campo de batalla. El islam le ofrece una oportunidad de llevar una vida medianamente aceptable, de volver a las aulas a conquistar a sus alumnas, de ser reconocido intelectualmente, pero François está lejos de encontrar el amor, la vida familiar, la espiritualidad, todos ellos elementos de una moral que él hace mucho tiempo perdió.

      Contrario a lo que pareciera ser un final esperanzador, probablemente François sí extrañará su primera vida pues, tal como él mismo afirma: “el pasado siempre es bonito, y también el futuro, sólo duele el presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña entre dos infinitos de apacible felicidad” (p. 250). Sobra decir que, tanto pasado como futuro, son inalcanzables. En Ampliación, Houellebecq dejó la pista para su obra posterior: “Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura” (p. 167). Y ese es precisamente el estado al que François –y en general, la sociedad occidental a la que representa– está condenado.

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