Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Stefan Kiesbye, Puerta al infierno, Almadía, Oaxaca, 2014, 279 pp.


Puerta al infierno inicia con un funeral y orina. La muerte de Anke Hoffman reúne a un grupo de amigos en su pueblo natal cuarenta años más tarde. Hemmersmoor, pequeña y anacrónica aldea alemana, es el testigo mudo de un sinfín de atrocidades instigadas por el odio, la venganza y la superstición. Seguida de Al lado vivía una niña, esta segunda novela negra de Stefan Kiesbye (Alemania, 1968) recrea escenarios salidos de un cuento de los hermanos Grimm. Puerta al infierno se compone de fragmentos; diferentes puntos de vista se alternan para dar lugar a cuatro voces que rememoran su infancia. Martin, Christian, Linde y Anke son una suerte de cronistas de este pueblito lúgubre donde el concurso anual de guisados es el acontecimiento más esperado del año y el apaleamiento colectivo parte del itinerario.

     Sin especificarse una época exacta, la historia arranca en el presente, en un Hemmersmoor al que por fin alcanzó la Modernidad. De ahí en adelante, solo queda suponer que el funeral de Anke reavivó las cenizas de un pasado ya enterrado y que son los adultos, recordando,  quienes toman la palabra–aunque eso no explicaría cómo figura ella entre los narradores–. De un modo u otro, se trata de narraciones lacónicas, contadas como meros hechos, depuradas de todo juicio moral. No hay remordimiento, siquiera espacio para la empatía: “Los chillidos y las súplicas de Helga no le ayudaron en lo más mínimo y no detuvieron a nadie. Teníamos que dar rienda suelta a nuestra furia…  Cuando Hemmersmoor terminó con ella y con sus hijos, y los cuerpos tirados en el suelo semejaban costales llenos de harapos, piedras y palos, mi padre asumió el liderazgo y guió a la multitud a la casa de Helga. Les prendimos fuego a la casa y al granero, tampoco el establo con sus animales se salvó”. Escenas como esta evocan al sombrío pueblo de “La lotería” de Shirley Jackson; la misma atmósfera viciada rayana en lo irreal se asemeja también a la de The White Ribbon de Michael Haneke.

    El universo literario de Kiesbye se construye de obsesiones bien definidas: la infancia perdida –o corrompida–, las supersticiones locales como principio, la violencia como solución, diversión y precepto. Al igual que en Al lado vivía una niña, los temas que se abordan en Puerta al infierno entran en el terreno de lo tabú: parricidio, infanticidio –asesinato en cualquier rango de edad, de hecho–, incesto, violación, maltrato infantil, adulterio, acoso. Aunque, para ser justos, Puerta al infierno es la versión light de Al lado vivía una niña.

    Uno de los alicientes de ambas novelas es el morbo provocado por la fascinación que produce la degradación de otro ser humano, el placer de saberse un observador sin tomar parte. Pero Puerta al infierno es más digerible por la posibilidad abierta que deja a lo sobrenatural; lo desconocido acecha en el molino abandonado, en los pantanos, en las ferias rodantes donde el diablo hace promesas a niños incautos. La magia y las maldiciones son realidades para los pueblerinos de Hemmersmoor. Ante lo desconocido, ante lo inexplicable, no queda sino recurrir al saber popular para escapar del peligro: “Anna sólo había hecho un mal chiste, pero mis nervios estaban a punto de reventar, y yo no entendía por qué estaba vestida con un abrigo de pieles y sandalias. “¿Cómo se mata a una bruja?”, murmuré y me lancé escaleras abajo y le propiné un golpe con mi garrote a la figura envuelta en pieles”. Qué más si como todos en Hemmersmoor saben, a una bruja “¡se la muele a palos!”.

     Ahora, en Al lado vivía una niña no hay suspenso, se trata de un relato crudo y sin rodeos. Con otro niño narrador, Moritz, e igualmente situada en un pueblo alemán, la novela sigue su vida y la de un grupo de chicos de entre 12 y 14 años que se enfrentan a los problemas de la edad, con la estela de la guerra aun presente. Moritz, en apariencia apacible, es acompañado por el lector en su despertar sexual –con su hermana como objeto de interés– mientras trata de ser un buen estudiante y cobrar venganza por el acoso del que es víctima en la escuela. Los tejones y los topos, pandilla de Moritz y de sus enemigos respectivamente, juegan en búnkeres, recordatorio de la tensión bélica que no los deja. Después de que Moritz y compañía secuestran a una niña en estado de inanición como parte de sus retorcidos juegos, podría pensarse que lo peor pasó. Pero no es así: para cuando Moritz es violado y torturado por los chicos de la pandilla contraria como castigo por salir con la novia de uno de ellos, el asombro y el horror han quedado muchas páginas atrás. Por supuesto, Puerta al infierno cumple su parte si de horrores se trata. En Hemmersmoor no se juega al secuestro, sino a recrear saqueos y masacres: “Entre más años cumplíamos, más importante se volvía la última parte de nuestro juego. En cuanto los soldados suecos salían del bosque, apresaban al molinero… y después de que lo torturábamos lo seguíamos al lugar donde había escondido sus pertenencias y a su familia y violábamos a las mujeres”.

     Entre los aciertos de Kiesbye se halla el que logra narrar estos horrores sin necesidad de ser demasiado visceral: el horror puede ser tanto o más efectivo cuando la indolencia está de por medio. La turbación inicial de Puerta al infierno pronto desaparece cuanto más se repiten los patrones violentos; por el contrario, a ese horror lo sustituye la incomodidad. Incomodidad por el tono desapasionado, casi sociópata,  con el que se recuerda el asesinato de un compañero de juegos: “Echamos sus zapatos y su ropa al agua esa tarde, junto con los cincuenta marcos. Nos juramos solemnemente que no diríamos ni media palabra al respecto, ninguno de nosotros”.

     El infierno de Hemmersmoor es aquel que los  años de crimen,  indiferencia y silencio han creado. La violencia cotidiana es tan propia del imaginario de Anke, Linde, Christian y Martin, que sus acciones escapan a los cuestionamientos impuestos por los límites morales. En Hemmersmoor no existen las segundas oportunidades, todo acto tiene una consecuencia: tristeza y condescendencia no tienen cabida en donde no hay redención. Christian recibe la ira de su madre sin chistar, pues es responsable de la muerte de su padre; Linde perdona al suyo después de que le desfigura el rostro al azotarla contra una vitrina de vidrio porque sabe que ella es la causa de su despido. En Puerta al infierno pasan cosas horribles y la vida sigue sin más. Hemmersmoor es un pueblo atrapado en la tradición, las humillaciones se recuerdan hasta el fin de los días y  nada se perdona por completo. No obstante, la facilidad con la que olvidan sus habitantes es irónica: “Antes del invierno la gente del este había desaparecido… Nadie lloró su ausencia, y lo que pasó con las personas que vivieron ahí antes que ellos, eso tampoco le interesaba a nadie. Nadie en Hemmersmoor parecía saber quiénes habían sido aquellos que vivieron y trabajaron en ese lugar y que había dormido en las barracas. Y que había muerto ahí. Esas personas nunca existieron”. Fuera del pueblo no hay nada, la vida es bastante dura para preocuparse por los demás.

     Que los protagonistas de Kiesbye sean niños no es capricho ni casualidad. La perspectiva infantil de sus narradores le permite llevar al límite la crueldad y el morbo humanos. Las acciones de estos niños los vuelven seres más mezquinos en tanto que desafían las expectativas impuestas por su misma condición. Aquí, la infancia no es esa etapa de ingenuidad e idilio, los niños de Kiesbye no son ajenos a la podredumbre del mundo, sino que tienen una lucidez casi perversa de cómo los instintos más básicos corrompen al ser humano. Hacia el final de Puerta al infierno, son las palabras de un forastero las que acaban con la pesadilla: “Incesto. Hombros estrechos, caderas anchas y pies grandes. Todos están emparentados entre sí. Y siguen creyendo en fantasmas”. La ilusión se viene abajo y el lector reconoce un hecho: no hay espectador inocente en el mundo de Kiesbye, tampoco él.

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