Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Bong Joon-ho, Parásitos, Corea del Sur, 2019.


Una estructura circular muestra en toda su crudeza la máxima de Parásitos, cercana a una frase que dejó para la posteridad Tancredi a su tío, el príncipe Salina, en El Gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. Pero la película de Bong Jooh-ho, en vez de referirse a la esfera pública y política, se instala en la esfera íntima y social para reflejar la lucha de clases. Y no solo nada cambia para la familia protagonista, la familia Kim, sino que su situación irá a peor.

Parásitos se abre con un plano a ras del suelo, desde un ventanal de una vivienda que está en un sótano. A través de esos cristales se ve un callejón. La cámara desciende hasta un joven (Woo-sik Choi), que busca con su móvil acceder a un wifi gratuito. Su móvil lo va moviendo hacia el techo, hacia arriba, localizando una salida al exterior a través de internet. Este avisa a su familia de que el wifi al que se conectaban ha cambiado de contraseña. Su familia está formada por su padre (con el rostro de uno de sus actores fetiche, Song Kang-ho), su madre y su hermana. Todos en paro. Y la película se cierra con el mismo plano a ras del suelo, el mismo callejón y la misma vivienda. La cámara desciende otra vez y, de nuevo, el mismo joven, pero escribe una carta de su puño y letra. Una despedida. Una carta que solo contiene sueños para seguir viviendo. Los cimientos de su familia se han roto. De nada les sirvió tratar de salir del sótano. La brecha social, la distancia, es demoledora. Cada vez más brutal.

Bong Jooh-ho se sirve en Parásitos de tres elementos clave para contar la odisea familiar. Por una parte la arquitectura. Los acontecimientos transcurren o bien en la vivienda-sótano de los Kim o bien en la vivienda de lujo de los Park, la familia para la que empezará a trabajar el joven protagonista. La vivienda de lujo también cuenta con un enorme ventanal, pero este va a dar a un patio amplio, limpio, hermoso y verde. Es una casa de diseño, donde las escaleras (sobre todo las que descienden) esconden secretos y giros de trama.

El otro elemento clave son los olores corporales, como diferenciadores del origen de cada una de las familias. Y el motor que despierta la humillación y la furia. El primero que destapa la caja de Pandora y lo verbaliza es el hijo pequeño de los Park. El niño señala a los padres que tres miembros del servicio poseen el mismo olor. El señor Park es especialmente “sensible” a los olores que no son de su entorno.

Y el último el juego que se establece con el propio título: ¿quiénes son los parásitos? En un principio se señala a los Kim. Al principio su callejón será fumigado y ellos dejarán la ventana abierta, para ver si la fumigación puede acabar con las chinches de su hogar. Y se verán envueltos por una nube tóxica, que les obligará a cerrar de nuevo la ventana. Después en otro momento de la película, la esposa bromeará con el marido y le dirá que siempre actuará como una cucaracha. Correrá a esconderse, siempre por sobrevivir. Pero también los parásitos pueden ser los Park, incapaces de mantener un hogar limpio y equilibrado y su estatus sin su servicio doméstico: los profesores de los niños, el chófer, la ama de llaves… Aislados en su espacio y seguros de ser merecedores de todos los privilegios pues pueden pagarlos. El señor Park deja claro que ninguno que esté a su servicio puede pasar la raya, para él es imprescindible mantener la distancia. Pero si no son los amables y pulcros Park los que estén habitando esa vivienda serán otros. Antes de los Park, vivió un arquitecto… Después de los Park, vendrá otra familia privilegiada. El orden se mantiene. Los parásitos van y vienen.

Bong Jooh-ho en varias entrevistas se ha mostrado un entusiasta del cine. Cinéfilo empedernido, siempre deja en evidencia su pasión por los grandes maestros clásicos como Alfred Hitchcock o su reconocimiento hacia directores como Steven Spielberg (además algunos medios y cineastas como Tarantino le han llamado el Spielberg coreano). No es de extrañar que cuando Parásitos ganó la Palma de Oro en Cannes, el cineasta dedicase el premio a Henri-Georges Clouzot (El salario del miedo o Las diabólicas) y a Claude Chabrol (El carnicero, La ceremonia). Ambos cineastas franceses tienen rasgos característicos que valora Jooh-ho a la hora de contar historias. El primero con un fuerte sentido de la tensión, del thriller y del terror, así como una galería de personajes perdedores y marginales. El segundo, con varias películas donde la lucha de clases es el epicentro, sin dejar de lado la tensión, la violencia y el suspense. Todos estos ingredientes están de alguna manera presentes en Parásitos.

Además de su fuerza visual, el director es un maestro en el manejo de la tensión y el suspense. También domina lo que sus admirados referentes no solían perder de vista (Hitchcock o Chabrol), el humor negro como instrumento narrativo y desestabilizador. Si bien Bong Jooh-ho conoce bien el cine de género, y sabe emplearlo, también le gusta no solo transgredirlo, sino mezclarlo. Así Parásitos va desde la comedia picaresca hasta el cine de suspense, pasando por el terror más gore a un cine social y político. Todo en uno. En esta película es importante el diseño de producción, es decir, las viviendas como un personaje más (con vida propia), igual que en las obras de otros referentes cinematográficos: el maestro del suspense (Hitchcock, por ejemplo, en Psicosis, donde unas escaleras bajan a un sótano revelador), Polanski (Repulsión o El escritor) o también su admirado Buñuel (El ángel exterminador, Ensayo de un crimen). Y también las viviendas como ejes para reflejar el conflicto social y sus extraños juegos y pulsiones como ocurre en El sirviente de Joseph Losey o en La regla del juego de Jean Renoir.

Bong Jooh-ho está construyendo una filmografía con personalidad propia, donde sus personajes suelen estar en los márgenes y la lucha de clases presente. Refleja también el contraste entre campo y ciudad o la soledad de sus protagonistas ante la dejadez y la incompetencia de las instituciones. El cineasta coreano juega con los géneros, los mezcla y sorprende con el resultado. Así en Memorias de un asesino, el thriller brillaba empapado con un humor que desentonaba con el tono de la historia, y esa combinación creaba un efecto que llamó la atención internacional hacia la obra de este director coreano. O en Mother, donde el melodrama más extremo se aliaba, de nuevo, con el thriller. Sorpresiva fue su impactante película de ciencia ficción, Rompenieves, donde en un tren escenificaba en distintos vagones la organización social y las injusticias.

Parásitos te hace reír hasta congelarte la carcajada. Si en un principio sus personajes son unos pícaros que se desenvuelven con inteligencia y habilidad para ir apoderándose del espacio y de la vida de una familia acomodada (extremadamente pulcra, excéntrica y educada), un factor sorpresa dará la vuelta a la tortilla. Y de pronto la risa se transformará en terror y el terror dará paso a un drama familiar y social, donde aquellos que hicieron reír, conmueven.

La familia Kim verá una puerta abierta cuando el hijo entra a dar clases de inglés a la hija de los Park. Poco a poco el joven va trazando un plan con cada uno de los miembros de la familia para ir quitando los puestos de trabajo a las otras personas de servicio y que esos puestos los ocupen cada uno de ellos. Todo va saliendo perfecto. Así su hermana entra como profesora de dibujo del hermano pequeño; el padre se hace con el puesto de chófer y la madre con el de ama de llaves. Los otros empleados van siendo expulsados de la mansión. Y los Park no son conscientes de que están metiendo a toda una familia en su casa, que los manipula a sus anchas. Ellos parecen ingenuos e inocentes, majos. Pero como dice la madre de los Kim, ella también podría ser maja y agradable si tuviese dinero.

Cuando durante un fin de semana, la familia Park se va de excursión; los Kim disfrutan de las comodidades de la mansión de los anfitriones. Pero, de repente, una llamada por telefonillo de la antigua ama de llaves, en una noche de tormenta, lo desbarata todo. Y las percepciones también. Un giro en la trama lo cambiará todo.

De pronto, la familia Kim no es tan pícara y despreocupada; ni los Park son tan inocentes (aunque siempre se muevan en la inconsciencia), ellos tienen muy clara la raya que los otros nunca deben sobrepasar. Mantienen cómodamente la brecha social. De pronto la comedia se va volviendo más tenebrosa hasta llegar a una explosión de gore para finalizar como un relato triste donde todo vuelve a su sitio. Brutal. La lluvia será además el elemento catártico. Un diluvio que apenas afecta a los Park, pero que hace recordar a los Kim de dónde vienen, y las injusticias del sistema. También se darán cuenta de que quizá se han equivocado de enemigos.

En la tragedia, en pleno diluvio, el padre de la familia Kim, ante la inminente desgracia, es claro con su hijo: para la supervivencia lo mejor es no trazar nunca un plan. Porque así “nunca se irá a la mierda”, y todo dará siempre igual, aunque todo se derrumbe a su alrededor.  Pero para su hijo trazar un plan soñado en esa carta final, e imaginarlo, es una manera de sobrevivir, de seguir adelante.

En Parásitos de nada sirven las nuevas tecnologías, que todo lo enfrían, lo que sigue funcionando para no borrarnos del mapa es la comunicación real en sus maneras más prosaicas: ya sea el morse o la palabra escrita en una carta. Ahí sigue habiendo emoción y verdad.

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