Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Octavio Paz, Obras completas, II. Excursiones / Incursiones: Dominio extranjero; Fundación y disidencia: Dominio hispánico, Fondo de Cultura Económica, México, 2014, 1019 pp.


Largo y laborioso, el segundo volumen de las Obras completas de Paz reúne dos líneas de su crítica literaria y  artística: “Excursiones / Incursiones”, textos dedicados a la obra de artistas de dominio extranjero, esto es, no hispánico, y “Fundación y disidencia”, dedicado al campo de la lengua española. Una breve historia editorial: en las Obras completas de 1994, también a cargo del FCE, ambas colecciones constituían volúmenes separados, el segundo y el tercero respectivamente. Siguiendo la edición de Galaxia Gutenberg de 1999, en ocho tomos, la reedición actual los reúne: una decisión acertada no solo por las ventajas prácticas que implica la reducción de quince tomos a ocho, sino por su coherencia con la visión  poética y vital de Paz, para quien todo viaje es un regreso, toda exploración una inmersión y todo cambio una permanencia. En palabras del propio poeta: “para volver a nuestra casa es necesario primero arriesgarse a abandonarla” (p. 554).

     ¿Qué lugar ocupan estos textos dentro de la obra de Paz? Uno marginal, pero no secundario: Paz, como Borges, se entregaba entero a cada uno de sus textos, sin hacer distinciones entre supuestos géneros mayores y menores. ¿Por qué digo, entonces, marginal? El mismo poeta lo explica en el prólogo a “Excursiones / Incursiones”, escrito en el 91, cuando Paz ya contaba con la distancia suficiente para hacer una evaluación de sí mismo. Dice, refiriéndose a los escritores que ha frecuentado: “son parte de mi ser y sin ellos no sería lo que soy. La obra de un escritor no consiste solamente en lo que dice sino que abarca esa zona no dicha desde la que escribe” (p. 15). Las lecturas de Paz de sus predecesores y contemporáneos, y los textos resultantes, toman su forma siempre a partir de esta tensión: Paz ilumina la obra de otros para iluminar la propia. Dicho también de otro modo: leer para Paz es alimentarse, asimilar y rechazar. Kierkegaard definió la educación como el camino que recorremos hacia nosotros mismos; podríamos tomar prestada la definición y aplicarla a este segundo tomo de las Obras completas: en su conjunto, estos textos –artículos, prólogos, notas breves– representan el camino que Paz recorrió hacia sí mismo, un proceso que, por otra parte, fue continuo y terminó con su muerte: el más reciente de estos textos se fecha en el 97. Aproximarse –siempre con cuidado, es decir: respetando su rica ambigüedad esencial– a “esa zona no dicha desde la que escribe”, ese centro invisible que alimenta tanto la crítica como la poesía de Paz y al que incesantemente señalan ambas, es el propósito de esta nota.

     Pero antes de sumergirnos en los textos particulares, y dado que inevitablemente hemos empezado ya a hablar de viajes que son regresos, rupturas que son continuidades, pluralidades que son unidades y libertades que son necesidades, me gustaría hacer un breve comentario sobre el genio de Paz, con la intención de evitar, más que una lectura equivocada, una lectura injusta de los textos que conforman este segundo volumen de las Obras completas. Al referirme al genio de Paz no hablo de los aspectos cuantitativos de su talento –un talento vasto e imponente– sino a su aspecto cualitativo: el temperamento espiritual que encauza y define la forma concreta en que este talento finalmente se vuelca. Lo que me gustaría señalar es que el genio de Paz es un genio conciliador. Como todo verdadero poeta, es decir, como un poeta de cualquier espacio y de cualquier tiempo, pero al mismo tiempo a partir de las preocupaciones particulares de su momento particular (hegelianismo, marxismo, existencialismo, psicoanálisis), Paz tiene una aguda consciencia de las contradicciones que viven en el individuo, de los opuestos que lo habitan: consciencia y realidad externa, eternidad y tiempo, amor y deseo, libertad y necesidad; Paz tiene una aguda consciencia del desgarramiento. Y el de Paz es un genio conciliador porque su afirmación más profunda, la que lo define mejor, es que la contradicción no es esencial sino aparente: reside en circunstancias accidentales: históricas y sociales. Ésta fue siempre la fe de Paz: que el individuo puede superar la contradicción en este mundo y llegar a la comunión con la realidad y con los otros hombres. Por esto Paz creía en la revolución, entendida como una liberación integral del hombre. Esta afirmación, este SÍ, sencillo y esencial, delimita naturalmente la familia espiritual a la que Paz pertenece, que va de la tradición hermética de la Antigüedad al romanticismo alemán y al surrealismo. Asimismo lo aleja, también de forma natural, de ciertos ámbitos literario-espirituales: la tragedia (recordemos la definición de Goethe: la tragedia es una oposición irreconciliable) y el cristianismo (de nuevo Kierkegaard: el cristianismo como paradoja absoluta). Una verdadera reflexión sobre la naturaleza del mal y la culpa, por ejemplo, está ausente de la obra de Paz: “Yo prefiero el otro tema de Occidente, el de Rousseau y el de Blake: la inocencia original” (p. 584). Y, aquí está lo esencial, la evidencia que Paz ofrece para su visión conciliadora no es filosófica –lo aterraba el uso de la dialéctica hegeliana durante el siglo XX– sino poética: el instante poético. “Ese instante anula la contradicción entre el esto y el aquello, el pasado y el futuro, la negación y la afirmación. No es la unión, la boda de los contrarios: es su disipación” (p. 752). Así, lo que debemos recordar es que Paz es siempre un poeta –el poeta inteligente, como lo describió Rossi. Leer su obra desde otra perspectiva es, de nuevo, no tanto una equivocación como una injusticia.

     Pasemos ahora a los textos. Dentro de “Excursiones / Incursiones”, dentro de su notable variedad, me gustaría señalar tres momentos que Paz considera de especial importancia para el desarrollo de la poesía occidental y de su propia poesía: el surrealismo, la poesía norteamericana y el descubrimiento del clasicismo oriental. En realidad, estos tres momentos representan para Paz tres respuestas distintas ante una misma realidad: el horror a la modernidad (pase por ahora el uso inocente del término: más adelante se discutirá la ambigüedad que el término tenía para Paz y las relaciones ambiguas que Paz tenía con el término). A su vez, son tres los aspectos que atraen a Paz a estas corrientes, tres aspectos que contradicen ciertas nociones de la modernidad: la disolución de la individualidad, del ‘yo’, de donde deriva la obsesión de Paz con la poesía colectiva, idea romántica, práctica oriental (renga) y anhelo revolucionario; la negación del tiempo lineal (simultaneísmo de The waste land y los Cantos, el haikú y el instante inconmensurable); la tentativa de reconciliación (regreso a los poderes creadores de la infancia del surrealismo, “plenitud del vacío” de la literatura japonesa) que significa la destrucción de la fe en las posibilidades redentoras del futuro: reconciliación con el presente. Acaso estos tres aspectos puedan reunirse en una sola convicción esencial: la poesía como conocimiento: “la poesía de nuestro siglo XVII aspira a embelesar, su fin es la belleza; la moderna es una explosión o una exploración: destrucción o descubrimiento de la realidad” (p. 728). Esto requiere un comentario aparte.

     He señalado ya una característica del pensamiento crítico de Paz: su absoluta dependencia del instante poético como punto de partida. Tal vez sea momento de llamar a este instante poético por su verdadero nombre o, al menos, por otro de sus muchos nombres: éxtasis. No es caprichoso ni gratuito el interés de Paz por las drogas, en especial por las investigaciones de Henri Michaux con la mezcalina: vio muy bien que la experiencia de la que hablaba no era en realidad muy distinta a la experiencia que proporcionaban las drogas y vio asimismo el peligro que esto representaba: “la droga nos devuelve al centro del universo, punto de intersección de todos los caminos y lugar de reconciliación de todas las contradicciones” (p. 177). Por eso, aunque su discusión sobre el tema nunca es simplista ni cae en el reduccionismo moralista, su conclusión final es la condena: las drogas producen visiones inauténticas, mientras que la poesía produce visiones auténticas. Condena que, como se puede ver, aspira más a salvaguardar la experiencia poética que a rechazar el uso de la droga. (Sospecho que es estéril discutir con Paz sobre particulares; si queremos verdaderamente dialogar con él, poner en entredicho su visión, debemos remontarnos a su punto de partida: el instante poético. Por ejemplo: ¿significa algo verdaderamente la disolución de los contrarios en el momento del éxtasis? Es decir, ¿conocemos algo verdaderamente cuando lo que hacemos es olvidarnos de nosotros mismos?, ¿no se trata únicamente de una mistificación?). Lo que me interesa señalar aquí es la concepción de Paz de la verdad, no como una serie de proposiciones, sino como una experiencia. Probablemente una herencia de la lectura temprana de Nietzsche, Paz tiene una interpretación vitalista de las ideas: las ideas no son falsas o verdaderas, son áridas o fértiles. No importa si el ‘yo’ existe o no existe, importa que su idea, en este momento, nos ahoga: debemos deshacernos de ella o, al menos, modificarla. Y, así como la verdad entendida como una proposición requiere de un método acorde a esta concepción –el método lógico-racional–, la verdad entendida como experiencia requiere su propio método: la analogía, forma del pensamiento presente desde la Antigüedad hermética hasta el surrealismo: “todo está vivo: todo habla o hace signos; los objetos y las palabras se unen o separan conforme a ciertas llamadas misteriosas; la yedra que asalta el muro es la cabellera verde y dorada de Melusina” (p. 139). El conocimiento que el poeta proporciona es entonces el conocimiento de las relaciones secretas que rigen al mundo y que unen o identifican, por ejemplo, a la mujer con la naturaleza, a la escritura con las constelaciones, al ciclo solar con el movimiento de la consciencia. Y este pensamiento analógico desemboca necesariamente en la analogía que contiene a todas las analogías, el ritmo: “como lo creían los antiguos, y lo han sostenido siempre los poetas y la tradición oculta, el universo está compuesto por contrarios que se unen y separan conforme a cierto ritmo secreto” (p. 145). Podemos responder ahora a la pregunta inicial. ¿Qué significa para Paz la poesía como conocimiento? Significa la experiencia del ritmo del universo, la inserción del hombre dentro del ritmo del universo, su acoplamiento. Y a Paz lo atraen los poetas y los movimientos poéticos que comparten esta concepción, es decir, que se proponen como objetivo llegar a esta experiencia. El poema es entonces rito y aporta un conocimiento ritual: el tránsito de la realidad de los contrarios a la realidad del ritmo cósmico.

     La discusión sobre el ritmo tiende un puente entre las reflexiones de Paz sobre corrientes artísticas extranjeras y sus consideraciones del ámbito hispánico. En efecto, Paz señala al modernismo –Darío y seguidores– como el momento en el que nace la literatura hispanoamericana. A su vez, señala al modernismo no por aquello que tuvo de novedad –el léxico insólito, las imágenes inusitadas–, sino por el redescubrimiento de una tradición profundamente hispánica, en su momento olvidada: la versificación rítmica. Y este descubrimiento es también el descubrimiento de lo que la poesía hispánica –peninsular y americana– tiene de universal: “ignorada por los tradicionalistas, esa corriente se revela universal; es el mismo principio que rige la obra de los grandes románticos y simbolistas: el ritmo como fuente de la creación poética y como llave del universo” (p. 688). De nuevo: la invención como descubrimiento, la búsqueda como regreso, la heterogeneidad de las manifestaciones y la unidad secreta.

     Al ocuparse del ámbito hispánico, una pregunta tiene especial importancia para Paz: ¿es nuestra literatura moderna? Pregunta que inevitablemente lleva a otra: “¿Qué es la modernidad, cómo definirla, en qué consiste?” (p. 531). Al hablar de la modernidad en la obra de Paz entramos en uno de sus espacios más ambiguos: un espacio infinitamente rico –a él le gustaría, fértil: más allá de lo que Paz explique o no explique sobre la modernidad, la idea o el impulso de lo moderno fue tal vez su estímulo creativo más importante– e infinitamente elusivo. Primero, sus relaciones con la modernidad fueron siempre ambiguas: un intenso amor acompañado de un constante deseo de trascendencia. Digo ambiguo y no contradictorio porque para Paz la tradición moderna precisamente se construye a través de la ruptura, de forma que ruptura y continuación son una misma cosa, el deseo de trascender la modernidad no es en realidad más que el tributo del amor a la modernidad. Esto no significa, sin embargo, que el deseo de trascendencia se reconcilie con su suerte moderna. De ahí la ambigüedad inevitable de las relaciones de Paz con lo moderno: las caras de esta relación son siempre cambiantes, son siempre una perspectiva incompleta. La cuestión se aclara un poco –no me atrevería decir que se resuelve del todo, y es mejor así– cuando consideramos el contenido concreto que Paz da al término. Aquí nos damos cuenta que una parte de la confusión proviene de dos usos distintos: “en fin, aunque en algunos de los seis poetas que forman la primera parte de Laurel, sobre todo en Lugones y en Jiménez, aparecen ya ciertos rasgos que anuncia la poesía que surge hacia 1920, ninguno de ellos puede ver como un verdadero contemporáneo de Apollinaire, Reverdy o Pound. En el sentido amplio de la palabra son modernos; no lo son en la acepción más restringida e histórica que doy al término” (p. 600). Hay para Paz entonces dos acepciones de la modernidad: una amplia y una concreta o histórica. Mejor: una concepción amplia e infinitas concepciones históricas: “… hay tantas modernidades como sociedades” (p. 544). La esencia de la modernidad –la concepción amplia– es la ruptura, es decir, la búsqueda. Paz, por ejemplo, es anti-moderno en tanto que niega dos nociones fundamentales de la modernidad que va de Descartes a Kant: la existencia del individuo y la concepción lineal del tiempo; es moderno en tanto que lleva a cabo esta negación y emprende la búsqueda propia. Es moderno Paz –la concepción concreta– en tanto que, como Baudelaire, su poesía es poesía de la ciudad; las generaciones siguientes tendrán que ser modernas de otra forma. De esta dialéctica continuidad-ruptura solo se pueden desprender dos conclusiones. O la modernidad es la ley del parricidio: “… me rebelo contra mis padres y mis hijos me apedrean” (p. 627), o la modernidad es un término vacío. Esta es la conclusión a la que Paz finalmente llega: “¿La modernidad es un nombre vacío? Temo que esto último sea cierto. La modernidad es un expediente, una manera de nombrar lo que todavía no tiene nombre. Nos llamamos ‘modernos’ porque ignoramos nuestro nombre” (p. 531). Lo que no significa, por supuesto, que el afán de Paz haya sido vano: “si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos” (p. 545). Así, la reflexión crítica de Paz en torno a la modernidad se resuelve o, más bien, retorna a dos preocupaciones centrales de su poesía, ya mencionadas: la tentativa de reconciliación –lo moderno rompe con su tiempo porque afirma la existencia de una realidad ‘superior’ y entonces Paz descubre que “la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes” (p. 545)– y la Idea como fuente de vitalidad.

     Si la dialéctica continuidad-ruptura determina la ambigüedad de las reflexiones de Paz en torno a la modernidad, le sirve en cambio para subrayar de forma magistral otra de sus preocupaciones centrales en el ámbito hispánico: la unidad de su tradición literaria. La ambigüedad desaparece por completo debido a un factor: el español como terreno sobre el que se efectúan los rompimientos. Para Paz la obra es producto de la tensión entre dos fuerzas: el lenguaje como una entidad autónoma y el temperamento creador del individuo concreto. La primera consecuencia de esto es la necesaria negación de la idea de literatura nacional: “ahora bien, el nacionalismo no sólo es una aberración moral; también es una estética falaz. Nada distingue a la literatura argentina de la uruguaya; nada a la mexicana de la guatemalteca. La literatura es más amplia que las fronteras” (p. 551). A un criterio de clasificación nacional, Paz contrapone uno estético y espiritual: “más útil que dividir a los escritores por su nacionalidad, es pensar en las afinidades que los unen o en las antipatías que los separan. Hay familias de escritores como hay temperamentos humanos” (p. 528). Y es el español el que brinda la posibilidad de la convivencia y la comunicación a estos distintos temperamentos, peces circulando en el agua del lenguaje materno, como diría Arreola. Esta consciencia del español como un organismo autónomo, que sin embargo el poeta debe ser capaz de amoldar a su propio espíritu, lleva a Paz a tomar una posición crítica frente a un problema poético que reaparece a lo largo de todo el volumen, desde la discusión sobre Mallarmé hasta la de Vicente Huidobro, pasando por William Carlos Williams: la tensión entre el sentido y el ser, entre el lenguaje como significante y el lenguaje como creador. Reconocer la existencia autónoma del lenguaje significa reconocer la presencia del mundo dentro del lenguaje: negar cualquier posibilidad de ‘poesía pura’. Paz, hablando sobre lo que considera el defecto esencial de Altazor: “… el fracaso de Altazor –si puede hablarse de fracaso- es otro: no es poético sino espiritual. Y no es un fracaso insignificante sino prometeico: hablamos porque no somos dioses. Y cuando queremos hablar como dioses, perdemos el habla” (p. 724). Más adelante: “… los dioses, al hablar, producen; los hombres, al hablar, relacionan” (p. 725). La tarea del poeta es el descubrimiento de las relaciones secretas del universo, no la creación de un universo autónomo. De la misma forma que Paz rechaza un criterio nacional de la literatura, rechaza también un criterio absolutamente individual: el espíritu personal quiere expresarse a través de la lengua, pero también “ella habla a través de nosotros” (p. 642). Otra consecuencia del lenguaje como entidad autónoma (y aquí la crítica debería prestar atención): la absoluta preeminencia del producto sobre la intención, del poema sobre la figura del poeta. Los logros de un poeta serán los logros de sus poemas particulares, su visión poética será, no aquella que deseó, sino aquella que efectivamente logró plasmar dentro de los límites de una lengua concreta: “la forma significa; y más: en arte sólo las formas poseen significación. La significación no es aquello que quiere decir el poeta sino lo que efectivamente dice el poema” (p. 390). Poesía objetiva, otro de los intereses de Paz: el poema como objeto, como arquitectura, como mecanismo independiente de la supuesta existencia de un autor.

     He intentado en los párrafos precedentes iluminar un poco las preocupaciones centrales en torno a las cuales Paz teje su amplia reflexión crítica y mostrar la unidad de esta reflexión, “no la unidad de la teoría ni la del tratado sino la más secreta de la vida” (p. 16). He intentado, también, cumplir con el que Paz consideraba el deber primordial de la crítica: ser la palabra racional (p. 574). Para finalizar, me gustaría cambiar el tono de la crítica por el del homenaje. Mejor: me gustaría hacer del homenaje la consecuencia natural de la crítica y, retrospectivamente, mostrar que la crítica es también una forma del homenaje. En efecto, si podemos dialogar de forma tan intensa con la obra de Paz –si podemos exaltarnos y desesperarnos con ella, si podemos abrazarla con celo o rechazarla con desprecio–, esto se debe a la grandeza de la obra misma: a su densidad intelectual, a su amplitud y hondura, pero, sobre todo, a la pasión vehemente que lo mueve y nos mueve. Frente a Paz ocurre lo que frente a ciertas manifestaciones religiosas: se trata de visiones tan definidas, de posturas tan radicales e íntegras, que nuestra reacción inmediata tiende a ser o la aceptación o el rechazo incondicional. Un rechazo que, en su incondicionalidad, es un verdadero tributo a la obra que lo suscita. Por lo demás, ¿qué podemos hacer sino rendirnos ante líneas como éstas?: “anglómano, miope, cortés, huidizo, vestido de oscuro, reticente y familiar, cosmopolita que predica el nacionalismo, investigador solemne de cosas fútiles, humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua, y como ella, vertiginosas: fingir es conocerse, misterioso que no cultiva el misterio, misterioso como la luna del mediodía, taciturno fantasma del mediodía portugués, ¿quién es Pessoa?” (p. 85).

     Todos los textos de Paz ofrecen al lector alegrías como ésta y más. Léase, por ejemplo, la primera parte de la introducción a la antología Laurel, en la que Paz narra sus encuentros y desencuentros con Neruda: exposición acabada, inteligente y amena, de un género considerado menor, el chisme literario. Por más que Paz haya insistido en la disolución de la individualidad, son sus apariciones personales las que más nos emocionan. El segundo volumen de las Obras completas ofrece un espectáculo singular: Paz leyendo a otros y, treinta o cuarenta años después, leyéndose a sí mismo leer a otros. Un enfrentamiento entre el Paz de la senectud –menos entusiasta, más desconfiado– y el Paz que, en un artículo del 61, se atrevió a afirmar la inevitable desaparición de las fuerzas que mantenían separada y humillada a América Latina. Una nota al pie, agregada treinta años después, nos desarma por su simplicidad y franqueza: “Pequé de optimismo” (p. 552). La lectura de este volumen nos deja en el espíritu la imagen de un Paz dubitativo, ya cercano a la muerte, que no tiene certezas sobre el presente y que siente una gran desconfianza ante el futuro: un Paz que es absolutamente nuestro contemporáneo.

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