Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Margaret Atwood, Nada se acaba, Lumen, Barcelona, 2015, 408 pp.


Nada se acaba, publicada en 1979 bajo el título Life Before Man y recientemente traducida al español, es un recorrido tortuoso por la vida de tres personajes, a cuál más irritante. Por supuesto, con Margaret Atwood (Ottawa, 1939) entreverando los destinos de Elizabeth, Nate y Lesje (pronunciado Laisha), el mundano triángulo amoroso se convierte, además, en un análisis minucioso y casi doloroso de la condición humana. Desafortunadamente, la destreza prosística de Atwood no parece justificar la monótona historia de Nada se acaba.

Primera referencia: Canadá, 1975 a 1978, un matrimonio y varios amantes. Los protagonistas de la novela son: Elizabeth, orgullosa y controladora; su esposo Nate, rey de la autocompasión y amante indeciso; y Lesje, enamorada de este, una jirafa insegura y torpe que prefiere la compañía de fósiles de dinosaurios. Quizá convenga mencionar también al fallecido Chris, último amante de Elizabeth, más fantasma que persona; su suicidio precipita el hundimiento de una pareja unida por la necesidad o la indiferencia: “[Elizabeth] detesta que alguien la domine. Nate no tiene ese poder, nunca lo ha tenido. Casarse con él fue fácil, como probarse un zapato”. Cierto es que el matrimonio de esos dos escapa de los convencionalismos. Si algo comparten es un compañerismo cimentado en la tolerancia y el abandono de toda pretensión sobre sus verdaderos sentimientos. Tanto Nate como Elizabeth se precian de ser “civilizados”, las infidelidades son parte de su acuerdo de convivencia, que tratan de conservar a toda costa “por el bien de las niñas”. Los dos están conscientes de no ser suficiente para su compañero, no hay restricciones mientras le informen al otro del amante en turno y respeten sus responsabilidades como padres. La otra regla implícita de la que no se habla es la que impuso Elizabeth: Nate puede acostarse con quien quiera mientras ella siga siendo su “dueña”, como la llama una de las amantes del esposo. Esta suerte de amistad que han conseguido forjar en diez años de deprimente unión marital es su motivo de orgullo, y al mismo tiempo su prisión; ninguno está, ninguno se va. El ritmo natural cambia con la irrupción de Chris en sus vidas, desde el inicio un presagio del fin: “Que no se lo haya contado significa solo una cosa: que no quiere que la perdone. O dicho de otro modo, le da igual que la perdone o no. O, se le ocurre, puede que haya decidido que no es quién para perdonarla”. Con este acto, Elizabeth estableció su autonomía y su superioridad,  Nate solo se doblegó.

Segunda referencia: el Museo de Historia Natural de Toronto. Para Elizabeth y Lesje es un refugio, su lugar de trabajo; para Nate representa la familiaridad que tanto necesita; a lo Holden Caufield, el museo es aquella parte de su vida que permanece inmutable. Tanto así que las dos mujeres son intercambiables, un accesorio en una escena reconfortante: “Subirá las escaleras y se apoyará en el mismo sitio donde antes esperaba a Elizabeth, con un hombro contra la piedra. Encenderá otro cigarrillo, verá ir y venir a los visitantes del museo como si fuesen de compras, y esperará a que salga Lesje”. Para Lesje, la devota de los dinosaurios, que vive en un mundo de fantasía prehistórica, es un lugar casi sagrado. Camina entre reptiles gigantes, vigila desde las copa de los árboles, aislándose más y más de un mundo que no comprende: “En la prehistoria no hay hombres, ni otras personas, solo algún observador solitario como ella, un turista o un refugiado, acurrucado con sus prismáticos en su propio helecho y dedicado a sus propios asuntos”. En cambio, para Elizabeth el museo es la última conexión tangible con Chris, quien trabajaba como taxidermista ahí.

Los personajes de Atwood pelean contra la extinción, prefieren destruirse antes de que desvanecerse. Chris fue el primero en ver el final, el balazo en la cabeza fue su manera de imponer su voluntad ante Elizabeth: si ella lo rechazaba en vida, estaría a obligada a cargar con la culpa de su muerte. Elizabeth, por su lado, se aferra al orgullo antes que hundirse con Nate: “Así que tendrá que pedírselo, decirle que se marche. Si no puede salvar nada más del naufragio, al menos salvará las apariencias”, dice cuando el tiempo se agota. Lesje y Nate, en cambio, son la salvación y la condena del otro: ella lo ama porque prefiere ser la versión de Nate de su propia persona, Nate la ama porque a su lado se siente capaz de proteger y proveer como nunca hizo con Elizabeth, para quien cumplía la única función de llenar un hueco: “Quédate en tu sitio, Nate. No toleraré ese vacío”.

Nada se acaba es una ventana que asoma hacia la complejidad de las relaciones y la naturaleza humanas. Atwood explora el territorio ya conocido de las infidelidades, la costumbre y la necesidad, sin ir más allá. La autora logra armar una novela que funciona narrativamente, pero que está lejos de la agudeza de obras como La mujer comestible o del ingenio de Oryx y Crake.

 

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