Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guillermo Fadanelli, Mis mujeres muertas, Grijalbo Mondadori, México, 2012.


Hace unas cuantas semanas tuve la oportunidad de asistir a una plática de Guillermo Fadanelli en la Feria Internacional del Libro Monterrey. La pequeña sala destinada para el evento estaba casi llena y la audiencia no podía ser más disímil: desde jóvenes punks con camisas de los Dead Kennedys hasta hombres de cabello blanco armados con pluma y papel para la toma de apuntes. Después de tomar asiento y expresar su sorpresa por la cantidad de asistentes, Fadanelli dijo: “Ustedes deben ser las personas más inteligentes de Monterrey… o las más perversas”. Creo que la broma expresa de forma inmejorable la ambigüedad que rodea su figura y su obra. ¿Quién es Guillermo Fadanelli? ¿Un representante más de la cultura y la literatura urbana del Distrito Federal? ¿El primer gran discípulo mexicano de Bukowski? ¿Un amante de la desaparición y el vagabundeo en la línea de Robert Walser y, más recientemente, Enrique Vila-Matas? ¿Un moralista descendiente de los rusos? ¿Un humorista y polemista a la manera de Philip Roth? Es ésta una pregunta importante y que debe tenerse en cuenta al momento de aproximarse a la última novela de Fadanelli, Mis mujeres muertas, una obra que por su sobriedad y concisión adquiere las resonancias de una parábola y que, por esta misma razón, se torna en un objeto al mismo tiempo familiar y misterioso.

     Mis mujeres muertas es la historia de Domingo J. Mancini y su misión. Me permito citar en su totalidad el primer párrafo de la novela, que resume admirablemente tanto la trama como el tono de la obra: «Para cierta clase de hombres cumplir una misión resulta completamente imposible. Y qué va a importar si la misión es sencilla o no requiere más que de unas cuantas horas para llevarse a cabo; el solo hecho de asumir una responsabilidad los paraliza y vuelve su vida un constante lamento. Éste es el caso de Domingo J. Mancini, a quien sus hermanos le habían asignado una misión de importancia capital: colocar una lápida en la tumba de la madre recién fallecida. ¿Por qué se tiene que trastornar la vida de un hombre bueno, ebrio e indefenso asignándole una misión?, se preguntaba Domingo, y él mismo se respondía: porque los seres humanos no descansarán hasta hacer que todas las personas de quienes se rodean sean infelices» (11). Todo Mis mujeres muertas se encuentra en estas primeras líneas: la pérdida de la madre y la orfandad como situación existencial, el conflicto entre la responsabilidad y la desidia, la íntima conjunción de humor y pesimismo. Más importante: la complejidad moral del protagonista, Domingo, un hombre “bueno, ebrio e indefenso” cuyos conocimientos del alma humana acaso sean inferiores solamente a sus conocimientos sobre el alcohol.

     Creo que un punto de partida seguro para aproximarnos a la elusiva figura de Domingo podemos encontrarlo en Insolencia, literatura y mundo, ensayo publicado por Fadanelli apenas unos meses antes que Mis mujeres muertas y que mantiene con ésta vínculos que van más allá de su publicación casi simultánea. Encontramos en este ensayo sobre el desencanto el siguiente pasaje: “Creo que en una época como la que vivimos sólo el ser absolutamente mediocre e inocuo puede acceder al perdón de sí mismo y a una sabiduría que no dependa exclusivamente de terceros…” (88). Domingo es la realización poética de esta tesis moral. Su vida entera es el intento de “encarnar en el anhelado y romántico cero absoluto” (73). Es una apuesta atrevida: un hombre cuyos intereses se reducen al alcohol y al sexo como única realización posible del ser moral en nuestros días. “El verdadero borracho –lo sabía Domingo– no ha de llamar la atención; debe ser prudente, sosegado e instalarse en un estado de no existencia” (79). Más que una enfermedad, el alcoholismo es el camino hacia una vida moral que Domingo ha elegido. No son escasas tampoco las referencias al ascetismo y la santidad a lo largo de la novela: “Un bautizo de fuego a las tripas con el fin de purificarlas” (31); “era probable que sus lágrimas fueran consecuencia de haberse bebido más de una botella de ron sin hielo, camino directo para que un agnóstico pierda la concentración en el presente y recite pasajes enteros de los libros sagrados en espera de traspasar esa barrera que divide lo divino de lo concreto…” (60). Para el resto de los personajes que conforman la obra, sin embargo, Domingo no es nada más que una basura. Constantemente lo invitan a producir, a ser un hombre de bien y un miembro provechoso de la sociedad. Mis mujeres muertas es, en primer lugar, la historia de un hombre bueno intentado vivir en un mundo que está podrido: Mis mujeres muertas es una novela romántica.

     Otra forma de entender la visión que Domingo tiene del mundo y del vivir de los hombres es a través de sus lecturas. Dejando a un lado su amor por los tratados de mecánica antigua, sus lecturas literarias se centran en un núcleo de autores que incluye a Kafka, Fernando Pessoa, Roberto Arlt y los escritores rusos del siglo XIX. Aunque el problema de la ausencia de Dios no es tratado explícitamente en la novela, está claro que Domingo J. Mancini pertenece a la línea de personajes que inicia con el Hombre del Subsuelo de Dostoievsky y pasa por Gregorio Samsa, Bernardo Soares y Silvio Astier. Creo que es con el mundo de este último –Roberto Arlt– que Mis mujeres muertas admite la comparación más cercana. En ambos mundos –el de Arlt y el de Fadanelli– el aburrimiento y la desgracia son fenómenos íntimamente ligados. Los protagonistas de Roberto Arlt, consciente o inconscientemente, buscan la salvación de su vida cotidiana y vulgar a través del dolor propio o ajeno. Piensan: que me suceda algo interesante en la vida, aunque este algo sea destruirle la vida a un hombre. Los personajes de Fadanelli no son tan decididos, aunque no son menos perversos. En Mis mujeres muertas, el Distrito Federal se configura como una infinidad de ojos a la espera del hecho atroz: “¡Qué feliz habría sido de encontrar un cadáver tendido allí dentro, o al menos una pierna o un miembro mutilado: ¡algo! ¡Algo!” (65). En Fadanelli la desgracia ajena se transforma en pasatiempo colectivo. Otro punto de contacto entre ambos autores es la visión que dentro de sus obras se configura sobre el dinero y el trabajo. No es que Domingo o Silvio Astier consideren el dinero como un agente malo intrínsecamente, sino más bien que ambos consideran cualquier esfuerzo por hacerse de dinero como algo que está por debajo de su dignidad: “Enfrentar a sus hermanos por unas cuantas monedas, ¡qué despreciable!, ¡qué manera de asesinar las últimas migajas del espíritu” (17). El trabajo –sea éste el de abogado, médico, bibliotecario, vendedor–  no es entonces un espacio en el que el hombre ejerce y desarrolla sus fuerzas particulares sino la encarnación misma del absurdo: trabajar para comer y dormir, comer y dormir para trabajar. Una diferencia importante, sin embargo, separa a ambos novelistas, una diferencia que nos remite no sólo a una distinción de temperamento en la obra de ambos sino a una distinción jerárquica. La fuerza trágica de los personajes de Arlt reside en su interminable búsqueda de salvación, sin importar que esta búsqueda se emprenda la mayoría de las veces por vías en la misma medida hilarantes y horrorosas. Domingo es un personaje que invita tanto a la risa como a la compasión, pero no es un personaje trágico. En el mundo de Fadanelli, a diferencia del de Arlt, la salvación no se vislumbra ni siquiera en la distancia: en Fadanelli no hay tragedia porque sus personajes son conscientes de que todo estuvo perdido desde el inicio.

     No faltará quien se queje de que en Mis mujeres muertas no pasa nada. Los eventos de la novela se reducen al perpetuo aplazamiento por parte de Domingo del cumplimiento de su misión. Seguimos a Domingo haciendo otras cosas en lugar de dirigirse al cementerio en el que lo espera la tumba anónima de su madre: Domingo yendo a distintos bares, Domingo conversando con el tendero de su edificio, Domingo conviviendo con Isolda, la joven vecina que despierta de nuevo el deseo en Domingo, dentro de su departamento. ¿Qué interés pueden tener para el lector todos estos eventos en apariencia triviales? Creo que lo único que Fadanelli hace aquí es poner en juego otra de sus preocupaciones recurrentes: el contacto con el otro. Mis mujeres muertas es una novela que a la pregunta ¿cómo puede vivir el hombre?, añade una pregunta adicional: ¿cómo puede vivir el hombre con otros? Por esto la novela favorece los espacios cerrados: bares, tiendas, oficinas, departamentos, espacios en los que el contacto, por no decir el enfrentamiento, con otros hombres es casi inevitable. El modesto edificio de departamentos que habita Domingo con sus vecinos es un mundo en miniatura en el que inevitablemente surgen acusaciones, intromisiones, condenas morales, chismes y, en breves destellos, el amor y la solidaridad. El mismo Domingo puede pasar de la consideración absoluta hacia los otros –“los vecinos se habían convertido para entonces en su máxima preocupación: no tenía ningún derecho a molestar a todos esos seres honrados que se levantaban de su cama desde hora temprana para acicalarse y trabajar y poder así llevar el pan a sus casas” (61)– a la ira y el desprecio directo, como cuando responde al hombre encargado de grabar la lápida de su madre: “Entonces no habrá frase de despedida; olvídelo (…) En cincuenta años los perros y los hombres estarán mezclados y mearán sobre todo lo que hoy se hace con tanto esfuerzo. Cuando el agua bendita se termine, habrá mares de orines y olas y gaviotas, y todo. ¿Cómo ve?” (20). La preocupación de Mis mujeres muertas es tanto por el hombre como por el ciudadano, tanto por la situación metafísica y espiritual de nuestros tiempos como por su caos civil.

     ¿Quién es, entonces, Guillermo Fadanelli? A sabiendas de que una respuesta única o exhaustiva es imposible e incluso indeseable, arriesgo que Fadanelli es, sobre todas las cosas, un escritor responsable. Está claro que con esto no me refiero a Fadanelli como un escritor comprometido o a sus libros como panfletos de alguna visión reduccionista de la existencia. La responsabilidad de Fadanelli es una responsabilidad literaria. Es, en primer lugar, la comprensión de que la tarea del escritor consiste fundamentalmente en dos cosas: escribir un buen libro y mantener vivo el diálogo que, desde Homero hasta Borges, el espíritu del hombre ha mantenido consigo mismo. Es además una literatura decididamente moral: la reflexión que conjura tiene su centro en las distintas formas en que el hombre decide o puede decidir vivir su vida. Así, como todo buen libro debe hacerlo, Mis mujeres muertas mantiene un diálogo no sólo con la tradición literaria que lo precede sino con la vida real y concreta de su lector en turno. Y creo que es gracias a esto que Mis mujeres muertas adquiere un peso y una necesidad que están hoy demasiado ausentes en el ámbito de las letras. Debajo de la desesperación y de la angustia, de lo grotesco y de lo patético, debajo del cinismo y la ironía y la insolencia que abundan en los libros de Fadanelli, podemos encontrar o al menos entrever un pequeño destello de fe: fe en la importancia de la novela, en la literatura como posibilidad de diálogo, en el valor vital y real del acto de lectura. La escritura de Fadanelli toma toda su fuerza de esta convicción.

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