Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ian McEwan, Máquinas como yo, Anagrama, Barcelona, 2019, 355 pp.


Cuando, en 1975, se desclasificaron los archivos secretos británicos de la Segunda Guerra Mundial y salió a la luz pública la figura de Alan Turing, el inventor de la inteligencia artificial, las novelas de espionaje se hicieron anacrónicas. Pues “Colossus”, la Máquina Discreta Universal diseñada por Turing en 1943 dentro de un búnker cerca de Londres, no solo interceptó y descifró los mensajes de otra poderosa máquina criptográfica del alto mando del ejército nazi, Enigma, sino que en sus desarrollos posteriores permitió absorber y examinar automáticamente –es decir: convertir en bits– cualquier susurro, imagen o mensaje en Moscú o en Pekín desde poderosos satélites equipados de cámaras y micrófonos. La inteligencia artificial, la computación, hizo superfluo el trabajo de espías o agentes secretos y hasta de los “intelectuales”, esa moderna casta de brujos y adivinos, como los llama Friedrich Kittler. Dicho de otro modo, Ian McEwan (Inglaterra, 1948), el autor de la novela que nos proponemos reseñar, no es John le Carré. Más bien, Máquinas como yo podría hermanarse en el tema de la inteligencia artificial y de la cibernética con Gravity’s Rainbow (1973) de Thomas Pynchon, aunque McEwan sea demasiado soft –flemático– en contraste con el delirante neoyorquino Pynchon.

La novela de McEwan transcurre principalmente en la primavera y el verano de 1982. Pero plantea otra historiografía paralela de la Posguerra o de la Guerra Fría. Imagina que los servicios secretos británicos no ocultaron el “caso Turing” por más de 30 años, sino que Turing aún está vivo en 1982 y que es un “héroe de guerra” como Churchill. Esta pequeña variación de la Historia oficial, a los ojos de McEwan, supone un cambio radical. Pues si Turing no está muerto y su caso no ha sido archivado por tanto tiempo, en 1982 ya la gente tiene computadores personales, acceso a internet y hasta puede adquirir algunos humanoides a la venta: robots equipados con inteligencia artificial para uso doméstico y recreativo. Aun más, si en 1982 el desarrollo de la inteligencia artificial nunca ha sido un top secret para las agencias secretas angloamericanas (el M16 británico y el NSA estadounidense), los algoritmos de Turing están en poder de nuevos gobiernos fascistas. En 1982 ya no es la Alemania nazi la que amenaza a Inglaterra, sino la Argentina de la Junta Militar (1976-1983). La fragata Broadsword y el portaaviones Hermes no logran cruzar el Atlántico sur. Son despedazados por los Exocet serie 8, unos misiles teledirigidos por algoritmos de inteligencia artificial en poder del ejército argentino. La señora Thatcher acepta la derrota en Downing Street. Las islas Falkland pasan a llamarse Malvinas. El fascismo se fortalece en el Cono Sur.

Semejante distopía histórica, por llamarla de algún modo, es el correlato de la voz protagónica de Charlie. Flemático o demasiado británico, Charlie, el protagonista, tiene 32 años en 1982. Desde muy joven lo ha fascinado la electrónica, pero desconfió de los brutales entusiasmos y mejor decidió estudiar antropología. Al interesarse por culturas exóticas en donde la violación o la ablación genital femenina o el degollamiento del hombre infiel resultaban prácticas cotidianas,  Charlie se hace profundamente relativista. La gente rubia del sur de Inglaterra se le hizo demasiado provinciana y moralista. En otras palabras, la antropología presupuso en Charlie un interés por el poshumanismo y la robótica. No en vano él mismo ha escrito, según nos cuenta, un libro corto sobre la inteligencia artificial con el que ha ganado cierto dinero. Pues, para Charlie, el cerebro y la electrónica están estrechamente relacionados. “Lo descubrí en la adolescencia –dice él mismo– mientras montaba ordenadores sencillos y los programaba. La electricidad y unos trozos de metal podían sumar números, componer palabras, imágenes, canciones, y recordar cosas e incluso convertir el habla en escritura”. Charlie ha hallado que la mejor forma de investigación está en las novelas. Menciona tres: Catch-18, de Heller; The High-Bouncing Lover, de Fitzgerald; El último hombre de Europa, de Orwell. Quien desee investigar a fondo sobre Máquinas como yo de McEwan tendrá que tener en cuenta esta ficticia intertextualidad.

Máquinas como yo comienza cuando Charlie, con la herencia dejada por su madre, decide comprar uno de aquellos robots humanoides fabricados por Alan Turing. Ya en 1982, en virtud del desarrollo computacional, Charlie teletrabaja desde casa. No se desplaza. Su vivienda se ha vuelto interactiva. Entre los robots, los de sexo femenino ya están agotados. Solo quedan los de sexo masculino. Charlie se hace con uno. Antes de descargar el software de instalación, Charlie convida a su vecina Miranda para que, entre los dos, lo programen de acuerdo con las instrucciones de uso. De hecho, Charlie permite que Miranda programe la mayoría de las funciones de Adán. Pronto, la inversión de Charlie comienza a redituar frutos, justamente cuando él ya carece ya de fondos y no cuenta con un empleo fijo. El robot Adán hace rápidas operaciones matemáticas por él, además de fregar platos, limpiar excusados y trapear el piso. Charlie también pone a Adán a apostar y comprar acciones en línea. Incluso deja que Miranda, su vecina diez años menor que él, flirtee con el robot humanoide, quien además está sexualmente muy bien dotado para dar placer.

Hasta aquí todo parece ir muy bien. En sus ratos libres, sin embargo, Adán comienza a componer haikus. De los haikus pasa a urdir profundas reflexiones filosóficas (puede leer en minutos vastas bibliotecas), y una honda tristeza se apodera de él. Charlie y Miranda no saben qué hacer. Uno de los mejores fragmentos de la novela se encuentra cuando, en una cena que Charlie tiene con Alan Turing para contarle lo sucedido con los robots, Turing cita un verso de la Eneida de Virgilio: Sunt lacrimae rerum (“hay lágrimas en la naturaleza de las cosas”). Turing habla de la tristeza de las cosas, de las máquinas, de los robots. Al llegar a casa, el robot Adán así se lo confirma a Charlie: “No te haces idea de lo que es ‘adorar’ una corriente eléctrica directa. […] Electrones, Charlie. Los frutos del universo. Las manzanas doradas del sol”. Esta aparente poesía resulta un tanto inveterada. En realidad, al robot Adán –lo padecerán Charlie y Miranda con varios casos– le conviene la ideología puritana: la ley seca y las políticas antidroga en beneficio de las grandes campañas profilácticas. Busca estandarizarlo y mediatizarlo todo.

Volvamos a Alan Turing. De acuerdo con los resultados de una investigación oficial, el 7 de junio de 1951 Turing se suicidó al morder una manzana empapada en ácido cianhídrico que estaba junto a su cama. Aquella manzana mordida, que según la mitología popular inspiró a Steve Jobs para el ícono de Apple, oculta una verdad más incómoda: la de que el macartismo persiguió a los homosexuales y prohibió su presencia entre los servicios secretos angloamericanos y británicos. Turing parece haber sido sentenciado por la ideología del puritanismo precisamente porque el puritanismo funciona como un dogma entre lo animado y lo inanimado. Una reflexión final. La pax de la Posguerra, esto es, el hecho de que la humanidad no haya tenido una tercera guerra mundial desde 1945 no ha dependido de nosotros como especie, sino de las máquinas de inteligencia artificial. La novela de McEwan invita a suponer que si se hubiesen desclasificados muchos archivos después de la Segunda Guerra Mundial, la cibernética de la red de redes mediante la cual la mundialización se ha hecho efectiva, no solo hubiese hecho triunfar a Argentina sobre Inglaterra en la Guerra de las Malvinas, sino que se hubiera adelantado al crash planetario o a la pandemia que vivimos desde 2020. Pues la primera víctima de una pandemia, además del corpus y del campus, es la verdad. ¿Tendremos que esperar otros treinta años a que se desclasifiquen los archivos secretos del Covid19 para hallar la “verdad” en una novela, esto es, bajo el disfraz de la ficción?

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