Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Pedro Mairal, La uruguaya, Emecé, Buenos Aires, 2017, 168 pp.


La uruguaya de Pedro Mairal es de esas novelas que te obligan a preguntarte: ¿para qué sirve la literatura? ¿De qué sirve leer? ¿Qué beneficio me da invertir una hora diaria en aislarme del mundo, robándole ese tiempo al sueño, a mi mujer, a mi hija (a pesar de que es una hora valiosísima con ella que nunca más regresará)?

Las respuestas a las que he llegado después de años de hábito lector son, supongo, las mismas que las de todo mundo, al menos las más recurrentes, incluso quizá lugares comunes: por entretenimiento; para estimular la imaginación creativa; para conocer otros lugares, costumbres y formas de entender el mundo; para comprender mejor la condición humana a través de sus múltiples y complejos conflictos. Y uno vuelve a las razones para tomar un libro, porque con el suyo Mairal las colma íntegra y satisfactoriamente.

De entrada, cuenta una historia muy entretenida: Lucas Pereyra, un escritor argentino, viaja a Montevideo para cobrar quince mil dólares producto de un par de adelantos editoriales que recibe. Tiene que ir a Uruguay para evitar las restricciones cambiarias y fiscales imperantes en Argentina, conforme a las cuales se diluiría prácticamente la mitad de su dinero; por ello, opta por introducir al país los dólares de manera clandestina y cambiarlos en el mercado negro. Lo que genera interés en el lector es que, después de sus trámites financieros, Lucas se encontrará con su amante uruguaya, así que a uno lo mantiene enganchado, además del ritmo y el tono, la expectativa de ese encuentro adúltero y su infinita gama de posibilidades.

Hacia el final de la novela, uno descubre que ese martes no fue un día cualquiera, sino aquel en el que su vida dio un giro radical y en el que se rompieron las monótonas inercias que llevaba arrastrando. Durante un tiempo, su energía, su mente, su imaginación, se dividió entre la aplastantemente real presencia de Catalina y Maiko, su esposa e hijo, y la estimulantemente etérea ilusión de Guerra, la uruguaya. Ambas mujeres convergían en Pereyra, pero ese martes, como resultado final de esa jornada, las dos deciden terminar su vínculo con él. A partir de entonces, Lucas se ve obligado a prescindir de estos dos elementos que determinaban su cotidianeidad y que la dotaban de cierto equilibrio, malsano, pero equilibrio al fin.

Sin embargo, conforme pasan los capítulos descubrimos que no se trata únicamente de una novela sobre infidelidades. La historia se cuenta en dos planos: el aquí y ahora, el viaje al otro lado del Río de la Plata, sus trámites, sus andanzas por las calles de Montevideo, el encuentro con su amante, la vuelta de tuerca final; pero también la evocación de todos los elementos que constituyen el estado de cosas en que encontramos a Pereyra. Conocemos su situación presente a través de una prosa contenida, pero que de repente intensifica su corriente como si se tratara de los rápidos de un río aparentemente tranquilo: su matrimonio partido por la mitad, las dudas (mucho más perturbadoras que las certezas) de la fidelidad de Catalina, su paternidad más angustiante que gozosa, su estrechez financiera y la angustia que eso provoca, su frustración de no poder ser un proveedor eficiente y la humillación de ser la oveja pobre de una familia tradicionalmente adinerada, el bohemio en una manada de empresarios. A partir de unos pocos rasgos significativos, obliga al lector a construir con su imaginación el cuadro completo, como si se tratara de uno de esos libros para niños, en los que se ponen los puntos numerados y uno tiene que unirlos para conformar la figura.

No solo ello, gracias a Pereyra, a Mairal, conocemos los dos lados del Río de la Plata. En primera instancia, nos enteramos de una cara específica, pero definitoria de la situación política de Argentina: los controles cambiarios y la carga tributaria para los recursos de procedencia extranjera. Si Lucas no tuviera que viajar a Montevideo para preservar íntegro su dinero no habría novela, con lo que se nos revela como un aspecto trascendente en la vida de las personas; sin embargo, el hecho se presenta así, tal cual es, sin valorarlo políticamente para que el lector tome su postura al respecto, si es que quiere hacerlo. Se exploran también las diferencias entre argentinos y uruguayos, las cuales parecieran borrosas, si no inexistentes, para quienes estamos en el otro hemisferio.

Pero la exploración del talante rioplatense no se queda únicamente en estos factores físicos o fácticos: el lenguaje es producto del pensamiento y el pensamiento es producto de la percepción del mundo. Siendo así, la voz de Mairal capta el habla de su tierra, revela su riqueza y la usa como un instrumento que, además de mostrar su forma de ver la realidad, dota de carácter a los personajes y entornos, pero también le dan personalidad a la escritura. La argentina es una jerga rica en modismos y figuras retóricas, pero también en la musicalidad de sus palabras, como lo es la jerga mexicana, cada una en su ámbito y con sus rasgos propios; la lectura, además de proporcionarnos a los hispanoparlantes conocimiento de cómo se dicen las cosas en la Argentina, nos obliga a preguntarnos cómo diríamos lo mismo en nuestro español y, por tanto, conocer mejor nuestro dialecto a través de la proyección de la experiencia ajena.

Por último, La uruguaya pone sobre la mesa todos los conflictos que se generan con la crisis de los cuarenta; pero no solo los pone sobre la mesa, sino que a través de los trances del protagonista, cuestiona y pone en el banquillo de los acusados una serie de valores que nos inculcan desde niños y que todos esperan que cumplamos más temprano que tarde: el matrimonio, la paternidad, la familia, la estabilidad económica, el éxito profesional. En resumen, todo aquello que nos dicen que hay que lograr para ser felices.

Pereyra proviene de una familia acomodada, está casado, es padre de un niño de siete años, finalmente ha logrado cobrar un dinero que le permitirá proveer a su familia de cierta holgura material; sin embargo, ni así es feliz. La respuesta la encontramos, creo, en el diálogo que sostiene con su amigo Enzo hacia el final de la novela, en el que a propósito del adelanto recibido por dos libros aún no escritos, este le cuestiona: “los libros se escriben y después se ve cuánto valen. Como decía Girondo, se pulen como diamantes y se venden como un salchichón. A vos te los pagaron como diamantes y les ibas a revolear un salchichón por la cabeza” (p. 145). Cuando uno hace algo, lo que sea, porque le dicen que lo tiene que hacer, porque tiene un compromiso que cumplir, probablemente lo hará mal y de malas.

La pregunta del millón es: ¿cómo carajos teje Mairal este complejo entramado de elementos literarios en 168 páginas? Yo encuentro la respuesta en la convergencia de dos ejes que atraviesan la novela de norte a sur y de oriente a poniente, dándole cohesión y redondez: la distancia desde la que se mira y el tono en el que se narra. Pereyra cuenta la historia de ese martes definitorio ya que transcurrió un año, cuando los recuerdos todavía están frescos, pero la herida ya no está en carne viva; gracias a esa perspectiva el relato es vívido, pero los juicios sensatos.

Por lo que hace al tono, Lucas le cuenta lo sucedido aquel día a Catalina, su ahora ex-esposa, como quien le platica un pasaje trascendente de su vida a una persona a la que le tienes (o alguna vez le tuviste) confianza ciega, quien te inspira ternura y cariño, pero que también es capaz de provocarte la más intensa furia (de la que se desahoga cogiendo, pero también con un golpe a la pared). Cada palabra, cada frase, cada figura retórica, está cargada con este combo emocional, a través del cual vemos, no solo en los hechos sino también en el lenguaje, el cual es la traducción última de la percepción del mundo, la complejidad del ser humano, de las relaciones que entabla con los demás y del entorno social y económico en que vivimos. La buena literatura, como este libro, elabora un gran conflicto universal a partir de una situación particular.

  • Anibal R Baeza enero 31, 2023 at 4:03 pm / Responder

    Patética catarsis pequeño burguesa. Sale de la letrina montevideana -su «descenso ad inferos»- armado del tatuaje que no lo convertirá en héroe, sino en un progre políticamente correcto, que se va a vivir en un barrio modesto, manda al hijo a la escuela pública, deja el auto, vive de su oficio de escriba, y tan correcto es que la mujer se va con otra mujer. Todo después del deslumbrante lenguaje porteño que dice pija página por medio, para gozoso seudoescándalo de sus lectoras. Antes era un artista, sumido en los dolores de la página en blanco, del peso de la vida cotidiana. Termina siendo un arrepentido cuerdo y sensato que, sin embargo, nos vende el salchichón desabrido de sus recuerdos. Como si Mozart se hubiera ido a vivir de los derechos de autor de la Pequeña Musica.

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