Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Tania Favela Bustillo, La marcha hacia ninguna parte/El lugar es el poema. Aproximaciones a la poesía de José Watanabe, Komorebi/Asociación Peruana Japonesa, Valdivia/Lima, 2018, 84 y 156 pp.


Con una tesis sobre José Watanabe que está en el origen de El lugar es el poema, en 2012, Tania Favela (Ciudad de México, 1970) recibió el grado de doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. En ese mismo año, según reza la contratapa de su más reciente poemario, Tania comenzó la redacción de los textos que conforman La marcha hacia ninguna parte. Es decir que, en un sentido cronológico, al trabajo de investigación le sobreviene, de un modo más o menos inmediato, un trabajo con la forma. Sin embargo, no parece haber en esta sucesión jerarquías, sino más bien una voluntad por hacer de la reflexión sobre el trabajo del otro un lugar para incubar y repensar la propia obra. O bien: hay en la escritura de versos filtraciones de aquello que se ha pensado ya en otros lugares. Prueba de ello es que varios pasajes de las aproximaciones a la poesía de Watanabe resultan herramientas útiles para leer los poemas reunidos en La marcha. En esa dirección, la relación entre ambos libros es, aunque se pueda pensar lo contrario dado que una de estas publicaciones es un trabajo de corte académico –lo que para algunos resultará noticia suficiente para abrir una brecha insalvable entre ambos textos– de una innegable, incluso inevitable, continuidad. En el prólogo a su obra poética reunida, Octavio Paz escribió, a propósito de sí mismo: “una obra, si lo es de veras, no es sino la terca reiteración de dos o tres obsesiones. Cada cambio es un intento por decir aquello que no pudimos decir antes”. Con comodidad, esta opinión se ajusta a la relación constitutiva que existe entre los dos libros que en esta ocasión nos ocupan.

Pero, ¿de dónde le viene a Tania este interés equidistante por la investigación y la escritura de versos, gesto cada vez más extraordinario entre los poetas de nuestro tiempo? En un ensayo dedicado a repasar la amistad y la poesía de Hugo Gola, Juan José Saer escribió que este “fue la primera persona en quien pude observar una práctica del trabajo poético en la que el conocimiento y la reflexión sobre la historia y la razón de ser de la poesía tenían la misma importancia que la mera capacidad de escribir versos”. A lo que añade: “Todos los otros poetas que había frecuentado hasta ese momento (yo andaba por los dieciocho años más o menos) se conformaban con escribir poesía, algunos mejor que otros, muchos todavía aferrados a formas tradicionales o a un confuso vanguardismo, pero sin siquiera plantearse los problemas inherentes a esa actividad tan singular”. Esta reflexión en torno al quehacer poético a la que se refiere Saer se refleja muy especialmente en el tiempo y la dedicación puestos en la publicación, periódica y, durante poco más de veinte años, ininterrumpida, de las revistas Poesía y Poética y el poeta y su trabajo. Y es que si una cosa queda clara a lo largo de los setenta y dos números que constituyen este corpus y la veintena de libros de y sobre poesía que se editaron como tensión y extensión de lo que trimestralmente se ponía a circular en las revistas es, precisamente, el equilibrio entre la poesía y los textos que meditan sobre ella. En otras palabras, Poesía y Poética y el poeta y su trabajo son ejemplos modélicos de que la dedicación a la poesía no está separada del estudio de los autores que han perseverado en ella. Todo esto viene a cuento porque, como es bien sabido, Tania es deudora de esta escuela, viene de ella, y estas dos revistas tienen un lugar fundamental en su formación —revistas que, dicho sea de paso, ocupan un lugar prominente en la educación sentimental de varios de los poetas mexicanos más interesantes de este momento (i.e. Hugo García Manríquez y Luis Felipe Fabre)—. Y sobre esto basta decir que, de la segunda, Tania no fue solo colaboradora sino miembro activo del consejo editorial desde su primer número. Entonces, es de su proximidad con Gola —tanto de sus enseñanzas como de su obra y, naturalmente, las revistas que este animó— que Tania toma el doble gusto por la indagación y el poema.

De un modo sorpresivo y desde cierto punto de vista inusual, sin embargo, su vínculo con Gola y las revistas no parece intervenir en las inflexiones de su tercer poemario: es claro que del magisterio del argentino Tania toma el rigor del pensamiento, una inquebrantable ética y varias de sus afinidades estéticas, pero su tono en esta ocasión da asomo de ir por otro lado (aunque, paradójicamente, es un verso de Gola el que da título al libro) en el sentido de que La marcha hacia ninguna parte no es ni se asemeja a Materia del camino (2006) y Pequeños resquicios (2013). Y es que, a diferencia de estos dos primeros trabajos en los que hay un modo en los versos que es todavía demasiado próximo y deudor de los poemas de Gola, aquí parece por fin eclosionar una voz propia, que a veces se extrañaba en sus publicaciones anteriores (siempre correctas, pero la mayoría del tiempo demasiado contenidas). Lo que intuitivamente nos lleva a preguntarnos en la relación que tienen estos recientes y radicales cambios con los hallazgos presentados en El lugar es el poema, donde una de las tesis principales es que el poema es un sitio en construcción al que se le van filtrando “sentimientos, pensamientos, lecturas, percepciones, recuerdos, imaginación, tradiciones, experiencias, conocimientos diversos” (p. 22). El poema como lugar: un sitio que no es físico, mucho menos fijo, pero que es capaz de sostener ese paisaje vital que, por un diálogo entrecruzado y continuo, se pliega y se despliega, se convierte en palabra, avanza hacia el impreciso. O dicho de otro modo: el poema es La marcha hacia ninguna parte de la que Tania nos habla en sus poemas:

Le da por hablar y hablar sin parar    no siempre

a veces habla    a veces no    le da por decir cosas que sabe

por decir cosas que no sabe o que otros saben

como sombra detrás de las palabras de otros

como sombra     le da por hablar

por decir siempre lo mismo    a veces por decir otras cosas

cosas que sabe o que recuerda     le da por decir “perro”

o dice “casa” dice “barco” y jamás ha estado en uno

o dice “monte” o “río” como si supiera    dice todo lo que se le ocurre

“lápiz” también o ‘“pantalón”   cosas que sí conoce    que ha tocado

(o eso dice)    dice “mariposa” cuando ve una     entonces dice “pájaro”

cuando escucha alguno    dice “flor” o “sol” sólo por decir algo

sólo por decir dice    le da por hablar y hablar sin parar

(p. 33)

En el primer capítulo de El lugar es el poema, Tania escribe “José Watanabe logró en sus poemas cierta integración porque encontró ese sitio desde donde hablar” (p. 35). Ese lugar es, como mencioné más arriba y como el título mismo del libro lo señala, el poema. Para Tania, Watanabe ha encontrado un lugar de enunciación, pero que no es, como habría de esperarse, un sitio de integración perfecta donde se funde lo que se filtra, sino una extensión indefinida —un paisaje— de cohesión transitoria cuya tensión, naturalmente, niega la síntesis, fracturando así las posibilidades del decir y haciendo que el poema exponga lo disperso y lo fragmentado que es lo que, al final del día, paradójicamente, consiente la integración, el amasijo. Aquello que penetra en los versos deja cicatriz, deja huellas, por lo que se vuelve posible distinguir los restos—algunos restos— de lo que se va entretejiendo en el poema, aunque no siempre de manera armónica, en el sentido que tiene esto de acompasado. El poema no siempre tiene que fluir, vale también que se atasque, obstruya y empantane, que se disgregue, que no sea cómodo seguirlo. Del modo en que yo entiendo, así lee Tania la poesía de Watanabe; con certeza, esta lectura me sirve a mí para escandir los versos de La marcha, aunque —pasos por delanteen los poemas mismos aparece esto ya calculado:

por extraño que suene todos son tú sin yo

un rasgo    un desvío     (la diferencia que surge de la semejanza)

                           o al revés todos son yo sin ti —pero ahí nada se resuelve—

            a lo más todo se resuelve

                                  todo es punto ciego ahí donde tanto ver resuena

     el extraño atraviesa de lado a lado

                                   semejante a ti sin mí     (semejante a tantos)

                        o al revés (dicen)    sin raíz

     el extraño atraviesa de tramo a trama —inventándose—

                                                           punto ciego otra vez    ¿la voz o el canto?

suenan, atraviesan el aire, el aria (recuerdas) la ópera sonando siempre

          (voces entretejidas)    —o un drama coral— ya sin sentido dionisíaco

nada se resuelve, a lo más todo se resuelve un poco —a la pesca— dicen—

                             a la pesca —a río revuelto gana el pescador—

                                                     por extraño que suene (digo): yo soy el pez

(p. 15)

En los capítulos dos y tres de El lugar es el poema, Tania se dedica a explorar y rastrear con detalle y minucia algunas de las filtraciones que hacen de la poesía de Watanabe un sitio de confluencia. De entre todos, elige dos: la herencia peruana y japonesa del poeta. Con una notable erudición del pasado andino —mitos, leyendas, formas del decir— y la cultura japonesa —sobre todo los haiku y la filosofía zen—, Tania traza e ingenia dos de los itinerarios que marcaron, de un modo profundo, la poesía de Watanabe. En este punto resulta relevante señalar que en ambos casos el aprendizaje tiene origen ya en el trato con la lengua oral ya en la experiencia del cuerpo y se instala de un modo profundo y, desde cierto punto de vista, irracional en la conciencia del poeta, donde se va reactivando de modos imprevisibles e involuntarios, algunas veces, a lo largo de su obra. De allá que Tania insista en las filtraciones y en las activaciones de la memoria colectiva que, en el caso de Watanabe, por primera vez se asientan a través de sus vivencias en Laredo, Trujillo, en el Perú. Por su ubicación geográfica, esta ciudad fue un lugar de cruces migratorios, lo que convirtió la infancia de Watanabe en un depósito de narraciones y mitos. En palabras de Tania: “la infancia de Watanabe está filtrada por esas narraciones míticas que escuchó en boca de sus abuelos, de su madre, pero también de la gente del pueblo, narraciones que dieron al niño, en su momento, una explicación de lo real” (p. 51). Y aquí, las constelaciones y ejemplos son vastísimos: Tania recorre tanto leyendas como historias y mitos que opone y contrapone a los poemas de Watanabe, mostrando cómo estas experiencias, muchas veces ajenas a la voluntad del autor (eso ya lo dije), aunadas a la experiencia misma del paisaje, se filtran en el sustrato textual de Watanabe. Sobre esto, hacia el final del segundo capítulo, Tania hace la siguiente anotación: “La lengua gramatical responde entonces a la estabilidad de la lengua, y la lengua vulgar o lengua materna, a los cambios de la misma. Aunque ambas son importantes, el poeta debe buscar su tono, su voz, en la lengua vulgar, ya que es esta la que registra la afectividad, el matiz emocional de las palabras; es esta la que tiene una fuerte relación con el hogar y con el suelo en donde este se asienta; la lengua vulgar vive y se mueve en estrecha relación tanto con el paisaje como con la sensibilidad de la gente que habla” (p. 94).

Si bien es cierto que una fuerte impronta andina que marca la poesía de Watanabe proviene de la madre, también lo es que hay una innegable presencia japonesa en sus poemas que le llega de parte del padre, que era budista y dedicado lector de haiku. Sobre esto, hacia el comienzo del tercer capítulo, Tania cita las palabras mismas del autor: “Mi padre empezó a traducirme los primeros haiku cuando yo tenía alrededor de doce años. Dudo que los haya entendido realmente […]. Yo entendía [las] características primarias del haiku porque, de algún modo afín y diverso, estaban en mi casa y más allá: en la gente de mi pueblo, austeros descendientes de los trabajadores enganchados del azúcar” (pp. 97-98). A partir de esta cita y durante varias páginas, Tania se dedica a rastrear estas presencias, que en el caso de Watanabe no solo se rezuman en la actitud contenida y mesurada de su poesía, sino que su experiencia llega también como una experimentación formal. Watanabe no escribe haiku en el sentido tradicional de un poema de tres versos con 5-7-5 sílabas, sino que sus tanteos se introducen como ensayos de hechura. Sin embargo, más de una vez estructuras y alientos similares aparecen al final de sus poemas, como un modo de cerrar, pero al mismo tiempo de intensificar un lenguaje que es, a la vez y en proporciones más o menos iguales, en Watanabe, expansión y contención. Así, aunque entre otras, experiencia andina y peruana se trenzan en su poesía, creando ese artefacto único que es su obra. A decir de Tania: “El poema, entre versos breves y largos, teje las dos miradas, pero no toma partido por ninguna de ellas” (p. 56). O bien: no hay en Watanabe síntesis, sino integración, vasto paisaje.

Entretanto, las filtraciones, en la poesía de Tania, tienen también vital importancia. Ya no porque en sentido estricto toda obra está filtrada por toda clase de contactos y experiencias, sino porque en La marcha hacia ninguna parte configuran de un modo muy particular el tono de los poemas. Y es que si algo caracteriza los cuarenta y ocho poemas que conforman el libro es la referencia a esas otras voces que, al ser citadas, sintácticamente le van dando forma a la cadencia de los poemas o poema (porque muy bien el libro puede ser leído como uno solo y largo). De ese modo, probablemente todas las variaciones de la cita informal hacen aparición en la poesía de Tania. Coros de voces citadas para acompasar la propia voz: “dice”, “dices”, “dijo”, “digo”, “dijo que dijo antes”, “dicen que dijo”, “dices-te dices”, etc. Voces que parecen comulgar pero también contradecirse, voces con un vaivén de duda, un hilo de incertidumbre, que parecen siempre a punto del despeñamiento —como si Tania estuviera a punto de fracasar en cada verso y perder el ritmo de su escritura—, pero que al final terminan por producir una armonía, menos parecida a la satisfacción que al mareo, que es, a mi modo de ver, el hallazgo capital del libro. En esa dirección, La marcha hacia ninguna parte, por esa suerte de barroquismo que se inclina tambaleante más por el ocultamiento de las formas que a la claridad del discurso, del mismo modo que prefiere la múltiple subordinación a una sola cláusula que a la frase autónoma, parece estar más próxima a la estética de Glosa, de Saer, o a La Calera, de Thomas Bernhard, que a los nombres que la autora podría mencionar como sus referencias inmediatas. Los referentes son evidentes y hasta obvios —Oliverio Girondo, Hugo Gola, Olvido García Valdés, Miguel Casado, Blanca Varela, Emily Dickinson, Katherine Mansfield, Mario Montalbetti, Antonin Artaud, entre otros—, pero en esta ocasión, para la satisfacción de quienes la hemos seguido, lo que Tania escribe se parece, ante todo, a lo que Tania escribe.

Finalmente, no quisiera pasar por alto el tan mentado y hasta exigido gesto político en la literatura. Y para eso quisiera comenzar refiriéndome a El lugar es el poema, donde Tania no solo no evade el tema sino que lo explora en relación a la obra de Watanabe. Sobre este dirá que prefiere, en lugar de reflejar su tiempo, construir espacios de desfogue. Lo que, dependiendo del ojo de quien mire, vale para ser juzgado y celebrado en condiciones iguales. La conversación ha sido, desde hace mucho tiempo, infinita: no vamos a terminar con ella ahora. Lo que resulta relevante sin embargo es que hay, por lo menos, una posición asumida. Watanabe “[propone] un modelo de vida a través de su obra, un modelo en el que ética y estética se tejen, en el que la naturaleza y sus ciclos tiene un lugar privilegiado, y en el que el hombre no es el centro sino solo una parte que debe ceñirse a ese todo que lo supera y que acaba por diluirlo” (pp. 144-145). Los nuevos materialismos estarían de acuerdo con esta forma de política: cuestionar los modelos antropocéntricos con miras a alentar una conciencia más equilibrada, devolverle la agentividad a las otros seres, cosas y circunstancias del mundo; por ejemplo, los bueyes, los helados y el paisaje. Por este camino, los poemas de La marcha hacia ninguna parte también pueden ser leídos. Las agentividades vienen de muy lejos: circunstancias del día. Poesía que busca la salud:

Ocho de la mañana con dos minutos —la noticia da exacta la hora—

ahora (dicen) 8 de la mañana con 2 minutos —cielo lluvioso—

la nota roja     noticia roja en Veracruz (dicen como si nada)    la subida

del dólar la caída del peso ¿qué pesa más? pregunta alguien frente a la mesa

el mercado cerrado    frutas verduras pan ¿qué pesa más? el peso pesa    cae

rodando entre los pies    —la multitud distraída—   (dicen) no mira nada

8 de la mañana con 5 minutos (dicen)    ahora el fútbol sigue adelante

adelante va la pelota    gira   entra   sale    entre todas las manos

todos esperan el gol    todos golpean (nota roja) —cielo lluvioso—

                las palabras entrecortadas, mensajes entrecortados

                                                                  ¿qué cae / entra al lenguaje?

                   tráfico de sangre (la nota blanca cae)

                                   ni qué decir, ni qué decir dicen (casi murmurando)

                                                 ¿quién

                                                            dirige

                                                                       el tráfico?

                                            todo nevado

                                            todo negado

                                            —bajo cero—

(p. 58)

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