Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Emiliano González, La ciudad de los bosques y la niebla. Textos recuperados, Onírica / Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 2019, 276 pp.


En mi experiencia con el género del terror, he notado que casi siempre nos termina por producir placer aquello que en principio detestábamos. Cuando era pequeña, escuchar la voz de mi tía leyendo cuentos de terror era un ritual que casi siempre terminaba por desquiciarme; pasaron meses para que pudiera volver a dormir sola después de ver El exorcista y años para dejar de escuchar ratas en las paredes, imaginar que mi hermano podría estar poseído o que nuestras fallecidas mascotas vendrían a visitarnos por la noche.

Ahora me encanta ese género; aunque ya no me ocasiona insufribles desasosiegos nocturnos, disfruto de la maestría que pocos autores tienen para depurar su estilo y escribir historias que hagan sentir al lector la incertidumbre e intranquilidad propias del terror fantástico, como Arthur Machen, Algernon Blackwood y H. P. Lovecraft.

El llamado cuento materialista de terror se caracterizaba por la ambientación en épocas arcaicas y la búsqueda de un sustento de los relatos en los presupuestos de la filosofía y de la ciencia, para mayor verosimilitud, proceso que desembocaría después en la ciencia ficción. Muchos piensan que efectivamente Lovecraft fue el último gran revolucionario del cuento de horror y una de sus principales aportaciones fue la creación de un universo propio, con una geografía y mitología particulares.

Dicha tradición se remonta a Edgar Allan Poe quien, padre del cuento moderno, dio las normas que formalizaron en adelante los elementos de composición del “cuento canónico”, denominado así por el estricto apego a dichas reglas. Estableció que “si una obra literaria es demasiado larga para ser leída de una sola vez, preciso es resignarse a perder el importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión”, por lo que la lectura no debe exceder una hora, pues si se detiene el lector, se pierde el punto de mayor importancia: la unidad de efecto o impresión.

Heredero de esta práctica, Emiliano González, escritor y poeta mexicano, es considerado uno de los prosistas esenciales de literatura fantástica en México. Su obra consta de libros como: Miedo en castellano: 28 relatos de lo macabro y lo fantástico (1973), El libro de lo insólito (1988), Los sueños de la Bella Durmiente (1978) –Premio Xavier Villaurrutia-– La habitación secreta (1988), Casa de horror y de magia (1989) e Historia mágica de la literatura i (2007). Desde el principio de la carrera literaria de González se le puede vincular con lo sobrenatural y lo fantástico.

La ciudad de los bosques y la niebla está separado en cinco ejes temáticos o ecosistemas, como diría Miguel Lupián, el antologador: “El sendero”, muestra panorámica de los primeros textos del autor, aún adolescente; “El bosque”, donde hallamos más que nada criaturas ilusorias y extrañas; “De la niebla”, en el cual encontramos textos de ciencia ficción; “Las ruinas”, donde su prosa comienza a ser más poética y tenemos cuentos como “Caminos desiertos”, donde no pasa nada fantástico, y “El estanque”, eje temático de la minificción, con más de ciento cincuenta textos hiperbreves. Aquí, González habla de, por ejemplo, lo que son los versos: “los seres del bosque anotan sus poesías en las hojas estivales que el viento del otoño lee antes de dispersarlas por los caminos”; la timidez: “los jardines retraídos quisieran evadir la proximidad de las vías ferroviarias”; o la soledad del planeta: “los autores de cuentos de anticipación tratan de llenar de seres y episodios esa suerte de tiradero cósmico donde nada se oye ni se respira, desiertos en que no pervive ni el recuerdo de la algarabía terrestre”.

La estructura que tiene la mayoría de los cuentos de este libro se nutre de la del género de horror fantástico; vemos un mundo que es el nuestro, el que conocemos, y en él se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo. En palabras de Todorov: “aquel que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de su imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos”. Esa incertidumbre es vital para este género. Lo fantástico es, entonces, la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural.

Desde esta línea, veremos en La ciudad de los bosques y la niebla percepciones particulares de acontecimientos extraños que producen al lector miedo, horror o asombro, pues la literatura fantástica nos descubre la falta de validez absoluta de lo racional y delimita una realidad diferente e incomprensible, y, por lo tanto, ajena a esa lógica racional que garantiza nuestra seguridad. González encontró un canal idóneo para expresar los miedos del hombre, creando un enfrentamiento entre lo normal y lo sobrenatural.

La obra de Emiliano González forma parte del desarrollo del género en México, donde, según Jorge Olvera en una tesis sobre el autor, existen tres momentos fantásticos: el primero, en 1912, con “La cena” de Alfonso Reyes, quien abre un camino en el horizonte del género fantástico en la cuentística mexicana; el segundo, en 1945, con la publicación de Los días enmascarados de Carlos Fuentes, quien actualiza lo fantástico en nuestro país y “por primera vez se dedicó un libro completo al género y no como parte de una producción miscelánea o como textos aislados” (Aura representaría la madurez del género); el tercero, con la producción cuentística de José Emilio Pacheco. Olvera puntualiza que ellos constituyen el canon de lo fantástico por ser los más conocidos y difundidos, “sin embargo, hay una parte oculta del género en nuestro país como: Francisco Tario, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Juan José Arreola. Asimismo, autores de reconocida trayectoria han ingresado –tal vez por otras vías– al terreno fantástico, al menos parcialmente: Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Elena Garro, Alfredo Cardona Peña, María Elvira Bermúdez, Humberto Guzmán, Lorenzo León, Ana García Bergua”. Este panorama de lo fantástico mexicano no estaría completo si no se incluye a quien Augusto Monterroso consideró el único autor completamente fantástico en México: Emiliano González.

Las atmósferas que construye en La ciudad de los bosques y la niebla a partir de la combinación de diferentes elementos como la apariencia y ubicación de los espacios, la decoración y la intensidad de iluminación, nos producen en muchos casos terror, en algunos otros asombro e incertidumbre. Sus historias se valen de una infinidad de lugares: castillos, subterráneos, palacios, ruinas medievales, sótanos de casas antiguas, etc. La noche y el bosque, características del gótico y del romanticismo, están ligados en estos cuentos al sueño y a la muerte, como a los rituales paganos que, estigmatizados por el cristianismo, se convirtieron en el reino de la bruja, del diablo y el mal. Asimismo, los textos recopilados en este libro son descripciones de ciudades del universo literario que crea González, como la Ciudad Comercio y la Ciudad Metálica.

La variedad de sus personajes es amplia: monstruos; vampiros; brujas; hombres bestializados, o bien, hombres lobo; dioses como Boughtogha –la Diosa felina que devora, proveniente de las festividades africanas– o Atlach–Nacha, el dios de los arácnidos; figuras de gorilas, como la que aparece en “La otra orilla”, y estatuas, como en “La ciudad de las memorias”, donde aparece una de Yamath-Nogoth; personajes fuera de este mundo, hombres que vienen de Venus y llegan a poblar la Tierra.

En estos relatos, casi siempre muy breves, el horror y el erotismo se fusionan logrando conformar un universo único. Sus temas conllevan la muerte y la ruptura de leyes naturales, aunque hay excepciones como en “¡Sorpresa!” donde no pasa nada sobrenatural y es la imaginación del niño la que nos deja en ese estado de asombro. En lo personal, mi cuento favorito fue “La cita”, por la afinidad que encontré en el personaje que narra la historia; un hombre ordinario, “sin otra virtud que una sensibilidad exacerbada”, conoce a una mujer y en seguida adquiere una confianza y comodidad difícil de hallar en alguien que se acaba de presentar. Ellos hablan toda la tarde y, al final, quedan de verse al otro día; tras una serie de enfrentamientos y juegos fantásticos que el autor hace pasar al protagonista, este pierde la batalla, y con ello a su nueva amiga, que le deja una nota: “no sabe cuánto siento, señor, pero me temo que ya no volveremos a vernos. Algo, no sé qué, me dice que ha perdido usted (y no solo usted) una oportunidad peculiar, quizá la única, al no acudir ayer a la hora convenida. Reciba el adiós de Edna, que pudo haber sido su amiga”. La fecha de la nota es de veinte años atrás.

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