Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Arthur Machen / Lord Dunsany, La casa de las almas / La hija del rey del País de los Elfos, Perla Ediciones, Ciudad de México, 2020, 320 pp. / 296 pp.


Más allá del horror y la fantasía, lo que une a La casa de las almas y La hija del rey del País de los Elfos es la certeza latente de que lo extraño no se encuentra al cruzar los límites de lo terrenal, en una especie de universo alterno, sino que está aquí: no en un mundo paralelo, sino entre las cuatro paredes de una habitación, en las calles ajetreadas de Londres o en un campo lejano, esperando –o no– a ser vislumbrado. En el prólogo de La casa de las almas, colección de cuatro obras de Arthur Machen, Guillermo del Toro afirma que estaba seguro de que comprender nuestra insignificancia cósmica abría camino a una perspectiva espiritual, a aceptar que absolutamente todo está permitido: “Y de que por muy malvados o perversos que podamos ser, en algún lugar, en un reino caído en el olvido, un Dios enloquecido nos espera, burlándose… y listo para abrazarnos a todos”. Es tal la seguridad con la que Machen y Dunsany alteran nuestra noción habitual del mundo, que también se atreven a aceptar, sin pena ni prejuicios, el deseo universal con el que todos cargamos: encontrar la magia entre lo mundano, ser, al menos por unos segundos (o a costa de los mismos), algo más que humano.

Quizás el horror más inquietante está lejos de ser aquel rebosante de gritos y sangre, es el que nos hace darnos cuenta de que todo lo maravilloso escapa a nuestro control. Es una conexión que va más allá del cuerpo y la mente y que inevitablemente embebe el alma de quien se le cruza. Y, tal vez, ese es el miedo en sí: el saberse genuinamente conectado a lo que es, al mismo tiempo, familiar y desconocido, y aún así no poder evitar –o más bien, no querer– caer en ese mundo. Es tal vez esa conexión espiritual la que hace que los personajes de Machen y Dunsany destaquen por su capacidad de ver más allá de las cosas. Son seres con una sabiduría distinta, una “calma onírica”, que reconocen que coexistir con el otro no es suficiente. Se encuentran casi cruelmente vinculados a todo, a la forma en que la noche cae sobre el reino de Erl o a la calma de estar bajo el árbol de moras del centro del jardín.

En Un fragmento de vida, Machen relata la historia de Edward Darnell, quien, a pesar de estar abstraído en la monotonía del ir y venir de la Ciudad, “aún había en torno a él una especie de gracia silvestre, como si hubiera nacido siendo una criatura del bosque antiguo y hubiera visto la fuente brotar del musgo verde y las rocas grises”. Darnell, entre sueños, se dedica a habitar en otro mundo, tal vez el primero y más verdadero, para únicamente regresar al despertar. Con el paso de los días, cada regreso es a cuestas, pues el bosque encantado de los sueños comienza a asomarse con más y más frecuencia. Su esposa, Mary, de pronto se convierte en su cómplice y escucha, transportada, los sueños de Darnell: “Se imaginó tenuemente, por el breve instante de un sueño, otro mundo donde el embeleso era vino, donde deambulaba por un valle profundo y feliz y la luna siempre salía, roja, por encima de los árboles”. Darnell cae en la cuenta de que el peor engaño de su vida ha sido creer que el sentido común es la suprema facultad del hombre. Nota sus propias ironías y necedades y percibe cómo la materia de la vida real a la que tan ciegamente nos aferramos se deshace al querer tenerla entre nuestras manos. Más que sueños, Edward y Mary terminan por ceder ante “la resurrección del antiguo espíritu que por muchos siglos había sido fiel a secretos que ahora son ignorados por la mayoría de nosotros”. Al final del cuento, el lector cae en la cuenta de la existencia de dos mundos entretejidos. Machen decide no poner un final definitivo a su leyenda, sino deja en el lector decidir si lo que siguió es o no una serie de especulaciones, de eventos imposibles plasmados en un diario de Darnell: “Así desperté del sueño de un suburbio londinense, de labor diaria, de pequeños agobios inútiles. Y cuando mis ojos se abrieron, vi que estaba en un bosque antiguo, donde un pozo cristalino se elevaba en una veladura gris de vapor bajo el calor nebuloso y destellante. Y una forma vino hacia mí desde los lugares ocultos del bosque, y mi amor y yo nos unimos junto al pozo”.

En La hija del rey del País de los Elfos, los habitantes del pueblo de Erl –por el simple deseo de algo nuevo, ser algo más que un pueblo olvidado– piden a su rey ser gobernados por un ser mágico. A pesar de que el rey reconoce que el juicio del parlamento está equivocado, su rol no es más que escucharlos y complacerlos. Es así como el hijo del rey, Álveric, se embarca en un viaje más allá del tiempo para desposar a la hija del rey del País de los Elfos, la princesa Lirazel: “Echa a andar hacia el este y cruza los campos que conocemos hasta que observes con toda claridad las tierras que a todas luces pertenecen a las hadas; y cruza su frontera, que está hecha de crepúsculo, y acércate al castillo del que sólo se habla en canciones”. Es tal el cuidado con el que Dunsany cinceló sus imágenes que el mismo narrador admite la imposibilidad de describir fielmente al País de los Elfos. Dunsany crea su mundo fantástico con tal respeto y empeño, que simplemente parece imposible hacerle justicia con el conocimiento limitado de los seres humanos. A su vez, admite que la Tierra común y corriente nunca llegará a las intensidades que existen más allá de lo que conocemos: “Pero, por encima de todo, nuestros pintores han tenido muchos atisbos de aquel país, de modo que a veces en sus cuadros vemos cierto espejismo demasiado maravilloso para nuestros campos; es un recuerdo suyo, proveniente de algún viejo atisbo de las montañas azul pálido al pintar los campos que conocemos detrás de sus caballetes”.

Tanto Machen como Dunsany se dedican a crear un tipo de misterio cauteloso, que rumia bajo las superficies hasta, de repente, controlarlo todo. Sus personajes no solo sobreponen la fantasía sobre la “realidad”, sino que hacen de esos mundos extraños, casi sin dar pie a cuestionamientos, la realidad misma. En El gran dios Pan, Clarke es testigo de cómo la experiencia de años del doctor Raymond con la “medicina trascendental” está por culminar. Raymond tiene la certeza de que existe un mundo real; sin embargo, está lejos de ser este que pisamos: “Desde la estrella que acaba de aparecer brillando en el cielo hasta el suelo sólido bajo nuestros pies, yo digo que no son más que sueños y sombras: las sombras que ocultan de nuestros ojos el mundo real”. Para probar finalmente su teoría, Raymond decide hacer una incisión en el cerebro de una joven llamada Mary, a quien él había rescatado de la calle cuando era niña, con el afán de reacomodar “ciertas células” y tener una ventana hacia el gran dios Pan, ese mundo real, pero aún desconocido. No obstante, tal procedimiento no fue tan insignificante como se creía, pues Clarke vio cómo “el alma parecía forcejear y estremecerse dentro de la casa de la carne”. El procedimiento marcó un antes y un después que iba más allá de Mary, que terminaría por repercutir en todo y todos los que vinieron después. Nueve meses después del procedimiento, Mary da vida a Helen Vaughan, quien eventualmente llevaría a los hombres a su inevitable destrucción.

Tal vez no haya mejor manera de describir El gran dios Pan que con las palabras de Guillermo del Toro en el prólogo: “El mal nunca reposa: se está gestando”. En el caso de Dunsany, la yuxtaposición entre el mundo real y el mundo mágico son parte de ese misterio. Ni el lector ni los habitantes de Erl conocen –aunque algunos lo intuyen– que la existencia del tiempo es algo puramente humano, que pasa de manera casi invisible en el País de los Elfos: “Nada se turba ni se desvanece ni muere; nada busca su felicidad en el movimiento ni en el cambio ni en algo nuevo, sino que su éxtasis radica en la contemplación perpetua de toda la belleza que ha existido y que siempre refulge sobre aquellos jardines encantados con la misma intensidad que cuando fue creada por medio de un encantamiento o una canción”. Cuando Álveric finalmente regresa a los campos que conocemos, con la princesa Lirazel de la mano, descubre que su padre había muerto hacía mucho tiempo. Y eventualmente, tanto Lirazel como Álveric reconocen que ninguno de los dos podría nunca entender el mundo del otro, que ni siquiera serían capaces de compartirlo a través de su hijo, Orión. Lirazel no puede evitar ver lo absurdo de “nuestros campos”, costumbres y libros sagrados, mientras que Álveric pone todo su empeño en hacer que Lirazel deje atrás su magia, que olvide sus antiguas canciones y recite las nuestras. Lirazel se esmera en adaptarse, en no adorar a las estrellas, pero Álveric no aprecia sus esfuerzos. Más que eso, se da cuenta de que la comienza a ver como una “sirena que había abandonado el mar”, justo como el sacerdote de Erl la describía, algo que trasciende la salvación. Poco a poco el lector puede percibir que un final está cerca. El padre de Lirazel “conocía bien la crueldad de las cosas materiales y la conmoción que causa el tiempo” y ella misma admite que cada día se siente más y más atrapada. Lo que viene es, quizá, uno de los momentos más emotivos del libro. Lirazel, sin importar el amor que siente por Orión e incluso por Álveric, no puede concebir la idea de existir en un mundo que lo único que busca es destruir su esencia.

El lector, de la mano de Machen y Dunsany, empuja los límites de su propia realidad con el voltear de cada página. Ambos autores reconocen las condiciones de las que somos prisioneros: la rutina, la edad o incluso la negación de lo extraordinario. Y parte de permitirse romper con los límites viene de esa reconciliación con lo nuestro. El admitir que, muchas veces, lo más difícil es aceptar –aunque sea en nuestra mera imaginación– que existe algo más que la estrechez y trivialidad en la que residimos: “¿Acaso no tiene la imaginación al menos el potencial de realizar cualquier milagro, por muy asombroso, por muy increíble que sea, de acuerdo con nuestros estándares normales?”.

Publicar un comentario