Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


James Gardner, Jellyfish, Reino Unido, 2018.


Un profesor de artes interpretativas (Cyril Nri) le dice a Sarah (Liv Hill), su alumna del instituto más conflictiva y marginal, que tiene que salir al escenario como tarea final de clase. La reta a que escriba un monólogo humorístico, pero le aconseja que averigüe qué es el humor. Para ello le facilita una lista de standuperos famosos: Bill Hicks, Richard Pryor, George Carlin, Chris Rock y Frankie Boyle. Ella le contesta que en esa lista solo hay hombres y él no se rinde y le enumera también unas cuantas mujeres: Joan Rivers, Vitoria Wood y Katherine Ryan. A ella, sin embargo, quien más le llama la atención en los vídeos de Youtube es el humor agresivo, controvertido y pesimista del cómico escocés Boyle. No es de extrañar su identificación. Solo hay que echar un breve vistazo a la vida de Sarah. Esta va edificando un monólogo para poder reírse de una realidad que la devora día a día en su ciudad natal, Margate. Jellyfish es el primer largometraje del joven director James Gardner. Este sigue la tradición del cine británico que apuesta por el realismo social desde aquella generación de directores airados del Free Cinema y que continúa con grandes maestros como Ken Loach (que curiosamente en su película Yo, Daniel Blake, del año 2016, quiso como protagonista a Dave Johns, un veterano standupero que con cincuenta y nueve años logró un papel dramático donde se mostró creíble y auténtico).

Sarah, con tan solo quince años, trata de no hundirse en su realidad gris. Aguanta el estrés de cada día de la semana, una semana llena de responsabilidades y preocupaciones que no le corresponden: cuida a sus dos hermanos pequeños y a una madre depresiva y bipolar; va al instituto donde sus compañeros la marginan, pero ella se enfrenta a ellos a través de la palabra, siempre tiene una respuesta a sus insultos; trabaja en un sórdido salón de recreativos con un jefe despreciable y donde trata de ganar un dinero extra haciendo pajas a algunos de sus clientes e intenta hacer frente a las facturas, a los servicios sociales y a que no les desahucien de su hogar. Su joven existencia es un infierno, y rehuye la ayuda, no la pide, se enfrenta ella sola a todo.

Y, por eso, aunque no le da la vida, se aferra a su cuaderno donde escribe sus chistes. La realidad cotidiana la va llevando al límite, pero ella decide subir al escenario, aunque sea para fracasar una vez más. Su profesor confía en su valía y quiere acercarse a ella, pero no sabe el abismo que se esconde en el interior de su alumna. Él cree en ella, lucha para que se implique y se esfuerce, aunque se enfada ante sus deserciones. En uno de sus enfados este le suelta que Boyle trabaja duro y que “canaliza su ira, sus frustraciones y su vulnerabilidad y las introduce en su comedia”. Y Sarah, que no tiene uno de sus mejores días, se enfrenta al maestro: “¿Cree que este espectáculo va a lanzarnos a la fama? Eso sí que es un chiste. Esto es Margate. Qué cojones. Al único que le importa esta mierda es a usted. Es viejo y está atrapado aquí. Lo único que tiene es a nosotros y eso es la hostia de trágico”.

Pero a pesar de los pesares sube a ese escenario, y es un momento agridulce de éxito y fracaso rotundo e incluso no puede terminarlo, tiene que salir corriendo…, pero el maestro se da cuenta de que Sarah ha seguido al pie de la letra una de sus indicaciones: “Tiene que saliros de dentro. Tenéis que vivir la actuación”. El monólogo se convierte en catarsis y revelación, en un grito de ayuda… Y, por fin, Sarah puede parar un poco la carrera al infierno y llorar en el hombro de su profesor que se ha dado cuenta de la verdad que esconde en su interior.

Y así Jellyfish revela un viaje apasionante por un discurso cinematográfico que puede rastrearse desde los años setenta hasta la actualidad donde los standuperos han protagonizado distintas películas que han sustentado el monólogo como catarsis y como revelación de verdades trágicas y oscuras de la vida. Un estudio intenso sobre la naturaleza del humor. Podríamos decir que el secreto del humor, ese concepto que le pide el profesor a Sarah que averigüe, puede encontrarse en una galería ilustre de películas. Ahí está Steven (Tom Hanks) quien le dice a Lilah (Sally Field) en Lo que cuenta es el final (Punchline, 1988) de David Seltzer: “A mí nada me hace gracia, por eso yo soy humorista y tú no lo eres” y añade “hace falta tener narices y hablar de tu realidad”. Lilah, que es una ama de casa que quiere huir desesperadamente de la rutina diaria y recuperar la chispa de su juventud, le contesta triste: “Mi vida no tiene gracia”. Pero él replica: “Todas las vidas tienen gracia”. Y ella recupera su humor cuando empieza a reírse de lo que sabe e improvisar sobre su propia realidad de ama de casa, de su existencia como esposa y madre, y no recurre, como hacía antes de encontrarse con Steven, a comprar chistes a otros sobre cosas que ni le van ni le vienen.

Como Sarah, también Raúl García o Ralph Garci (Barry Miller), como prefiere llamarse, arrastra una realidad que pretende ocultar a través del humor. Es uno de los jóvenes de Fama (Fame, 1980), una película de Alan Parker, que sería el origen de una serie de éxito. Y canaliza ese humor para sus clases de interpretación en la escuela de arte en Nueva York. En las clases tiene un profesor que le facilita consejos no muy alejados a los que imparte el de Sarah. Así en la audición le dice: “Use sus propias experiencias. Sea sencillo, sincero, sobre todo, sea usted mismo”. García emprende así un aprendizaje a lo largo de los cuatro años de estancia en la escuela.

Y como Sarah, Ralph también tiene en su punto de mira a un humorista famoso, Freddie Prinze (1954-1977). El cómico al que admira, y que también le obsesiona, tuvo una vida corta y triste, con adicción a las drogas y una muerte trágica, pero una fama como humorista y como protagonista de una serie de televisión. Cuando Ralph recuerda lo que le afectó su muerte y todo lo que dijeron sobre él, se queja de la seriedad de la vida, y se pregunta por qué no puede haber gente feliz: “Todo el mundo tiene que ser serio, joder”… Y él se rebela a través del humor.

Su profesor en las clases de interpretación dice a sus alumnos que con el talento no basta: “debéis tener mucha técnica, un buen agente y sobre todo ser duros” y añade “así que quereros mucho porque solo os tenéis a vosotros mismos. Utilizaos, usad vuestra voz y vuestras experiencias”. Y les recomienda que muestren lo que llevan dentro de ellos mismos. Poco a poco se va revelando la vulnerabilidad de Raúl y cómo la risa es rebelión contra una realidad social muy dura. Así cuando sube a un escenario en el cuarto curso se da cuenta de que es bueno y de que puede hacer reír. Utiliza como materia cómica la realidad marginal de su barrio, lo que conoce, y su identidad como puertorriqueño en Nueva York. Y entonces explica a su novia que esa experiencia “es el mejor éxtasis. Mejor que las drogas y el sexo. ¡Me encanta actuar, joder!”.

Ese gusanillo por actuar, esa necesidad que siente Sarah de subir al escenario y vomitar su verdad. Ese éxtasis que supone tener el micrófono en la mano, pese al posible éxito o rotundo fracaso. Esa espera larga y dura no dejando de ser standupero, aunque nunca se alcance la fama ni el éxito. Ese miedo a no tener gracia o no poseer talento o recibir el rechazo del público. Esa sensación de extraña familia con otros compañeros de profesión. Esa idea de utilizar la vida como material para construir un monólogo… Todo este batiburrillo de ideas ha sido material para distintas películas. Hay un personaje secundario en Lo que cuenta es el final en el cuál merece la pena detenerse, es un hombre mayor que se ha dedicado toda la vida a subir a los escenarios como monologuista, pero sin alcanzar nunca el éxito, arrastrando siempre la sombra del fracaso y de las oportunidades perdidas. Sin embargo, sus monólogos siempre acaban con una frase que muchos de sus compañeros tienen en cuenta: “El amor de mi vida es una dama llamada comedia”…

Y ese amor a la comedia es lo que hace que Kumail (Kumail Nanjiani), un conductor de Uber suba muchas noches a un escenario para entregarse en sus monólogos. Precisamente en una de sus actuaciones conoce al amor de su vida, Emily (Zoe Kazan). Ese es el punto de partida de La gran enfermedad del amor (The Big Sick, 2017), de Michael Showalter. Solo hay un problema: él es un pakistaní que vive en EEUU y ella, una estadounidense de pura cepa… Se enamoran locamente, pero sus diferencias culturales suponen un conflicto, sobre todo para Kumail. Así que cuando Emily descubre que su novio no solo no ha hablado de ella a su familia, sino que su madre le sigue preparando citas para un matrimonio concertado, esta se lo toma bastante mal y quiere terminar la relación. A él solo se le ocurre dar una respuesta que serviría para uno de sus monólogos: “Lucho contra una cultura de 1400 años, tú eras la fea del instituto… Hay una gran diferencia”. Entonces justo cuando lo dejan, Emily contrae una extraña enfermedad que puede costarle la vida, y Kumail no tiene más remedio que enfrentarse a sus miedos, entre ellos, el rechazo de su propia familia, si quiere recuperar de nuevo a la mujer de su vida.

Precisamente cada vez que este sube a un escenario, su material de partida es su identidad cultural. Él y sus amigos esperan el día en que un cazatalentos vaya a verlos y les proponga para algún festival famoso o que les fichen para Saturday Night Live. Su identidad musulmana en E. U. condiciona su vida hasta tal punto, que un día durante una de sus actuaciones, donde ha invitado a los padres de Emily (con los que establece una relación entrañable mientras Emily está en coma inducido), una persona del público le grita: “¡Vuélvete a Isis!”. Él ignora el comentario, pero la madre de Emily se enfrenta y el del público se disculpa: “Lo he dicho por su apariencia”. Kumail para templar el ambiente, toma el micrófono y suelta: “Soy terrorista. Escribo monólogos para no llamar la atención”. Pero también lo que está viviendo le afecta hasta tal punto que un día vive una catarsis, como Sarah, en el escenario: “Es muy difícil dar un monólogo cuando tu novia está en coma. Dicen que está luchando, pero no lo parece, solo está tumbada”. Lo que hace interesante esta agradable comedia es que es absolutamente autobiográfica. Es decir, los guionistas son los propios Kumail (que es también protagonista de la película) y la verdadera Emily. Los dos se sirven del humor y del amor a los escenarios para contar un acontecimiento trágico, pero crucial en sus vidas.

A ese batiburrillo de ideas que son el bagaje para películas interesantes contribuyó uno de los cómicos más internacionales, Jerry Lewis, que no solo era un actor cómico con un dominio de su cuerpo y un humor visual revelador en sus películas, sino que también se convirtió en un standupero mítico. En dos de ellas apareció precisamente como standupero y en sus argumentos se lanzaban unas reflexiones interesantes sobre el mundillo, esas reflexiones que podría ir recogiendo Sarah para explicar a su maestro la naturaleza del humor. En estas películas se exteriorizaba un tipo de humor muy diferente al de sus clásicas comedias como director e intérprete, El terror de las chicas o El profesor chiflado. En el año 1982 Martin Scorsese dirigió El rey de la comedia (The King of Comedy) que cuenta la extraña ascensión al éxito de un standupero, Rupert Pupkin (Robert de Niro),  que consigue acceder por métodos poco ortodoxos a un programa televisivo de éxito liderado por un monologuista muy popular, Jerry Langford (Jerry Lewis), un hombre lánguido, cansado, solitario y triste en su vida cotidiana. Para conseguir su minuto de gloria en la televisión, Rupert secuestra a Jerry para poder chantajear a los directivos. ¡Y consigue la gloria, pero con un monólogo donde no hace más que contar su desgraciada vida y el secuestro que acaba de protagonizar! Y deja estas palabras: “Mejor ser rey una noche que un inútil toda la vida”. Años después, en 1995, se convierte en George Fawkes, un standupero de éxito, con un hijo que trata de seguir sus pasos, pero que fracasa estrepitosamente en un multitudinario monólogo en una sala en Las Vegas. En la hipnótica y extraña Los comediantes (Funny Bones), de Peter Chelsom, este padre vuelve a por su hijo Tommy (Oliver Platt) al lugar de Inglaterra, Blackpool, donde “robó” el número que le llevaría a la fama. Y le explica que nunca tendrá éxito: “Eres demasiado educado para ser divertido”. Y le dice que solo hay dos clases de cómicos: unos tienen la gracia por naturaleza (funny bone) y otros trabajan duro esa naturaleza para ser divertidos, pero que él haga lo que haga nunca será aplaudido. Sin embargo, es otro personaje, Thomas Parker (interpretado por George Carl, que fue un payaso de fama internacional), que no ha dicho una palabra durante toda la película y que de pronto se pone a hablar…, quien explica dónde se esconde el humor (ese humor que buscaba desesperadamente Sarah): “Nuestro sufrimiento es único. El dolor que sentimos es peor que ningún otro. Sin embargo, nuestro amanecer será más bello que cualquier otro. Es como la luna. Ella tiene un lado oscuro que en un principio siempre se esconde, pero recuerda que la cara oculta también determina las mareas. Nuestro tiempo ha llegado”.

Si en Jellyfish o en Fama nombran a standuperos controvertidos o con vidas trágicas, el cine también ha tomado la vida de algunos de ellos como material para sus películas. Bob Fosse realizó en 1974 un hermoso biopic de un standupero y su conflictiva personalidad: Lenny. Así contaba la historia atormentada de Lenny Bruce (Dustin Hoffman), un standupero mítico, pero que fue detenido y condenado varias veces por considerarse su humor blasfemo. Fosse emplea sus monólogos para ir contando su vida y en un momento dado le hace hablar a Lenny sobre los límites del humor: “La idea es que vivimos en una sociedad hipócrita. Necesitáis al demente, no lo calléis. Necesitáis que el loco os diga cuándo la estáis cagando. Cuanto más duro seáis con él, más lo necesitaréis. No me quitéis la libertad de expresión. Son palabras. No hago daño a nadie”. Bob Fosse, cinco años más tarde, realizó su propia autobiografía en All That Jazz, donde contaba la historia de un coreógrafo que lleva una vida de excesos en todos los sentidos y que a la vez está dirigiendo una película, con espíritu perfeccionista, sobre Davis Newman, un standupero (Cliff Gorman). Una y otra vez está en la sala de montaje para lograr la perfección de un monólogo de Davis alrededor de la muerte, donde el monologuista toma como punto de partida la teoría de Elisabeth Kübler Ross sobre las etapas del duelo ante el anuncio de la muerte inminente. Así provoca la risa explicando los procesos de negación, ira, negociación, depresión y aceptación. El monólogo es en realidad la premonición de todas las etapas que vivirá el propio coreógrafo ante su muerte cercana. En realidad, Davis Newman está inspirado en el propio Lenny Bruce, capaces los dos de reírse de todo, hasta de la muerte. Un discurso similar, es decir, apostar por un humor libre, sin límites, tuvo el cómico Andy Kaufman, que fue más allá de los monólogos, y que su humor era pura provocación continua. Milos Forman contó su vida en Man on the Moon (1999). Andy (Jim Carrey) fallece de cáncer y mientras está en el féretro todos escuchan un monólogo que grabó antes de su muerte donde irónicamente canta y dice a todos que “el mundo es un lugar maravilloso. Agradecido por este agradable mundo”, como siempre sin saber si se está quedando con todos realmente o no.

Y es más, la Sarah de Jellyfish puede ser que siga el camino de standupera, pues el final de la película es abierto. Quizá los monólogos sí se conviertan en una salida a su oscura realidad. Puede que no abandone nunca los escenarios, ni tampoco su parte oscura y sus tormentos, e incluso es probable que un día de el salto a la televisión y otro que protagonice una película. De hecho varios standuperos se convirtieron o se han convertido en actores de prestigio que utilizan su autenticidad para dejar personajes inolvidables. No hay más que recordar a Robin Williams, actor y buen standupero, que nunca abandonó su parte oscura. De hecho, se puede ver su valía como monologuista en Good Morning, Vietnam (1987) de Barry Levinson, donde da vida a un locutor de radio que con sus monólogos no solo anima a los soldados norteamericanos de Vietnam, sino que nunca es políticamente correcto ni ante el micrófono ni en su comportamiento diario. Lo primero que hace es relacionarse y conocer a los vietnamitas de igual a igual. Y se va dando cuenta de que hay mucho que contar y explicar sobre dicha guerra, demasiado silencio y censura. Su humor le traerá problemas. Williams hizo comedia hasta el final (y por el camino dejó algún drama) antes de quitarse la vida. O Woody Allen, también un standupero de éxito, se convierte en uno en Annie Hall (1977), y construye su película alrededor de un monólogo para explicar todos sus conflictos sentimentales con una mujer y para hablar de temas muy serios. Al final del monólogo da otra clave sobre el humor y sobre la actuación en un escenario, frente al público, “los artistas siempre queremos que las cosas salgan perfectas… porque en la vida real es muy difícil”.  Y eso es lo que le pasa a Sarah en Jellyfish, la vida real es muy difícil para ella, pero ve una oportunidad en poder subir a un escenario… y reírse de todo.

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