Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sally Rooney, Gente normal, Literatura Random House, Barcelona, 2019, 253 pp.


Gente normal de Sally Rooney (Irlanda, 1991) es la historia de dos jóvenes, Marianne y Connell, que pugnan por entenderse y muchas veces fracasan, que intentan sortear el paso del tiempo y sus accidentes, que tratan de hallarse a sí mismos en la ciudad o en el campo, en soledad o en compañía, en un mundo donde el amor y el dolor caminan de la mano mientras ellos solo anhelan pasar desapercibidos. Concebida como continuación de su cuento “At the Clinic” –aparecido en 2016 en The White Review–, y en consonancia con su novela anterior, Conversaciones entre amigos (2017), la novela es una coming of age irlandesa que revela la complejidad de la juventud y el tránsito hacia la madurez: la exploración del yo, la incomunicación, la pérdida, el desengaño, la posesión o la comunión con el otro son algunos de los temas medulares.

Premiada con el British Book Award of the Year, Gente normal podría catalogarse como una young o new adult fiction (etiquetas comerciales empleadas a menudo para apartar estos géneros de la llamada “alta literatura”) de no ser porque sus protagonistas, la complejidad de sus caracteres y las situaciones que enfrentan distan de considerarse light: al inicio del libro, Marianne se nos presenta como una chica “rara” e inteligente que mira a sus compañeros por encima del hombro; es introvertida pero a la vez desafiante y segura de sí misma, algo que no termina de cuajar con el ambiente que la rodea. Para Connell Waldron, “Marianne practica un abierto desprecio por la gente del instituto. No tiene amigos, y se pasa la hora de la comida sola, leyendo novelas. Muchos la odian con ganas”. La madre de Connell, Lorraine, trabaja para la familia de Marianne Sheridan; un día que él va a recogerla se cruza azarosamente con ella, comenzando así una conversación que podría parecer casual pero que en realidad es el punto de partida de un vínculo que se prolongará a lo largo de los años: “Cuando habla con ella, siente que existe entre ambos una total privacidad. Podría explicarle cualquier cosa de sí mismo, incluso cosas raras, y ella nunca las iría contando por ahí, lo sabe. Estar a solas con Marianne es como abrir una puerta que permite salir de la vida normal y cerrarla tras de sí”.

En una entrevista, Daisy Edgar-Jones, la actriz que encarna a Marianne en la serie, atribuye el éxito de Gente normal al hecho de que muchas personas sienten añoranza del primer amor. Creo que la explicación del fenómeno es atinada, pero requiere de mayor precisión y delicadeza: más que el primer amor, más que la juventud perdida, más que nuestro torpe sendero hacia la adultez, lo que lectores y espectadores experimentamos frente a Marianne y Connell es la nostalgia de lo que nunca ocurrió: aquellos sentimientos que se extraviaron para siempre, el amplio abanico de posibilidades que creíamos abrirse ante nosotros, la infinitud de escenarios posibles que fuimos agotando con cada elección. Podremos identificarnos –o no– con los protagonistas, podremos no comprender del todo sus decisiones, podremos sentir frustración ante la incapacidad de Connell para verbalizar sus emociones, o hacia las pulsiones de Marianne que la llevan al BDSM en su persistente afán autodestructivo, pero lo que no podemos hacer es dejar de verlos como seres tan cuidadosamente cincelados que casi se diría que son reales, personajes de ficción conformados por retazos de vidas humanas imperfectas y contradictorias.

El título del libro obedece al anhelo constante de los protagonistas de ser “gente normal”, pero lo crucial aquí es la codificación que se le da a lo “normal” en el espacio-tiempo que ambos habitan y que va modificándose conforme avanza la historia: en el instituto, mientras sostiene con Marianne una relación secreta, Connell piensa que solo cuando está ella se siente él mismo y no alguien que tiene que estar fingiendo frente a los otros; pese a esto, decide traicionarla e invitar a una de las chicas populares del colegio al baile de graduación, para, entonces sí, regodearse en su normalidad: ser estimado y admirado por todos, rodearse de amigos con los que poco o nada tiene en común, y, en fin, pretender ser un chico más del pueblo de Carricklea, diluirse entre la multitud. Pero mientras que Connell se aferra a las apariencias y vive recluido en su enrevesado mundo interior, Marianne acepta las consecuencias de no ser como los demás: “Marianne vivía una vida drásticamente libre, él se daba cuenta. Él estaba atrapado entre consideraciones diversas. Le preocupaba lo que la gente pensara de él”. Si la interioridad de Connell se ve amenazada constantemente por esa doble vida que lleva, Marianne da la impresión de estar ensayando distintas versiones de sí misma (o, al menos, eso es lo que él cree, pese a que ella se intuye estancada en una única personalidad). Lo cierto es que esta alternancia de identidades, este coqueteo con aspectos de su individualidad a la vez afines y disímiles se da únicamente en la singular dinámica entre los dos, y solo en secreto. Fuera de esta burbuja, “Marianne tenía la sensación de que la vida real estaba sucediendo en un lugar muy lejano, en su ausencia, y no sabía si algún día lograría averiguarla y formar parte de ella”.

Tras la aparente sencillez de la novela se esconde un relato de confrontaciones: entre lo público y lo privado, entre la palabra y el silencio, entre la negación y la aceptación de uno mismo. Y, sin embargo, el hilo conductor de la trama, y también el móvil principal de los personajes, es la certeza de que la conexión que tienen entre ellos no la tendrán con nadie más: “La mayoría de la gente, pensó Marianne, pasa por la vida sin sentirse jamás tan unida a alguien”. En realidad, son estos conflictos, y la voluntad de intentar comprender al otro, aquello que los mantiene juntos: en Carricklea, Connell destaca en el deporte, en los estudios y en su grupo social, pero no sabe quién es ni qué es lo que quiere, pues desde que tiene uso de razón se ha dejado arrastrar por la inercia, por sus circunstancias y por todo lo que le ha sido dado; Marianne, en cambio, es dueña de una oscura historia familiar, tiene convicciones muy arraigadas, se sabe más lista que los demás y, paradójicamente, se lanza al vacío sin medir los alcances de su fragilidad. En Dublín los roles se invierten: Marianne, de clase social alta, se mueve a sus anchas en el Trinity College, donde estudia historia y política; tiene amigos, acude a las fiestas y es adorada por todos. Connell, que estudia filología inglesa, está completamente fuera de sí, piensa que no encaja debido a su estatus socioeconómico y considera a sus compañeros unos farsantes que opinan de libros sin siquiera haberlos leído. En efecto, la existencia que a Marianne le resultaba impostada en Carricklea, en Dublín se vuelve real, mientras que la concepción que Connell tenía de lo que era auténtico, su zona de confort, se cae a pedazos ante el peso de la vida en la ciudad y su estancia en el Trinity.

La columna vertebral de la novela es el vaivén de Connell y Marianne, sus idas y venidas, sus encuentros y desencuentros. Sin embargo, los personajes secundarios no tienen una importancia menor, pues son precisamente ellos, y los acontecimientos que los acompañan, quienes los acercan a esas pequeñas epifanías que van perfilando poco a poco sus obsesiones: cuando Lorraine se entera de que Connell ha invitado a Rachel Moran al baile de graduación y no a Marianne; cuando Peggy, tras la ruptura de Marianne con Gareth, destapa su relación secreta con Connell; cuando Jaime despierta en Marianne su obsesión por sentirse subyugada; cuando Alan, el hermano de Marianne, la maltrata psicológicamente; cuando estudiantes anónimos que van y vienen de las fiestas de Marianne la tocan sin mayores aspavientos y Connell, borracho, se lo echa en cara, entre otras situaciones. Aunque están ahí, como telón de fondo, algunos de los elementos clásicos de las young y new adult fiction (adolescentes y jóvenes enamorados; escenas sexuales muy elaboradas; el típico ambiente universitario; la prosa ligera y de fácil lectura), Sally Rooney construye algo más bello y más elevado a través de imágenes, símbolos y diálogos disruptivos que dotan de profundidad a la novela.

El lenguaje, tanto físico como verbal, ocupa un lugar primordial en Gente normal. Si Connell es la contención, Marianne es el arrojo: “Si hablando con ella decide calladamente no decir algo, Marianne le pregunta ‘¿Qué?’ en cuestión de un segundo o dos”. En la adolescencia, Connell tiene dos vidas: aquella que vive con Marianne en su habitación privada, y la del instituto, donde puede ser considerado por los demás un chico ordinario: “Con solo un pequeño subterfugio puede vivir dos existencias por completo independientes, sin enfrentarse jamás a la cuestión definitiva de qué hacer consigo mismo o qué clase de persona es”. La universidad lo obliga a elegir, a forjarse una voz propia, a definir lo que quiere y no quiere ser. Hay un aspecto clave en la novela que el lector atento no dejará de preguntarse: ¿Por qué, ya en el Trinity College, Connell no toca a Marianne en público? Si no lo hacía en el instituto porque se avergonzaba de lo que pudiera pensar la gente, esta frágil hipótesis no tiene sustento en el periodo universitario, donde todos sus amigos en común saben que están juntos. Para Connell, las muestras de afecto hacia Marianne equivalen a revelar que él, que tanto aspira a ser normal, posee en realidad un mundo secreto al que solo ella tiene acceso, el mismo mundo que podía ocultar felizmente en Carricklea y que se ha ido fracturando desde su llegada a Dublín. En este sentido, no es que tenga miedo ser visto con Marianne o que no se sienta digno de ella; tampoco es que continúe purgando su pecado original (haber invitado a Rachel Moran al baile de graduación). Es más bien que, en el fondo, Connell sabe que Marianne representa su mayor secreto –su sensibilidad intelectual, su vulnerabilidad, sus temores y ansiedades– y que ser visto con ella equivale a exponerse a sí mismo, a revelar un aspecto de su individualidad que únicamente ella es capaz de comprender y que no desea compartir con nadie más.

El suicidio de su amigo del pueblo, Rob Hegarty, es uno de los puntos álgidos de la novela: su muerte es la constatación de que su yo del pasado, al que tanto se aferraba, ha dejado de existir; de que la normalidad que tanto añoraba ya no existe, porque todo es ahora distinto, como es distinto él, y de que ha llegado el momento de darse de bruces contra el mundo exterior. La subsecuente depresión en la que se embarca, la necesidad de comunicar sus miedos e inseguridades a su terapeuta, la ruptura con su novia Helen y el apoyo incondicional de Marianne desde la distancia conllevan una transformación en el arco argumental del personaje y lo acercan al reconocimiento y aceptación de sí mismo. Al ser confrontado por Helen por su reacción al ver a Marianne en el funeral de Rob, él contesta: “La manera en que actúo con ella es mi personalidad normal, respondió. A lo mejor lo único que pasa es que soy un tipo raro”.

Marianne, por otro lado, evoluciona también a su manera. Mientras está en Suecia conoce a Lukas, un fotógrafo con quien tiene un arreglo que él llama “el juego”. Esta dinámica, que surge a petición de ella, se basa en hacerla sentir miserable y, durante el sexo, no permitirle hablar ni establecer contacto visual. De alguna forma (por su padre agresivo, primero, y por Connell, después), ha terminado por confundir el amor con el dolor, el deseo con la posesión, el placer con el sufrimiento, y la necesidad ser amada con la urgencia de sentir algo, aunque sea repulsión hacia sí misma: “Ha habido siempre algo en su interior que los hombres han querido dominar, y ese deseo de dominación puede tener un aspecto muy parecido a la atracción, incluso al amor”. A través del BDSM emprende un viaje de autoconocimiento, pero también una exploración del significado del amor en esta era convulsa, donde las pulsiones de vida y de muerte se aproximan tanto que terminan por fundirse. Cuando Lukas se sale por un instante del papel que ha elegido interpretar y le dice que la quiere, Marianne se quiebra: “¿Es posible que le haga esas cosas horribles que le hace y que crea al mismo tiempo que está actuando por amor? ¿Es el mundo un lugar tan malvado que el amor es indistinguible de las más abyectas y abusivas formas de violencia?”. Esta revelación no basta, pues para Marianne la violencia, el sometimiento y el erotismo forman ya parte indisoluble de su interacción con el otro, aunque este otro sea genuinamente amado.

De regreso en Carricklea, Marianne y Connell vuelven a verse. Están en su habitación, ella acostada en la cama, él en el suelo mirando un partido de futbol gaélico. Tras una conversación torpe y entrecortada, da inicio el encuentro erótico. Marianne piensa: “Su cuerpo no es más que una posesión, y pese a que ha ido de mano en mano y lo han maltratado de diversas maneras, le ha pertenecido siempre a él”. Acto seguido, le ruega a Connell que la golpee, pero él, aturdido por la petición, la rechaza. Durante el tiempo que han estado lejos, él ha logrado adaptarse a la vida a través de un proceso lento y doloroso. Para Marianne ha sido diferente: “Algo se ha apoderado de ella, no sabe qué…Odia a la persona en que se ha convertido y no siente que tenga poder alguno para cambiar nada de sí misma. Ahora es alguien que hasta Connell encuentra repugnante, ha cruzado la línea de lo tolerable para él”. Si para Connell el mundo exterior es cada vez más real, para ella es cada vez más irreal, invirtiéndose nuevamente los roles que tenían en el instituto. En su indagación de sí misma, Marianne ha terminado por perderse al punto de pensar que ya no tiene nada en común con él.

Tras este incidente, Marianne regresa a su casa, herida y horrorizada. Empieza a discutir con su hermano y éste le rompe la nariz. Ella llama por teléfono a Connell, quien acude de inmediato, le pide que entre en el coche y, enfurecido, coloca a Alan contra la barandilla y le dice que, si vuelve a tocarla, “vendré aquí y te mataré, punto”. A él, el suicidio de Rob lo arrojó a la realidad; a ella, la agresión de su hermano y la bondad de Connell, quien después de esto le confesará que la quiere y no permitirá que nadie le haga daño. La muerte y la violencia son reales, sí, pero lo que han sentido todos estos años es más real que lo real.

Hay que decirlo: los nudos argumentales de Gente normal no están perfectamente atados. En este caso, Rooney ofrece una solución escueta, no del todo lograda, al impulso autodestructivo de Marianne: “Connell había entendido que no era necesario hacerle daño: podía conseguir que se sometiera por voluntad propia, sin violencia”. La respuesta, creo, está más bien en páginas anteriores: a la manera de un guardián entre el centeno, Connell admite que “esa es la única parte de sí mismo que quiere proteger, la parte de él que existe dentro de ella”. Lo que Marianne persigue, pese a la confusión y el desconcierto, no es, quizá, convertirse en la posesión de alguien, no es ser sometida y violentada, sino sentirse amada, entregarse y saber que el otro se entrega.

Hacia el final del libro, cuando una coyuntura los fuerza a situarse en las antípodas, ella piensa: “Se han hecho mucho bien el uno al otro. Es así, piensa, es así. Las personas pueden transformarse de verdad unas a otras”. Marianne y Connell parecen haberse encontrado a sí mismos. Ahora les tocará buscar su lugar en el mundo.

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