Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Vicente Verdú, Enseres domésticos. Amores, pavores, sujetos y objetos encerrados en casa, Anagrama , Barcelona , 2014, 208 pp.


La casa ha servido como metáfora de la psique y el cuerpo humano durante siglos. Emily Dickinson, por ejemplo, en “The props assist the House”, compara la construcción del hogar con la del espíritu humano, ambos erigidos con ayuda de  elementos externos o enseres; en “One need not to be a chamber to be haunted”, en cambio, la casa representa un espacio obscuro e inseguro, como lo son algunas veces la mente y los pensamientos. La casa ha representado metafóricamente a su huésped: su personalidad, sus gustos, sus actividades, sus hábitos, sus enfermedades, etc. La construcción (y, en algunos casos, la destrucción) de su mundo interior se refleja en ella. Los objetos que contiene están llenos de significado. Es precisamente esto lo que encuentra Vicente Verdú en Enseres domésticos. Amores, pavores, sujetos y objetos encerrados en casa, un conjunto de textos sobre los objetos que nos rodean día tras día dentro del hogar.

     Las cosas, utensilios, muebles, incluso personas, que son analizados en el libro delatan un cambio generacional. La casa que van construyendo los relatos tiene características muy particulares, por lo que es posible ubicarla en un espacio geográfico y una época. Se trata de una casa europea, se aclara que tiene un tresillo, un juego de muebles en desuso; alberga a una familia burguesa, ya que cuenta con una puerta para los criados y personal doméstico. Retrata, además, los objetos de un matrimonio convencional, es decir, conformado por un hombre y una mujer; esto es evidente en la sección “El convoy”, donde se aclara que “…corrobora, pues, como un calco a la familia nuclear, remeda la cohesión doméstica mediante su figura votiva y como un artefacto etimológico expresado en el <con-voy>” (p. 93). Contrasta este espacio, que me imagino con muebles pesados y grandes espejos, con el surgimiento de la casa Ikea y la familia no nuclear. No es, sin embargo, solo este tipo de casa el que ha ido desapareciendo: los temas, el religioso, por ejemplo, y las tradiciones expuestas, como leer el periódico en papel, no solo parecen haber caducado en los últimos años, sino que han sido substituidos por nuevas formas de pensamiento y costumbres.

    El libro está dividido en diez secciones y cada una contiene alrededor de cinco enseres cada uno. La clasificación de los objetos está basada en actividades o acciones: el primero es guarecerse (de los vecinos, el viento, el timbre, etc.); intimar, donde se analiza la ropa interior y la importancia del amante para la sobrevivencia del matrimonio; elucubrar, en el que, entre otras cosas, se establece una comparación entre el bolso de la mujer y la corbata del hombre con los órganos sexuales; conectar, donde se expone al teléfono y al móvil como registros de la relevancia personal y profesional del usuario; comer, dedicado ateísmo del pan tostado y el papel de Clemente VIII en la legitimización y bendición del café; expeler, donde el autor recuerda la reconfortante tos de fumador del padre y la virilidad detrás de ésta; asearse, que presenta al espejo como un “ojo inventado por la civilización para ir matándonos” (p. 140); conllevar, que compara la vieja convivencia de las personas con las moscas con la repulsión que cualquier insecto causa a las nuevas generaciones; suspirar, que menciona la huida de los enseres domésticos a otros mundos, donde nunca más los vamos a encontrar, y termina finalmente con el apartado de recordar, donde se reflexiona sobre la fotografía, el correo, la mudanza y el papel del hogar en el siglo XXI. El tono al principio del libro es irónico; no obstante, conforme se avanza en las secciones se va diluyendo hasta terminar con uno más serio en el último apartado.

    Al empezar los textos, el lector se topa con expresiones sarcásticas, exageradas, irónicas o burlescas. Es con estas características que la voz narrativa reflexiona, principalmente, sobre la religión, la mujer y la muerte. En “La luz”, por ejemplo, a partir de los comentarios de una tía, ex monja carmelita, sobre el milagro de la electricidad, se relaciona a Cristo y su sacrificio con el de la bombilla, o, para ser más precisos, el tungsteno en la bombilla, que se quema y padece para dar luz. “En realidad, sólo un espíritu muy religioso pudo engendrar una lámpara tan doliente” (p. 21). Por otro lado, este “milagro” es visto también como metáfora de la transición del mundo oscurantista al mundo de la razón; cambio que, precisamente, hace que al encender una bombilla no se piense en un milagro y sí en una actividad industrial. Este aniquilamiento de la visión religiosa dentro del hogar tiene repercusiones hasta en el pan cocido y pan tostado. “En el primero reina sobre la mano del hombre la mano de Dios, pero en el segundo ha sido eliminado el manoseo celestial y se altera el aroma materializando la idea de un universo donde el tufo del infierno se enfrenta al dictado del Creador” (p. 105). Así, desde el desayuno, nos hemos olvidado de lo milagroso y de la obediencia para acercarnos a lo profano. Verdú se vale de esto para marcar un cambio de perspectiva en el que lo religioso se va olvidando y se ve sustituido por las creaciones del hombre.

   En los apartados “Intimar”, “Elucubrar” y “Asear” se presentan dos imágenes opuestas: la belleza y estilo que los productos y enseres femeninos le confieren a la mujer y lo poco atractivo que los equivalentes son para los hombres. Se comienza con la pijama que, en el caso de la mujer, es ornada y despampanante y sirve, además, para embellecerla “como un objeto de lujo” (p. 40); el hombre, en cambio, tiene que dormir con ropas parecidas a las de un mayordomo o un presidiario. Lo mismo sucede con la ropa interior de hombre, que según el narrador es víctima de una industria que parece querer humillarlo con diseños inferiores; la asimetría continúa incluso en las medias, que ya de por sí delatan la generación a la que pertenece dicha mujer, y las calcetas. La voz narrativa, siguiendo este tono irónico y desmesurado, encuentra belleza y superioridad en todas las prendas femeninas y un aspecto grotesco e inferior a las masculinas. La mujer que se retrata en estos textos me recuerda más a la que aparece en la publicidad de los años cincuentas, perfectamente arreglada, que a la mujer actual; el hombre que se describe en estos textos también es uno muy distinto al que hoy es un importante consumidor de dicha industria que, supuestamente, no lo representa con el mismo garbo dentro del hogar.

    La voz narrativa, ya en los últimos apartados, parece tornarse más seria, melancólica y personal. Este cambio sirve para balancear lo histriónico de los primeros textos y para cerrar con una serie de reflexiones que giran en torno al papel del hogar en una sociedad sumamente individualista y obsesionada con las selfies y el Whatsapp. No obstante, parece romperse también la continuidad del texto: por un lado se describe una casa ostentosa y caducada, con puerta de servicio y otra para los “amos” o “señores”, y por otro una casa nueva, con vecinos del piso de arriba y con pelusa. Se pierde entonces la impresión de haber estado, a partir de los textos, construyendo una casa y, en su lugar, se está describiendo un departamento o piso. Independientemente de cómo se visualiza este espacio, para el autor el hogar ha perdido importancia en el nuevo prototipo de familia. “Efectivamente, la casa fue un envase fundacional de la existencia, pero ahora se convierte en un envoltorio más ligero y otorga prestigio mudarse de aquí para allá” (p. 204). La casa tradicional, como centro de la vida familiar, se está perdiendo; al igual que la percepción de este espacio como privado o cerrado, estando ahora abierto a un segunda casa o “residencia ambulante”, el Internet. Las relaciones, los nexos, la comunicación, etc., han cambiado y se han tornado, en opinión de Verdú, exteriorizadas y menos duraderas.

      No es la primera vez que Verdú escudriña aspectos de la sociedad actual, lo ha hecho ya como periodista. La diferencia, en el caso de Enseres domésticos, es que lo hace desde una posición distinta: la personal y emotiva. A diferencia de El estilo del mundo (2003), El capitalismo funeral (2009) y La hoguera del capital (2012), en los que ofrece un análisis socioeconómico y cultural, aquí expone una mirada diferente, casi romántica, de los objetos cotidianos. Se recuerda al padre fumador y a la esposa atractiva, al mismo tiempo que se contextualizan los enseres que les pertenecieron. Se hace una reconstrucción histórica de los objetos domésticos y una recuperación de la memoria personal. Es, definitivamente, un homenaje a los enseres y personas que habitan un prototipo de hogar que, a su vez, está desapareciendo.

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