Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Fabio Morábito, El idioma materno, Sexto Piso, México, 2014, 178 pp.


La literatura de Fabio Morábito (Alejandría, 1955) nace de un profundo amor a la palabra: cada obra encierra una irrevocable lección estilística; cada obra representa un esfuerzo por penetrar en la verdadera piel del mundo y de las cosas; cada obra persigue, en el fondo, “el barro secreto del idioma, ese barro que una vez hallado le abrirá el idioma por completo” (p. 71). Morábito, hijo de padres italianos, escribe con intensidad, pero también con rigor y entrega; escribe en virtud de su extranjería, una extranjería que acaso le permite detenerse en el detalle, ponderar la palabra precisa y el ritmo exacto de los versos, entrever los matices más sutiles del idioma. Porque escribir, para Morábito, es también leer, su obsesión central ha sido, desde sus inicios, el estilo literario; el estilo entendido no únicamente como el esmero en la construcción de las oraciones, ni como la búsqueda del adjetivo justo o el giro sintáctico perfecto, sino –sobre todo– como la afirmación, a través del lenguaje, del espíritu y la personalidad de quien escribe, de su peculiar forma de habitar el mundo y comprender la vida. El idioma materno, su libro más reciente, es una feliz exploración de los temas que han poblado desde siempre sus cuentos y sus poemas: la vocación literaria y la comunicación humana; la arbitrariedad lingüística y la tiranía del concepto; la lectura como posibilidad de diálogo; la escritura como sitio de encuentro.

     Morábito, pese a ser dueño (o precisamente por serlo) de una de las prosas más excepcionales de la literatura mexicana contemporánea –una prosa que no me parecería exagerado tildar de perfecta–, ha permanecido invariablemente ajeno a las modas, fiel a la idea de que un escritor debe, ante todo, escribir en el silencio. Quizá por eso –porque ha preferido la contención al desparpajo, la humildad a la desmesura– y quizá también porque su obra entera es una incesante reflexión sobre el acto de narrar y poetizar, ocupa un lugar furtivo en nuestras letras, un lugar decididamente minoritario, que reúne a un puñado de lectores que acaso han vislumbrado en él a un maestro de escritura. Esto no significa, sin embargo, que su literatura resulte en modo alguno inaccesible. No. El lector que se aproxima a los libros de Morábito queda de inmediato como apresado por la eficacia de cada frase y de cada verso; más aún: el lector que se aproxima a los libros de Morábito descubre, ante todo, una aguda necesidad de leer con lentitud, de estar atento a la respiración de los textos, de descubrir la vena secreta de las historias. Porque Morábito, ya sea en sus cuentos o en sus poemas, en sus ensayos o en su novela, escribe desde ese centro invisible que le permite entrever, o al menos atisbar, el misterio que rige lo cotidiano, el misterio que persiste más allá de la realidad. Este ha sido siempre el tema medular de su obra: la literatura como vía de reconocimiento del mundo. Ya en “A espaldas de la piedra”, uno de sus primeros poemas, el autor expresaba: “Miente la piedra, entonces, / las palabras engañan, / la lisura no existe, / es nuestra enfermedad, / en todo hay un abajo, / un atrás de, un fondo, / y hay que esperar el día / que un ligero hundimiento /un desplome en algún /recodo te sorprenda / y ponga ante tus ojos  / la oculta levadura, / el esfuerzo de otros, / el hilo conductor / que todo lo sostiene” (Lotes baldíos, 1985). En la poesía de Morábito palpita una aguda conciencia de la naturaleza de la escritura: el lenguaje es, a la vez, nuestra salvación y nuestro extravío: a fuerza de circunscribir las palabras a los conceptos, a fuerza de caer en la trampa de las equivalencias, hemos terminado por desconocer –por ni siquiera mirar– los gestos, las huellas, los pliegues, los contornos de las cosas. Si el lenguaje, paradójicamente, nos aleja de la realidad, la literatura por el contrario nos acerca a ella: en la obra de Morábito, la escritura es esa grieta que se abre. Por eso, dice el poeta, “la lisura no existe”, “en todo hay un abajo, / un atrás de, un fondo”. Escribir supone, por tanto, una renuncia: abandonar al lenguaje –su función pragmática, de mero intercambio eficiente– y reinventarlo a partir de la literatura. La extranjería del poeta juega aquí un papel decisivo: la adopción de una lengua que no es la materna conlleva, necesariamente, un reaprendizaje de nuestros esquemas de pensamiento; Morábito escribe en español –aunque su lengua materna sea el italiano– porque sabe, o intuye, que solo al desistir del mundo que solemos dar por sentado podemos empezar a descubrir los acordes secretos del idioma: “pasar de una lengua a otra exige la mutación del ser”(p. 71), señala en El idioma materno.

   La poesía de Fabio Morábito surge a partir de esta tensión: el desconocimiento de la realidad y su reconquista a través de la palabra. De ahí que el tema central de sus primeros libros sea el tránsito del italiano al español, de Milán a la Ciudad de México, de la fijeza al movimiento. En el fondo, la escritura como puente que enlaza al yo de antes y de después. En “A tientas”, por ejemplo, el poeta afirma: “Con cada libro / pago un viaje / que no hice. / En cada página que acabo / cumplo con un acuerdo, / me digo adiós / desde lo más recóndito, / pero sin alcanzar a ir muy lejos. / Escribo para no quedar / en medio de mi carne / para que no me tiente el centro, / para rodear y resistir, /escribo para hacerme a un lado, / pero sin alcanzar a desprenderme” (De lunes todo el año, 1992). Una paradoja recorre, sin embargo, su propuesta: la renuncia (al mundo, a la lengua, a los orígenes) trae consigo, sí, una suerte de reaprendizaje, pero se trata de un reaprendizaje no exento de impotencia: la imposibilidad de traducir, pese a todo, aquello que apenas alcanza a vislumbrar. Por eso, para el poeta, la escritura no se circunscribe únicamente al texto: el ritmo, el pulso, los matices y las texturas adquieren en sus libros una importancia crucial porque buscan paliar, en cierta forma, las propias carencias del lenguaje.

     Escritor polígrafo, Morábito ha sabido comprender, a carta cabal, las implicaciones de la originalidad: todo acto creador es en realidad un robo, un préstamo; el escritor –apunta uno de sus personajes de Grieta de fatiga (2006)– “es una bestia carroñera”. Este principio lo ha llevado a construir un universo literario sólido, un universo plagado de guiños y entrecruzamientos, de ecos que remiten a otros ecos en busca de la poética que subyace al conjunto de su obra. Los textos de Morábito son a menudo variaciones sobre una serie de temas o motivos ya recurrentes en sus libros, temas o motivos que, dicho sea de paso, confluyen siempre en una misma obsesión: el estilo. Un ejemplo: el ensayo “Escribir sin levantar la cabeza” (El idioma materno) recupera el tema de “Pierino Sempio” (Alguien de lava, 2002), profesor que lee en voz alta en el aula propinando un par de golpes en la nuca a los alumnos que suelen distraerse; más allá de la anécdota, Morábito retrata una enseñanza: leer es también escuchar, es atender al ritmo del relato, es advertir la entonación de las frases y, sobre todo, es escribir tomando en cuenta que una oración fallida –una oración incapaz de mantener la atención del lector– puede derivar, eventualmente, en un golpe certero. De igual manera, en “Los nombres de los muertos”, uno de los ensayos más lúcidos de El idioma materno, Morábito postula que las clases de escritura se trasladen a los cementerios, pues ahí los niños podrían pasearse entre las tumbas memorizando los nombres de los difuntos, nombres que “resplandecen como una cosa autónoma conforme se apaga la memoria”(p. 24) y nos permiten probar, así, la arbitrariedad del lenguaje; Emilio, los chistes y la muerte (2009), su única novela, es la ficcionalización de esta propuesta: en ella, un niño de doce años enfermo de incontinencia mnemotécnica vaga por los andadores del cementerio intentando retener los nombres de los muertos, nombres que él “pronunciaba como si quisiera darles la oportunidad de manifestar algo que la muerte había dejado incompleto; como si ellos, al oír una vez más su nombre en labios de otro, pudieran atar algo que estaba suelto o escuchar quizás su último latido”. Porque esos nombres inscritos en las lápidas, al carecer de un referente inmediato, al sobrevivir al concepto que suelen designar, iluminan “a base de lenguaje la salida del lenguaje”, la realidad oculta bajo las palabras.

     Llegado este punto, me gustaría señalar que existe, en la literatura de Morábito, un aparente desdoblamiento: por un lado el escritor –que escribe, crea e imagina–, por otro el corrector –que enmienda, reflexiona y problematiza–. La gran virtud del autor estriba, no obstante, en fusionarlos a ambos, al que escribe y al que corrige, al que libera las palabras y a quien las vela. Lo que subyace en la obra de Morábito es nada menos que una postura moral: el escritor se aparta del lenguaje para custodiarlo, pero a la vez se aparta de la vida para intentar esclarecerla. En el cuento “Mi padre” (La lenta furia, 1989), el personaje enseña al narrador a mirar las cosas no visibles del mundo –instalaciones, cañerías, alcantarillas que él observa extasiado porque lo llevan a escapar del tedio que le produce la rutina–, le enseña a “ver, tomar acto, asentir frente a esas evidencias cristalinas con una especie de fe o gratitud”; por otra parte, los personajes de “Las puertas indebidas” (Grieta de fatiga) –una mujer y un hombre escritores que, sin conocerse, van transformando una situación ordinaria en materia de la ficción– buscan precisamente eso: contemplar la vida con perplejidad, percibirla como algo insólito o prodigioso. Y los Ventriccioli de La lenta furia, numerosa familia de traductores de la calle Bolívar, son, antes que nada, una representación de la compleja tarea que tiene el traductor entre las manos: la armonía de los textos está sujeta a la armonía de la familia y viceversa, y “lo que era común a todos era el fervor, la entrega a la casa y la conciencia de que no se inventaba nada, de que se trabajaba sobre lo trabajado por otros y se corregía para ser corregidos”; mientras que “El tenis de los viernes”, uno de los cuentos más extraordinarios de Grieta de fatiga, relata cómo el embarazo de una mujer depende del estilo –y no de la ejecución– de un tenista que es, al mismo tiempo, un nadador privilegiado: el hombre nada para que la mujer no pierda el feto y por lo tanto para que éste, desde el útero de su madre, se sincronice con los movimientos del agua provenientes del exterior. En uno y otro caso, los personajes –y las situaciones que enfrentan– parecen estar en constante tensión con un mundo paralelo, un mundo que pugna por hacerse presente y al que ellos creen poder acceder por medio de la ficción, o del estilo, o de la observación minuciosa: la literatura como punto de contacto con esta realidad latente.

     El idioma materno (2014) reúne ochenta y cuatro textos breves –entre cuentos, poemas, anécdotas y ensayos– que reflexionan en torno a ciertos núcleos temáticos en los que se fundamenta el pensamiento de Morábito. Por su naturaleza, pero también por su concepción –el libro surge a raíz de una columna que el autor publicaba mensualmente en el Clarín de Buenos Aires– nos recuerda, de entrada, al Manual del distraído de Alejandro Rossi, con el que El idioma materno guarda más de una feliz afinidad. Me permito citar extensamente las palabras de Rossi en la “Advertencia” al Manual…: “un libro, en todo caso, cuya unidad es más estilística que temática, un libro que huye de los rigores didácticos pero no de la crítica, y que fervorosamente cree en los substantivos, en los verbos y en los ritmos de las frases. Un libro –lector improbable– que expresa mi gusto por el juego, por la moral, por la amistad y, sobre todo, por la literatura. Léelo, si es posible, como yo lo escribí: sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle”. Morábito, hay que decirlo, asimiló a la perfección las lecciones de su maestro –pues el fervor por las frases, el gusto por el juego y el amor al detalle son, desde luego, algunas de las notas distintivas de su obra–, pero también supo moldear a cabalidad su propia idiosincrasia: pocos, como él, han hecho del estilo, no solo su principal obsesión, sino el tema alrededor del cual gira toda su literatura.

     Abren el libro “Scrittore traditore”, texto que explora el vínculo entre la traición y la vocación literaria, y “Robar”, condensada reflexión acerca del robo y sus paralelismos con la escritura. En el primero, Morábito relata su enamoramiento de Massimo P., un niño tímido de apariencia angelical y facciones delicadas; tras escucharlo leer en voz alta y advertir que Massimo es, a todas luces, “un burro redomado”, el protagonista toma una decisión impulsiva: leer peor que él. Pronto descubre, sin embargo, que leer mal es, a la vez, una traición a sí mismo y al lenguaje, mientras que leer bien es, por el contrario, una traición al otro. La conclusión es lapidaria: “después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas” (p. 12). Porque escribir –que es también leer– es, en efecto, darle la espalda al mundo: el narrador elige traicionar a Massimo a costa de iluminar el valor de las palabras. “Robar”, y el texto siguiente “Ladrón y centinela”, abordan una idea análoga: escribir es también robar, “porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias y ni una más” (p. 14). Esto no es más que una declaración de principios: el escritor es, a la vez, un ladrón y un centinela: “hay algo de centinela en escribir tan temprano, o de ladrón, o de ambas cosas […] A fuerza de vigilarse mutuamente, centinelas y ladrones han terminado por parecerse y de lejos es difícil saber quién es quién. El escritor, en cierto modo, los fusiona” (p. 16). Morábito escribe para robarle al lenguaje, pero también para protegerlo: para liberarnos de la frase trillada y del intercambio vacío, para que aprendamos a leer con imaginación. Juntos, estos tres ensayos –“Scrittore traditore”, “Robar” y “Ladrón y centinela”–, comprenden, me parece, los motivos centrales del libro: la escritura, el robo y la traición. He señalado ya que, para Morábito, todo acto creador es un robo, un préstamo; en esta afirmación se cifra, en cierto modo, la clave de El idioma materno: tenemos la creciente sensación, como lectores, de que cada uno de estos textos roba algo al anterior; roba para recuperar las palabras del otro o para decir aquello que el otro no terminó de decir; roba para que volvamos a leer, esta vez con (más) lentitud. Esto explica, quizás, la brevedad de los ensayos: compuestos por menos de dos mil caracteres, no son textos aislados, sino continuos –y aún cabría matizar: inconclusos– que mantienen entre sí una insólita coherencia: “El subrayador”, por ejemplo, amplifica el tema de “Subrayar libros” y “La vanidad de subrayar”; “Kafka y los celos” añade algo a “Kafka y los nombres” y éste, a su vez, a “Gregorio Samsa”; y “Alambres retorcidos” reflexiona, al igual que “Escribir sin levantar la cabeza” y “El justificante perfecto”, sobre la dificultad de escribir, entre otros.

     Morábito escribe los ensayos de El idioma materno como quien escribe el justificante perfecto: “me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela […] el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva […] Era sólo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente planteaba problemas de eficacia y de estilo” (p. 63). En cierta forma, toda escritura surge de la aceptación del fracaso: el verdadero escritor se enfrenta, de antemano, a la dificultad de expresarse, a que el tono o la coma o el punto elegidos resulten equívocos, a que sus frases no sean sino un pálido reflejo de la convicción de su espíritu. Y es en estas limitaciones –más aún: en la conciencia de estas limitaciones– en donde radica, me parece, la sutil diferencia entre escribir y redactar: escribir trae consigo, necesariamente, una ruptura con nuestro ser: escribimos para salvarnos la vida o para salvarnos de la vida y, por tanto, trivializar al lenguaje equivale a trivializar el valor de la literatura y de la vida misma. A propósito de esto, no puedo dejar de mencionar la crítica –no exenta de humor e ironía– que Morábito hace de los talleres literarios: “Habría pues que escribir así: […] con la cabeza gacha y rogando por la eficacia de cada frase. Pero hoy desgraciadamente en la mayoría de los talleres literarios se enseña a escribir sin miedo y con la frente en alto” (p. 34). En este sentido, los talleres literarios han hecho de la escritura –una empresa fundamentalmente silenciosa– una actividad que parece privilegiar, las más de las veces, el despilfarro antes que la prudencia, el valor del individuo antes que el de la obra, la redacción pasable antes que el rigor estilístico, en lugar de estimular, como señala Morábito en una entrevista, “el afloramiento de un posible talento”.

     En El idioma materno, el autor no solo discurre sobre la naturaleza de la vocación literaria, sino también sobre las neurosis y manías que acompañan, con bastante frecuencia, al lector y al escritor: el subrayado, la relectura, la corrección obsesiva, la aguda necesidad de silencio, la esterilidad creativa, el bloqueo, entre otros. En “La vanidad de subrayar”, Morábito relata la anécdota de un amigo suyo, subrayador compulsivo, que subrayaba precisamente para no escribir: “al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas. Por eso nunca se animó a escribir uno. No habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable de la primera hasta la última palabra” (p. 18). Contrario a la creencia generalizada de que el subrayado es reflejo de una lectura exhaustiva, Morábito afirma que se trata más bien de una suerte de evasión. Porque subrayar, sí, es hacerse consciente del estilo a partir de la observación de frases particulares, pero paradójicamente el estilo no es la frase: el estilo es el tejido verbal. O, como señala el autor: “los libros están hechos de frases, obvio, que son como los ladrillos de la construcción, y del mismo modo que es difícil reparar en la hermosura de un ladrillo, las frases, cuando leemos, pasan relativamente inadvertidas, arrastradas por el flujo del discurso, como debe ser. El detenerse demasiado en una frase es signo de inmadurez; lo que importa en un libro es el conjunto” (p. 77). Estamos, para Morábito, ante una cadena de equívocos: el hombre subraya para no escribir, pero también para no leer, o para leer únicamente el libro que ha subrayado, que es un libro distinto al que se ha escrito: “el subrayador se vuelve un segundo autor del libro, extrae de éste el libro que él hubiera querido escribir, entra en franca controversia con el libro que lee” (p.77). Esto es verdad solo hasta cierto punto: en estos subrayados radica, en parte, la individualidad del lector; subrayar es responderle al texto; es observar sus relieves y texturas; es admitir que ciertos pasajes nos emocionan por encima de otros –aun si el libro en su conjunto también lo hace–, porque si todo se pareciera a todo, si el libro fuera subrayable de principio a fin, se convertiría en un texto llano, ilegible, que nos sumiría en un profundo estupor al no hallar en él ninguna sorpresa, ningún sobresalto; subrayar es, además, establecer un pacto secreto con el libro: es la promesa de regresar a él para observar, esta vez con atención, no el fragmento subrayado, sino el entramado general del texto, la totalidad del edificio. En el fondo, lo que pretende Morábito es, me parece, extender a la narrativa los procesos creativos que suele emplear para la poesía: “siendo en mucha mayor medida que la prosa un arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas” (p. 51). Porque en la poesía, en efecto, no hay pasajes más relevantes que otros: cada verso, imagen y metáfora tienen un fin en sí mismos y nos exigen una atención inusitada. Es por ello que no buscamos comprenderlos sino aprehenderlos: apropiarnos de su ritmo y su sentido.

     El ensayo final –el que lleva por nombre “El idioma materno”– es una brillante reflexión sobre la extranjería, la traición y la naturaleza de la escritura. Para el autor, “el extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla” (p. 178). Es verdad, pero también, como su obra lo muestra sobradamente, que la única manera de habitar la literatura y la escritura es en tanto extranjero, y él –el extranjero más extranjero de todos, el impostor que escribe desde la máscara– es uno de sus más genuinos y legítimos moradores.

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