Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sergi Pàmies, El arte de llevar gabardina, Anagrama, Barcelona, 2019, 143 pp.


Rara avis entre los cuentistas, Sergi Pàmies escribe sin temor a ser descubierto. En El arte de llevar gabardina (2019), el autor se muestra, a la vez, irónico y sensible, emotivo y melancólico, y, más que nada, dispuesto a contarlo todo. Pàmies, hay que decirlo, es un maestro de los espejismos, capaz de borrar de un plumazo la línea que divide la autobiografía de la ficción, de confundir al lector y guiarlo por senderos donde la verdad puede (o no) ser literatura. No creo haber hallado antes, entre los cuentistas en lengua española o catalana, a un escritor como este.

Más cercano a Carver que a cualquier otro maestro del relato breve, Pàmies construye la tensión con base en los detalles, con extrema sobriedad y concisión, cuidando el pulso narrativo y los giros de la trama, pero solo para crear cuentos insólitos, regidos por sus propias normas, ajenos por completo a las expectativas del lector. Si bien comparte con los representantes del dirty realism algunos elementos clave –el minimalismo, la economía del lenguaje–, el catalán ha ido configurando gradualmente su peculiar universo literario,  desde T’hauria de caure la cara de vergonya (1986) hasta Cançons d’amor i de pluja (2013), pasando por La gran novel·la sobre Barcelona (1997), L’últim llibre de Sergi Pàmies (2000) o La bicicleta estàtica (2010).

Aunque sus novelas, La primera pedra (1990), L’instint (1992) y Sentimental (1995), no son inmunes a las obsesiones de Pàmies, que impregnan todo aquello que huele a literatura (sin ir más lejos, La primera pedra es, como buena parte de su obra, un elogio del hombre mediano), es el cuentista el que acapara nuestra atención. El arte de llevar gabardina, escrito originalmente en catalán y traducido por él mismo al español, es un libro que reúne al mejor Pàmies: al más original, al más incómodo, pero también al más feliz, a aquel cuya alegría se desprende de la experiencia de habitar en el mundo. Pese a no ser un ensayista, la obra de Pàmies es una genuina y descarada exploración del yo: un yo que se aproxima y nos elude al mismo tiempo, un yo que se revela para luego refugiarse en las grietas de la ficción. Y es que el autor ha emprendido una obstinada indagación de sí mismo, no solo para observarse y observar a los demás, sino para aprender a amar y aceptar la vida como es, con todos sus defectos o precisamente por ellos.

A veces con resignación, a veces con humor, en los relatos de Pàmies se dan cita los grandes temas de la literatura –el amor y la muerte, el dolor y la enfermedad, la Historia y la intrahistoria–, pero no con el tono de quien pontifica desde un púlpito (en alguna entrevista declaró: “Mi madre escribió para salvar el mundo. Tenía unos ideales y escribía como desde un púlpito. Yo no tengo ese púlpito”), sino con la perplejidad de quien, inseguro pero valiente –y armado con una buena dosis de benzodiacepinas–, decide abrazarlos desde una tonalidad menor y hacerlos parte de su vida.

En este sentido, la épica de lo cotidiano practicada por Pàmies suele tener como protagonistas a hombres grises, introvertidos y algo torpes, antihéroes neuróticos y tímidos que emprenden tibias batallas contra sus debilidades. En “La set” (La gran novel·la sobre Barcelona), un individuo confiesa su adicción a las bebidas sin alcohol: “Ara ja puc dir-ho sense que em tremoli la veu: sóc abstemi. Admetre-ho no ha estat fácil. Pensava que controlava la situación fins que vaig tocar el fons d’un pou que no s’acabava mai”; en “El que no hem menjat” (La bicicleta estàtica) un hombre y una mujer se conocen en la sala de espera de una dietista, inician un romance fundado en la voluntad de adelgazar y, una vez cumplido su objetivo, ceden el paso a otras parejas: “Però, si tenim paciència i esperem, veurem arribar a la consulta, procedents d’altres pasturas…noves parellas potencials que, en el moment de descubrir-se l’un a l’altre, xalaran amb l’oportunidad de viure i de donar el millor d’ells mateixos”; en “El preu” (L’últim llibre de Sergi Pàmies), un hijo escucha de su padre la lapidaria frase: “Tots tenim un preu”, para, en el camino de regreso a Valencia, inventarse combinaciones matemáticas para tratar de calcular su propio precio.

La consabida tesis de Piglia sobre el cuento (“Un cuento siempre cuenta dos historias, la evidente y la cifrada”) queda en entredicho al pensar en la estética de Pàmies, no porque no existan en sus relatos dos (o más) historias, sino porque en ellos nada es evidente o nada está cifrado. Aunque sus obsesiones son recurrentes, en los mundos trazados por el autor todo puede suceder: siempre invariable y siempre distinto, para Pàmies las historias no se resuelven (no tienen por qué), las tramas no son redondas (se abren y cierran posibles líneas argumentales), los finales no arrojan conclusiones definitivas (más bien generan nuevos interrogantes, no vinculados con la trama central), entre otros. Sergi Pàmies, diría Vila-Matas, está tan “podrido de literatura” que la ficción, como suele suceder con la realidad, se le escapa de las manos: “A los que no son sufridores patológicos quizá les costará entenderlo: se trata de un trastorno que no tiene que ver con la realidad sino con la ficción”, se justifica en “Nueva York, 1994” (Canciones de amor y de lluvia).

Porque para Pàmies no hay gran distinción entre la literatura y la realidad, un cuento suyo puede llegar a ser tan accidentado como un día en la vida de un hombre cualquiera. De ahí que se permita iniciar un relato con la decadencia de los afectos para continuar describiendo la influencia de Joan Manuel Serrat en una ruptura amorosa y, finalmente, culminar con su propia madre –la también escritora Teresa Pàmies– irrumpiendo en una proyección de Fu Manchú para informar a los espectadores de la rendición del bando republicano (“Dos coches mal aparcados”, Canciones de amor y de lluvia). O bien, que un hombre acuda a urgencias para ser diagnosticado y operado de nada menos que “la nostàlgia i l’esperança. En segons quins organismos poden desenvolupar-se fins a anular les altres funciones vitals i provocar una mort extremadament dolorosa” (“Ataràxia”, La bicicleta estàtica); e, incluso, que un hombre y una mujer se conozcan en una fiesta, se enamoren y, durante el encuentro erótico que dura literalmente toda una vida, transcurra el paso del tiempo hasta que los sorprenda la muerte (“Romeo i Julieta”, La gran novel·la sobre Barcelona).

El arte de llevar gabardina es, quizá, el mejor libro de Pàmies. Tanto en la forma como en el fondo, los doce relatos y el bonustrack reunidos en este volumen son ejemplos acabados del universo pamesiano, pero no es precisamente esto lo que lo vuelve extraordinario. Mientras que, en sus obras anteriores, el lector detectaba cierto afán por alcanzar la perfección estilística, o bien una obcecación por apuntalar su originalidad, evidenciada en la confección de situaciones cada vez más imprevisibles, en El arte de llevar gabardina, Pàmies presenta su versión más auténtica y genuina: ahí donde se dibuja una sonrisa serena, hay un personaje que está roto por dentro, y ese personaje tiene algo de él: “Y fue entonces cuando, quizá por primera vez, sentiste que todas las pequeñas grietas marcadas en el mármol de la verdad abrían una hemorragia irreparable”.

El hombre gris, el divorciado, el que intenta alargar el amor, el que no pudo ser hijo de Jorge Semprún, el niño que juzga con severidad a los falsos Papás Noel que circulan por los almacenes. Son, como siempre, el Sergi Pàmies que nos esquiva y se dispersa entre sus personajes, pero en esta ocasión su rostro son todos los rostros, y su voz todas las voces de los hijos de la transición española, una generación desorientada y perpleja, temerosa de mirar al pasado e incapaz de morar en el presente.

Más allá de las singulares manías de Sergi Pàmies, su obra es una sincera expedición por la vida del hombre ordinario, por el dolor y la felicidad, por los triunfos y fracasos cotidianos que quizás escapen al ojo común, pero no al de quien, como en este caso, se apega con fervor a la sentencia de su madre: “La ventaja de ser escritor es que todo lo que vives es susceptible, tarde o temprano, de convertirse en literatura”.

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