Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Hernán Lara Zavala, De Zitilchén, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.


La segunda sección de De Zitilchén –tierra mítica en la que transcurre un gran número de los cuentos de Hernán Lara Zavala y que ahora el FCE reúne en su totalidad– inicia con una carta dirigida al autor por parte del cronista del pueblo. En ella, el cronista declara su desconcierto ante la noticia de que Hernán, un extranjero, ha decidido escribir y publicar un libro sobre Zitilchén, pueblo ubicado en el exacto punto geográfico en que se unen los estados de Campeche, Quintana Roo y Yucatán; más adelante confiesa, entre aliviado e indignado, que el libro escrito por el autor en realidad tiene poco o nada en común con el Zitilchén real. Sus palabras: “Tu pueblo y sus personajes se hallan en coordenadas tan distantes que no alcanzo ni a identificarlas ni a ubicarlas debidamente. Es verdad que algo tiene en común con la vida de la península, pero más bien parece existir en el ámbito de la invención que a las realidades de esta tierra” (p. 159).

     La “Carta al autor” no es únicamente el típico recurso posmoderno destinado a poner en tela de juicio la distinción entre percepción, memoria e imaginación. Tampoco es, o no únicamente, una respuesta anticipada a una posible polémica sobre el carácter peninsular del libro. La carta tiene más bien la intención de ponernos en el buen camino al momento de aproximarnos a la lectura de De Zitilchén: recordarnos que, en literatura, todo espacio que habitamos encuentra su referente no en la realidad física, sino en la subjetividad del autor; que toda tierra mítica –hablemos de Santa María, Comala, o en esta caso Zitilchén– es, más que la representación fiel de una geografía y sus costumbres, el espacio en donde las obsesiones y los fantasmas de un autor encuentran la oportunidad de materializarse, de crecer y de desarrollarse.

     Son dos las grandes fuerzas que recorren y configuran Zitilchén, alterando y muchas veces decidiendo el destino de sus habitantes: la violencia y el deseo. Zitilchén es solo en apariencia un pueblo católico: más que al Dios cristiano de la caridad, es a Eros y a Tánatos a quienes los habitantes de Zitilchén rinden pleitesía. No es capricho del autor que sea justamente un sacerdote a quien escuchamos decir: “Zitilchén está inundado de sexo. Así como hay lugares donde la pasión de la gente se desborda en la política o en el futbol, en Zitilchén el aire está cargado de una atmósfera sexual” (p. 93). A estas alturas, es imposible no pensar en la influencia de otro autor mexicano, Juan García Ponce, con quien Lara Zavala comparte, además, el origen peninsular. En ambos autores, el deseo se encuentra en una tensión constante con las rígidas convenciones sociales: el deseo es en realidad anhelo de libertad. Pero mientras que en García Ponce el deseo se relaciona con la búsqueda de la identidad, dando como resultado una literatura de gran introspección y reflexividad, en Lara Zavala el deseo es una fuerza física, material, una fuerza casi externa que obliga y subyuga a hombres y mujeres: “Pero hay un alivio en que se te muera la verga. Ya no te quema la sangre. Es como si te hubieran arrebatado tu escopeta o tu machete… pero eso mismo te salva de la lucha” (p. 27).

     Y aquí –en el punto en que violencia y deseo se convierten en dos caras de la misma moneda– es necesario hacer mención de otro autor cuya influencia es notable en De Zitilchén: William Faulkner. Aquí, como en la obra de Faulkner, la naturaleza es una presencia importante: se trata del espacio en el que la distinción entre deseo y violencia deja de parecer tan evidente, en el que Eros y Tánatos dejan de ser dos impulsos rivales para convertirse en dos manifestaciones de la misma fuerza omnipotente que todo lo recorre: “… se acercó a las colmenas acomodadas en hileras, protegidas con sendas piedras sobre las tapas; vio a dos lagartijas – depredadoras de abejas – trepando a una. Se propuso acabar con ellas pero para su sorpresa se dio cuenta de que los animalejos se había subido a la caja para aparearse. El macho tenía prendida del cuello a la hembra mientras copulaban. Sorprendido, extasiado ante aquel espectáculo que se le ofrecía por primera vez ante sus ojos, Macho Viejo las dejó vivir” (p. 31). Y no podemos menos que recordar al autor norteamericano cuando el Doctor Baqueiro se lamenta, mientras camina por Zitilchén: “como tantos otros pueblos, Zitilchén empezaba a formar parte del pasado, asumiendo finalmente el inclemente y trágico destino del sureste” (p. 142).

     No pocos de los cuentos que conforman De Zitilchén son ejemplos verdaderamente logrados del género. Ya “A la caza de iguanas”, relato que da inicio al libro, es uno de sus mejores momentos: se trata de una reinterpretación del mito de la Xtabay a través del lente del despertar sexual, con final espléndido. “Macho Viejo” es un relato sobre el deseo y la vejez, pero también sobre el deseo y la violencia: la maravillosa escena de la cópula de las lagartijas que citamos antes pertenece a él. “El padre Chel” relata en tono humorístico los pesares de un sacerdote joven obligado a escuchar impasible las eróticas confesiones de sus parroquianas; más adelante, “Infierno grande” retoma el tema de la incontinencia sacerdotal para presentar el lado más sórdido del asunto. En “Flor de Nochebuena”, uno de los mejores cuentos de la serie, el joven protagonista asiste a la matanza del pavo que se utilizará para la cena de navidad y ese mismo día descubre que su prima ha comenzado a menstruar. Es un cuento sobre el descubrimiento del amor y el descubrimiento de la muerte, que tiene en la escena final del sueño una de las realizaciones más afortunadas del libro: “A punto de dormirme, después de muchas vueltas, en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, me volvía la imagen de Bartolo revoloteando, escurriendo sangre a borbotones sobre la tierra antes de que mi abuelo lograra colgarlo de las patas. Soñé que la sangre que había caído cerca de una de las plantas había hecho que las hojas verdes se empezaran a poner coloradas y en el sueño pensaba que las flores regadas con sangre tenían que ser necesariamente rojas y que tal vez por eso les habían puesto el nombre de flores de Nochebuena” (p. 190). “Legado” y “Lizbeth”, que dan cierre respectivamente a la primera y la tercera parte del libro, son ejercicios de nostalgia: el primero nostalgia de la juventud perdida; el segundo, nostalgia del primer amor.

     Hernán Lara Zavala es un autor que, evidentemente, no considera el cuento un género menor y cultiva su práctica con paciencia, cuidado y atención al detalle. Al hablar de la literatura de Hernán Lara Zavala –y de los cuentos de De Zitilchén­– debemos tener cuidado de evitar adjetivos como “regionalista” o “provinciana”: nada más alejado de la literatura de Lara Zavala. El cronista del pueblo, en su carta, después de señalar que el autor del libro es en realidad un extranjero de las tierras que pretende retratar, después de constatar que para la redacción del libro el autor no utilizó apuntes ni consultó hechos históricos, después de comentar la fragilidad de la memoria y la desconfianza que debemos tener en ella, llega al cuestionamiento central que le hace a Hernán, autor del libro: “¿cómo escribir con veracidad y con conocimiento sobre el tema que te has impuesto?” (p. 151). Afortunadamente para nosotros, Hernán Lara Zavala es un gran conocedor del deseo humano y un testigo sensible de la violencia en todas sus manifestaciones. Y Zitilchén –su Zitilchén– es un pueblo lleno de vida.

  • Rocío Bates septiembre 24, 2013 at 12:54 pm / Responder

    ¡Excelente ejercicio critico! Palabras exactas para transmitir fielmente la sensibilidad del autor: Hernán Lara Zavala. Así como su ubicación literaria y humana. ¡Felicidades Enrique!

Leave a Reply to Rocío Bates Cancelar