Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Clarice Lispector, Cuentos completos, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2020, 472 pp.


Clarice Lispector (Ucrania, 1920-Brasil, 1977) es una asesina de hechos, una refinada facticida, escritora tímida y osada, nigromante, una bomba de relojería que desnaturaliza la sintaxis, concatena inspiraciones y se sumerge en los estados mentales de sus personajes, ya sean niñas de pelo rojo, viejas secas que se niegan a saberse solas en este mundo, gallinas enfebrecidas, hombres ampulosos, la mujer más pequeña del mundo, o jóvenes voyeuristas que todo lo observan, mientras devoran panes y palabras. Sus protagonistas mastican, a veces con desgana, a veces con ternura, la vida; la mezclan y ensalivan, la regurgitan, escupen y vuelven a empezar.

No hay ni un gramo de pensamiento en Clarice Lispector que no sea literario. “Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien. Probablemente, mi propia vida”, se lee en su novela póstuma, Un soplo de vida. Su intensidad y determinación, pero también su soledad y su afición al silencio, la libraron de cualquier tipo de encasillamiento. Mientras el boom latinoamericano cautivaba en esta y otras latitudes, la literatura de Lispector, una deflagración interior, se enraizó en otra tradición: la de quienes hacen de la extrañeza su compañero de viaje. “El desastre —puntualizó Maurice Blanchot— nos arruina todo, dejándolo todo como estaba”. Clarice creaba “sin la esperanza de que lo que escribo altere algo. En el fondo, la gente no quiere alterar las cosas, quiere florecer de un modo u otro”.

Nacida en Ucrania, en periodo de entreguerras, llegó a Brasil con dos años. Cargó a sus espaldas una traumática historia familiar. Al parecer, su madre, violada por soldados rusos, contrajo la sífilis y creyó, junto a su marido, que si se quedaba embarazada desaparecería ese mal. Clarice nació para salvar a su madre, pero Mania murió —paralizada de medio cuerpo, mortalmente herida—, cuando Clarice tenía diez años. “Hay algo que me gustaría decir y que no puedo”: aplicó la ley del silencio y jamás escribió sobre este episodio familiar, aunque durante su infancia construyó “historias sin final”. Con los años, definió su estilo como un “no-estilo” y defendió su condición de escritora amateur: “Yo no soy una profesional, porque escribo cuando quiero. Para conservar mi libertad, me preocupo de no ser una profesional”; pero se aferraba a la literatura con los dientes si fuera preciso: “Cuando no escribo, estoy muerta”.

En 2020, con motivo del centenario de su natalicio, el Fondo de Cultura Económica publicó en español la colección completa de sus cuentos, organizada por Benjamin Moser, su biógrafo y uno de los grandes especialistas de su obra. Basada en la edición inglesa de 2015, contiene 84 relatos —por mucho que los editores aseguren en la contracubierta que son 85—, divididos en nueve secciones, y un apéndice, “La explicación inútil”, en el que la autora reflexiona, de manera breve e imprecisa, sobre la génesis de uno de sus libros, La legión extranjera: “No me es fácil recordar cómo y por qué escribí un cuento o una novela. Una vez que se desprenden de mí, yo también los desconozco. No se trata de un ‘trance’, pero la concentración en el acto de escribir parece privarme de la conciencia de lo que no es el acto de escribir”.

A pesar de irse por la tangente —al igual que Salinger, ella defendía que un escritor debe hablar lo menos posible—, la lectura de dicho apéndice suministra ciertas pistas sobre el pálpito que circula no solo por La legión extranjera, sino también por Lazos de familia o Felicidad clandestina, sus libros de relatos más conocidos. Clarice Lispector se repite: a veces de manera machacona; a veces subrepticiamente. Relato a relato aparecen sus tramas incidentales —la epifanía convierte lo banal en ficción de altura—, sus personajes contradictorios —padecen náuseas gozosas—, y su sintaxis peculiar. “Las repeticiones me parecen agradables, y las repeticiones que se dan en un mismo lugar acaban calando poco a poco; algo tienen que decir las cantinelas aburridas”. En su no-estilo, la variación en torno a un mismo tema se transforma en el vaso comunicante que une sus primeros relatos —estos presentan algún que otro resabio de juventud e influjo mal digerido— con los últimos —donde los lapsus, por fortuna, no eclipsan su incisiva pluma—. Algunos de los diez cuentos del apartado Primeras historias los escribió antes de su debut como novelista. Cuando tenía veintitrés años publicó Cerca del corazón salvaje, una novela cuyo título surge de una cita de James Joyce; más concretamente, del Joyce de Retrato de un artista adolescente: “He was alone. He was unheeded, happy, and near to the wild heart of life”. Cauta en sus palabras y declaraciones, Lispector dio pocas pistas sobre sus pasiones literarias (Dostoievski y Herman Hesse, entre ellas), pero mostró cierta inconformidad con quienes la comparaban con Virginia Woolf, más que por su literatura, por el final abrupto de la británica: “El terrible deber es ir hasta el fin”, sentenció Lispector.

Enrique Vila-Matas, en su prólogo a Los mejores cuentos de Sergio Pitol, recordó la siguiente reflexión del Premio Cervantes: “Aun ahora me sorprende ver mi vida entera transformada en cuentos”. Algo parecido habría exclamado Clarice Lispector ante estas ochenta y cuatro ficciones reunidas. Porque ella es cada niña de pelo rojo que se asoma tímidamente por sus páginas (conmueve “Tentación”). Y ella es cada animal que repta por estas líneas, o gruñe, o busca refugio en la naturaleza agreste. Cada huevo que se quiebra y escupe una clara y una yema es un hijo (Paulo y Pedro, fruto de su matrimonio con el diplomático brasileño Maury Gurgel Valente). Cada gallina envalentonada es ella. Múltiples perros, monos, gatos, cucarachas, caballos, moscas, búfalos, saltamontes esperanza, y un largo etcétera de criaturas transitan por sus cuentos: “Creo que siento a los animales como una de las cosas que todavía están muy cerca de Dios, un material que no se inventó a sí mismo, una cosa que todavía tiene el calor de su propio nacimiento; y que, no obstante, se pone de pie luego luego, ya toda ella viva y viviendo de golpe en cada minuto, no poco a poco, sin escatimarse nunca, sin nunca gastarse”.

Para Clarice Lispector los animales simbolizan “una de las formas accesibles de gente”. Sus personajes más humanos tienen los rasgos físicos y morales de un animal solitario. En el desvalimiento de la vieja abandonada en “Viaje a Petrópolis” se encuentra la misma dignidad y pundonor que en Lisette, un mico de feria que fallece con los aretes puestos. O la determinación ante la vida de una mujer “oscura como un mono”, de apenas cuarenta y cinco centímetros, se identifica con la de la gallina que, ante el cuchillo de frío metal, opta por “abrir las alas de corto vuelo, inflar el pecho y, en dos o tres impulsos, llegar al alféizar de la terraza”.

Adentrarse en las ficciones de Clarice Lispector es como transitar descalza por un campo de amapolas regado con cristales de hiriente tristeza: su habla —su querido portugués de extranjera (nació en Ucrania, creció en Brasil, y vivió por años en Suiza, Italia, Gran Bretaña y Estados Unidos)— te hipnotiza, hunde, araña y reta. Aunque juguetees a deconstruir uno de sus relatos, la presunta deconstrucción no saca a flote las costuras de la obra, porque su flujo continuo de pensamiento literario no da lugar a costurones. Con Clarice Lispector no sirven los trucos, esas gotas de limón (extraídas de la crítica) que se “vierten en el té oscuro y todo el té oscuro se va aclarando”. A pesar de todo lo anterior, ella no se consideraba hermética, si bien admitía que uno de sus cuentos, “El huevo y la gallina”, le era tan misterioso, que lo quería especialmente: “El huevo es una cosa que necesita tener cuidado. Por eso la gallina es el disfraz del huevo. Para que el huevo atraviese los tiempos, existe la gallina. Para eso son las madres”.

La lectura voraz y convulsa de las 472 páginas de sus Cuentos completos puede provocar una sobredosis de alta literatura en los lectores desprevenidos. Por tanto, para amar a Clarice se recomienda no sobrepasar la dosis diaria de Lispector. También es aconsejable acomodar este volumen en el buró y revisitarlo pasado un tiempo: “Parece —reveló la escritora en su última y perturbadora entrevista, grabada en 1977 (https://www.youtube.com/watch?v=E3s4BymoN0Y&t=764s)— que yo gano en la relectura, lo que es un alivio”.

Uno de los cuentos de Felicidad clandestina, “Encarnación involuntaria”, nos previene de otro posible efecto secundario: “A veces, cuando veo a una persona a la que nunca había visto y tengo algún tiempo para observarla, me encarno en ella y doy, así, un gran paso para conocerla”. Finaliza su relato: “En cierta ocasión, también estando de viaje, me encontré con una prostituta perfumadísima, que fumaba entrecerrando los ojos, y estos, al mismo tiempo, veían fijamente a un hombre que ya empezaba a hipnotizarse. Para entenderla mejor, me puse de inmediato a fumar con los ojos entrecerrados, viendo al único hombre que estaba al alcance de mi mirada llena de intenciones. Pero el hombre gordo al que miraba para hacer la prueba y tener el alma de la prostituta, ese hombre gordo estaba absorto en el New York Times. Y mi perfume era demasiado discreto. Todo falló”. Quien lee a Clarice Lispector, guiado por la intuición y el deseo, quiere encarnarse en ella. Incluso, de cierta extraña manera, quien redacta una reseña sobre sus relatos acaba sucumbiendo al hechizo de su prosa. Y quizá, solo por eso, en esta crítica todo falló. O no.

  • Valeria Pérez mayo 19, 2021 at 10:26 am / Responder

    ¡Maravillosa reseña! Gracias Mónica por llevarnos de la mano al mundo mágico de Clarice; en cada lectura el mundo se reconfigura una y otra vez a través de los personajes hechizantes de Lispector. Ahora me encuentro a la mitad del camino con los cuentos, procurando no rebsar la dosis diaria; con esta reseña no puedo esperar más para terminar de leerlos.

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