Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Julia Otxoa, Confesiones de una mosca, Menoscuarto, Palencia, 2018, 100 pp.


Resulta fácil identificar como propia la materia que sustenta los relatos de Julia Otxoa (San Sebastián, 1953). El suyo es un mundo poblado de situaciones reconocibles en las que la hostilidad que subyace a toda convivencia queda al descubierto. Es precisamente la violencia, en sus más variadas manifestaciones y ejecuciones, el tema que permea todos los ámbitos de su universo literario. En sus textos, el lector es introducido a los pequeños gestos cotidianos, fórmulas sociales aparentemente inocuas que, sin embargo, esconden la cara menos amable de una sociedad que ha naturalizado la agresión. Es en la crudeza de esta constatación donde se cimentan la perplejidad y el desasosiego que prevalecen en sus narraciones.

Pertenece Otxoa a ese grupo de escritores que, desde finales del siglo pasado, ha logrado afianzar el género del microrrelato en la literatura hispánica. Reconoce haber vivido como un descubrimiento el tránsito del lenguaje poético hacia una prosa que le permite contar historias sin abandonar la concisión y la capacidad evocativa de las imágenes poéticas. La transfiguración de escenas cotidianas en ensoñaciones de fuerte carácter onírico, la mezcla de elementos del surrealismo y literatura del absurdo que distinguen su estilo, van más allá de una opción estilística, pues, a través de la ironía y el humor, funcionan como herramientas de acercamiento y reflexión que le permiten desautomatizar circunstancias y reinterpretarlas desde una perspectiva renovada. En “Cena de Navidad”, por ejemplo, la amonestación a un niño durante una celebración familiar se traduce en su decapitación, mientras que en “Noche de gala” los comensales acaban abrazados por el furor incendiario de la cólera contenida.

Confesiones de una mosca es, quizás, una de las mejores muestras de su destreza respecto a la estructura de un género que Otxoa explora desde la publicación de Kískili-Káskala (Vosa, 1994), Un león en la cocina (Prames, 1999), Variaciones sobre un cuadro de Paul Klee (Hiru, 2002), Un extraño envío (Menoscuarto, 2007), Un lugar en el parque (Alberdania, 2010), y Escena de familia con fantasma (Menoscuarto, 2013). En todos ellos se refleja un especial cuidado en el uso del lenguaje para aunar condensación e intensidad narrativa sin renunciar a esa doble tarea de reflexión y denuncia social que la autora se impone.

Otxoa sigue una estrategia de coordinación de textos creando series temáticas en las que microrrelatos independientes adquieren una noción de conjunto que amplía la perspectiva de una línea argumental. Existen, no obstante, algunas series más afortunadas que otras. Como quiera que sea, los textos gravitan en torno a un eje que vertebra el contenido y del que, a su vez, parten temas secundarios con los que establecen una relación dialéctica; todo ello redunda en una mayor densidad y consistencia del planteamiento conceptual de cada volumen. Así, por ejemplo, en Kískili-Káskala predomina una indagación de tipo existencial, una búsqueda de sentido; en Un león en la cocina hallamos un evidente interés por explorar contenidos metaliterarios, mientras que en Variaciones sobre un cuadro de Paul Klee destaca la experimentación formal, reflejada en el uso de finales abiertos o suspendidos y variaciones de un mismo texto.

Si en publicaciones anteriores la tensión del conjunto descansaba sobre la correlación de fuerzas entre situaciones de carácter privado y manifestaciones de una violencia social, encarnada sobre todo en el brazo ejecutor de la ideología nacionalista (algo de ello queda, por ejemplo, en “Breve manual para el fanático”), en Confesiones de una mosca esa correlación casi desaparece y el espacio social asume una mayor preponderancia; el conjunto acaba funcionando como testimonio y crónica del profundo impacto que la crisis económica y social de la última década ha tenido en la sociedad española. La severidad de la degradación social se traduce en historias esperpénticas merced de un humor que explota e intensifica lo absurdo para finalmente desembocar en lo macabro y lo grotesco, como en “Oficina de empleo”, donde los aspirantes se ven obligados a donar sus órganos a cambio de una oportunidad laboral, o en “Cajeros automáticos”, cuando en lugar de efectivo los clientes reciben un puño de acero.

Esta vuelta de tuerca en los rasgos estéticos corresponde a la profunda indignación con que la autora se rebela contra las duras condiciones de degradación y empobrecimiento generalizados. Al mismo tiempo, denuncia el desatino de un sistema que por un lado parece encarnizarse con las víctimas, mientras por otro se ocupa de proteger la impunidad de una élite moralmente cuestionable, como se observa en “Una nueva era”, donde las autoridades exigen de los afectados que dediquen su tiempo a la reflexión.

La figura del político, que en la obra de Otxoa ha estado siempre sujeta a un fuerte cuestionamiento moral, aparece aquí ya no solo desde la distancia ideológica sino también desde la proximidad del autor material del crimen. En esta estética de la perturbación la investidura de un cargo público deviene disfraz y camuflaje para toda suerte de sujetos vinculados al submundo delincuencial. “Circo” y “Zoco” ilustran con claridad la involución del ejercicio de los poderes públicos hacia la trasgresión de la ley, degenerando en última instancia en la degradación colectiva. En el primero de estos relatos se pone de relieve la desesperanza e indefensión general cuando la ciudad se convierte en una enorme carpa bajo la cual “muchos de nosotros no ven otro futuro que no sea el de convertirse en payasos, trapecistas o comedores de fuego” a medida que “el domador se desentiende de toda responsabilidad, mientras crece el número de víctimas”. En “Zoco”, la ciudad y el país se convierten en un mercado donde el Estado se revela como organización criminal ejecutora de todo tipo de transacciones fraudulentas y desde donde se articula la ideología de la sumisión ante el despropósito; aquí, los cargos públicos son en realidad oportunidades para la trampa y la falacia hábilmente fraguada por “traficantes, rateros, buscavidas, estafadores, truhanes y rufianes de toda índole”.

Todo ello se desarrolla principalmente en un espacio urbano que se erige como escenario de la experiencia personal y colectiva del desamparo y la incertidumbre. El paisaje se transforma en un espacio ininteligible, difuso, y la ciudad se expande y se contrae sin orden ni concierto, como en “Limpieza de oficinas”, donde un horizonte en perpetuo alejamiento hace imposible al narrador alcanzar el lugar de trabajo o regresar a casa, obligándole a habitar las calles en una situación de absoluta orfandad. En la obra de Otxoa, los desplazamientos circulares acentúan la idea de que la desorientación es el precepto básico de interacción en un contexto social amenazante. De esta forma, cobra pleno sentido el precedente de la “ciudad líquida” de Walter Benjamin como manifestación del cambio continuo de los espacios físicos que acogen el espectáculo de la gentrificación y el turismo de masas. Por ello, en el relato que da título al libro, “Confesiones de una mosca”, enjambres de moscas revolotean sobre los cadáveres de los habitantes que han sido ejecutados para dar cabida a las hordas de turistas que acuden a la ciudad. Y si “Decorados” es probablemente una de las piezas más potentes de todo el volumen, se debe no solo a la grotesca y absurda solución que idean las autoridades de una ciudad masivamente despoblada (a causa de los numerosos suicidios de los afectados por los desahucios), sino a que también, además, dicha solución resulta un indicio creíble del talante moral de esas autoridades. La ciudad que hasta no hace muchas décadas se alzaba como emblema de modernidad y progreso se muestra ahora derrotada ante los retos del nuevo milenio.

Ut pictura poesis, los microrrelatos de Otxoa parten de una situación casi anecdótica para transmutarse en miniaturas pictóricas que narran de forma descarnada las dolorosas consecuencias de la crisis social y la magnitud de la desorientación como experiencia ontológica. Si la imagen que la autora nos presenta resulta turbadora no es porque la integren sujetos vulnerados por la angustia, sino porque estos mismos personajes revelan el camuflaje de un mal endémico, un mal que reconocemos como propio y que preferiríamos no hacerlo.

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