Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Herman Melville, Cartas a Hawthorne, Ediciones La uÑa RoTa, Segovia, 2016, 103 pp.


“Llamadme Herman” parecen corear las diez cartas que se conservan de la correspondencia que mantuvieron Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. Cuando a punto están de cumplirse doscientos años del nacimiento de Melville (1 de agosto de 1819), la lectura de Cartas a Hawthorne nos permite revivir aspectos desconocidos de un escritor polifónico para quien “la identidad disociada no deja de ser desdichada y maltrecha” (p. 51).

Herman Melville destruía su correspondencia, como quiso hacer más adelante con su obra Franz Kafka. Las conexiones literarias y vitales entre ambos escritores –como observó, entre otros, Albert Camus– son profundas e intrincadas. Si Max Brod no hubiera hecho de la traición un arte, cientos de páginas del autor checo habrían quedado reducidas a ceniza. En Melville, la atracción por el fuego comenzó como “vil hábito” (así definía él su costumbre de arrojar a las llamas ciertos escritos) y acabó como infortunio. Según reveló Andrew Delbanco, uno de sus principales biógrafos: “Mientras Melville vivió, Moby-Dick no llegó a agotar nunca su primera edición de tres mil ejemplares, y cuando, en diciembre de 1852, las copias no vendidas se quemaron en el incendio del almacén del editor, pocos se enteraron y menos se lamentaron”. Con respecto a las cartas del escritor a Hawthorne, se salvaron de la destrucción y el olvido diez epístolas, a las que los editores de La uÑa RoTa han añadido tres misivas que Herman Melville envió, en 1860, a dos de sus cuatro hijos: a Malcolm quien, a los dieciocho años, murió de un balazo en la sien, un más que probable suicidio que se escondió bajo el eufemismo de accidente; y a Bessie, la hija mayor de Melville y de su esposa, Elizabeth Shaw.

Las cartas de Melville nos descubren diferentes ángulos de un autor dentro de un caleidoscopio. Ya no es solo el escritor que vivió entre caníbales (tras su primera obra y gran éxito comercial, Taipi, se ganó esa etiqueta que le pesó toda la vida),  sino también el padre tierno, ausente, inflexible y torpe que lidia como puede con ese papel; ya no es solo el aventurero de la prosa y las formas que construyó entre mil desvelos el mastodóntico Moby Dick, sino el granjero con ampollas en las manos tras duras jornadas de siembra y recolección; ya no es solo el escritor que murió en el olvido, sino el admirador apasionado de la obra y de la persona de Nathaniel Hawthorne, quince años mayor que él, y aparentemente mucho más ecuánime sobre esta relampagueante amistad.

En 1852, J. E. A. Smith, un perfecto desconocido entonces y ahora (como buen Smith), publicó Taughconic, un librito –el diminutivo lo puso Melville– curioso. En él, se describía el primer encuentro entre los creadores de dos de los personajes literarios más excéntricos y apasionantes del siglo XIX, Wakefield y Bartleby. “Un día ocurrió por casualidad que cuando estaban de excursión, les sorprendió una tormenta que les hizo buscar abrigo en una estrecha hendidura de las rocas de Monument Mountain. Dos horas de comunicación forzosa decidieron el resto. Aprendieron tanto el uno del otro y descubrieron que compartían tantas ideas, sentimientos y opiniones que era inevitable que, en el futuro, se hicieran amigos íntimos”. Esta escena, bastante bucólica y algo pastoril, se produjo el 5 de agosto de 1850. Hawthorne tenía cuarenta y seis años y Melville, treinta y uno.

Ese otoño, Melville y su familia se mudaron a una granja, en Arrowhead (Massachusetts). A una distancia de no más de diez kilómetros vivía Hawthorne con su esposa, Sophia Peabody, y sus tres hijos: Una, Julian y Rose.  Esta relación de vecindad no duró ni dieciocho meses, porque en noviembre de 1851 los Hawthorne cambiaron de residencia. Ya sea por esta circunstancia, ya sea por otras de muy distinta índole –de literarias a sentimentales– la relación entre ambos escritores se enfrió.

Somerset Maugham, el “cangrejo venenoso” (calificativo que le impuso Robin Maugham, su sobrino y biógrafo), escribió sin rodeos en Diez grandes novelas y sus autores: “Parece bastante evidente que Melville era un homosexual reprimido”. Esta idea, la del enamoramiento furtivo de Melville hacia Hawthorne –a quien dedicó su Moby Dick–, se ha repetido por décadas y se ha pretendido corroborar por el tono exaltado de algunas de las epístolas recogidas en Cartas a Hawthorne. En especial, la del 17 de noviembre de 1851. Melville había recibido una nota de Hawthorne en la que este alababa su “Ballena”, recién publicada por Harper&Brothers. Melville respondió a su amigo de forma grandilocuente y extremosa: “Me entregaron su carta anoche (…) Me sentí panteísta: el latido de su corazón en mis costillas y el mío en las suyas, y el de ambos en las de Dios. Que usted hubiera entendido el libro ha producido en mí un sentimiento de inexpresable seguridad. He escrito un libro endiablado y me siento puro como un cordero”. Y continuaba: “Abandonaré este mundo con la mayor satisfacción por haberlo conocido” (pp. 61-65). ¿Enamoramiento? Podría ser, pero ¿quién no se enamoraría, más allá de la condición de homosexual, bisexual, heterosexual o asexual, de alguien que se da a la ardua tarea de leer 635 páginas de una obra que casi te ha costado la vida? En junio de 1851, Melville describió a Hawthorne su rutina: “Voy a encerrarme en una habitación de un tercer piso y matarme a trabajar en mi ‘Ballena’ ”? (p. 47).

Frente a la postura conciliadora y empática de Nathaniel Hawthorne con el pupilo, la de Sherwood Anderson (1876-1941) con William Faulkner (1897-1962). Ellos dos protagonizaron otra cacareada amistad literaria. En ella, el veterano Anderson (veintiún años mayor que este discípulo que acabó siendo Premio Nobel en 1949) evitó caer en el craso error de Hawthorne.  Tal como contó el propio Faulkner, Sherwood Anderson le puso una única condición para ayudarle en sus primeros pasos por el mundo literario: Faulkner no lo obligaría, bajo ningún pretexto, a leer sus manuscritos. Pintoresco, sin duda. Inteligente, por descontado.

Tanto Melville como Hawthorne –huérfanos ambos de padre a corta edad– firmaban sus obras con sus apellidos paternos alterados: la familia Melville añadió una “e” al final del mismo y Hawthorne le agregó una “w” al suyo. Este nimio detalle nos hace sospechar que tanto en sus vidas como en sus obras presentan cierta tendencia al misterio, a la huida y a la ocultación. Si no fuera por las tres epístolas, incluidas en este volumen y denominadas por la crítica “Cartas Agatha”, no habría llegado hasta nuestros días texto alguno que aportase luz sobre los secretos compositivos de Melville. A lo largo de estas cuartillas, nuestro autor se transforma en un mago de la palabra muy consciente de cómo sacar los conejos de la chistera para generar, ante la sorpresa de los lectores, literatura. Un lustro antes, Edgar Allan Poe (al que probablemente no conoció, pero con quien compartió páginas en periódicos y revistas neoyorquinas) había revelado en su Filosofía de la composición las finas puntadas soterradas en la perfección formal de El cuervo. O más claro: los trucos necesarios en todo proceso creativo para lograr los efectos deseados.

En el caso que nos ocupa, Melville regala a su amigo Hawthorne una historia verídica para que este haga de la anécdota pura y dura un relato literario. La historia de Agatha se podría resumir de la siguiente manera: “Una joven que vive a orillas del Atlántico rescata del mar a un marinero inglés que llega a la costa tras el naufragio de su barco. Agatha y el marinero se casan, pero al poco tiempo este desaparece inexplicablemente y abandona a su mujer para regresar diecisiete años después” (p. 26). ¿A qué nos recuerda la trama anterior? Sin duda, al célebre relato que Hawthorne escribió por 1830: Wakefield. “Se diría que es la historia misma la que se siente atraída por usted (por así decir, es a usted a quien, por derecho, le pertenece)” (p. 72). Melville sugirió a su amigo que usara esta historia, detallada en un minucioso informe por un abogado, como base para un nuevo relato en el que el punto de vista no recayera tanto en el ausente, como en Wakefield, sino en su envés: en Agatha, esa mujer abandonada que, no obstante, espera. “Tiene en sus manos –escribió Melville a Hawthorne– un esqueleto de la realidad misma que puede cubrir bellamente a su antojo” (p. 77). Sin embargo, Herman Melville ofreció más que un esqueleto. La pasión por el oficio de escribir lo llevó a describir simbolismos y escenas: “Al cabo de varios años, solo se puede ver la robusta proa (o la roda) que sobresale un par de pies cuando la marea baja. Todo lo demás está recubierto de arena. Así, desde la desaparición del marido, la triste Agatha ve cada día este melancólico monumento que tantos recuerdos le trae” (p. 75).

En diciembre de 1852, Melville asumió que Hawthorne no trabajaría nunca en la historia de Agatha y tomó la estafeta: “En Concord, expresó algunas dudas con respecto a la idea de escribir la historia de Agatha y, al final, me animó a que lo hiciera yo. He decidido escribirla” (p. 89). Todo indica que Melville  cumplió y la concluyó bajo el título de Isle of the Cross. Según algunos investigadores, en Harper&Brothers rechazaron el manuscrito a la vista del fracaso de Moby-Dick (con guion en la primera edición) y, sobre todo, de Pierre o las ambigüedades. Sea como fuera, Isle of the Cross desapareció para siempre como se esfumó la quimera de vivir de la literatura. Se diluyó el alma cínica de sus primeros años. Cuando salió a la luz Redburn, su cuarta novela, comentó sin pestañear: “Yo, el autor, sé que es basura, y lo escribí para poderme comprar algo de tabaco”. A Herman Melville lo dominó un hambre de trascendencia que raras veces da de comer. Por eso, terminó claudicando. Durante veinte años trabajó para el Servicio de Aduanas en los muelles del río Hudson: un empleo gris y húmedo diseñado para un Bartleby más. Cobraba cuatro dólares al día. No dejó de escribir –su última novela, Billy Budd, apareció en 1924, después de pasarse treinta años guardada en una panera de hojalata–, pero el número de lectores menguó hasta arrastrarlo al olvido. Su obituario, publicado en el The New York Times del 29 de septiembre de 1891, no pudo ser más aséptico y lacónico: “Herman Melville murió ayer en su residencia del Este de Nueva York, en el 104 de la calle 27, de un fallo cardiaco, a la edad de 72 años. Fue el autor de Taipi, Omu, Moby Dick, y otras historias de marineros, escritas en sus primeros años. Deja mujer y dos hijas”.

Las cartas a Hawthorne revelan, de forma dolorosa, su clarividencia. Como botón de muestra, estas tres reflexiones del 1 de junio de 1851 (pp. 46-47):   “La Verdad es la cosa más tonta que hay bajo el sol. Intente ganarse la vida con la Verdad y después vaya a los comedores sociales”; “esa atmósfera silenciosa de paz y tranquilidad en la que crece la hierba, bajo la cual todo escritor debería crear… rara vez, me temo, la consigo. El dinero es mi maldición”; “lo que me impulsa a escribir está vetado: no da dinero. Y, sin embargo, por lo general, escribir de otro modo no puedo. Así es que el resultado final es una chapuza, y todos mis libros son un estropicio”.

Si lo de Herman Melville ejemplificó la historia de un fracaso en vida, todo se trastocó cuando, una vez muerto, y en la segunda década del siglo XX, volvieron a él una horda de lectores. Las ambigüedades del marinero levaron ancla y aquel grumete vencido y encadenado a tierra firme transcendió. Le salvó su escritura que fue, además, su propia condena.

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