Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sara Mesa, Cara de pan, Anagrama, Barcelona, 2018, 140 pp.


Esta es la historia de una nínfula triste, de “casi catorce años”, y de un Viejo (sic), de 54 años, sin garras. Cara de pan narra la desconcertante relación entre Casi (Lolita torpe y desesperada) y el Viejo, un Humbert Humbert de dandismo caduco, que ha batallado durante toda su vida, con poca fortuna, contra su estigma. Este es el cuento hecho nouvelle de Sara Mesa (Madrid, 1976), en el que se diluye la frontera entre perversión e inocencia, del mismo modo que se trastoca el significado de depravación y depresión (“depravado era un término que confundió durante mucho tiempo con deprimido”). Quizá, esta sea una historia de amor bajo sospecha, cuyos protagonistas, aves heridas, aspiran a ser pájaros sin patas, de esos “que solo bajan a la tierra para morir”: “Hay muchísima gente que sueña con ser como esos pájaros, volar y volar siempre, sin tener que mancharse de tierra”.

El Viejo es proscrito. Casi se siente proscrita. Para el caso es lo mismo.  El estigma, sea de la naturaleza que sea, arroja a quienes están marcados (“como res”) hacia los márgenes. Ambos huyen de las miradas ajenas, esas que pueden agredir o que pueden invisibilizar lo que, a largo plazo, es aún más excluyente. El Viejo arrastra la tara familiar, la identidad deteriorada, lo antinatural. La niña lidia con “su gordura, los granos en los brazos y la cara de pan”. Tras los setos de un parque poco transitado, el Viejo le habla a la nínfula de sus pasiones: Nina (Niña) Simone, de quien sabe todo, y los pájaros, a quienes estudia con devoción. Es un ornitólogo autodidacta, al estilo de Burt Lancaster en El hombre de Alcatraz (John Frankenheimer, 1962): “En un experimento, unos científicos se preguntaron qué pasaría si camuflaban a (los pájaros) más débiles, haciéndolos pasar por dominantes. ¡Les tiñeron el plumaje para enmascararlos! Pero no valió de nada. La misma actitud de los farsantes los delataba; no era una cuestión de plumaje, sino de aplomo”. Al Viejo “un pañuelo estampado en el bolsillo frontal de la chaqueta” no le aporta respetabilidad, sino todo lo contrario: apuntala su decadencia.

Sara Mesa –que carga con el sambenito de joven promesa desde hace más de un lustro– construye este inteligente relato en tercera persona con una prosa depurada y llena de contención. Las riendas cortas y la brida firme en el acto de escribir impiden que se desboque por los recovecos seductores de una trama oscura, aunque la autora considera esta obra como “la más luminosa” de su producción. Este meritorio control férreo sobre su prosa provoca la creación de una interesante novela cristal, donde todo tiene su porqué y su momento, y en la que se entrega al lector, con habilidad de alquimista, la información precisa para provocar el efecto deseado. No se deja seducir por la literatura fuego, aquella capaz de extraviarse, con fuegos de artificio, por la mente perdida de sus protagonistas. En el sentido estrictamente formal, Sara Mesa no hace ninguna concesión. Sin embargo, claudica, con respecto a otras obras suyas, como la implacable Cicatriz (2015), al introducir la compasión.

“La compasión con que Casi lo escucha cede su espacio a la fascinación”, nos dice en un momento dado quien narra (¿falsa tercera persona?, ¿la nínfula sublimada?). Presumimos que Sara Mesa, la escritora, siente esa misma compasión por su personaje, el Viejo, y esta deriva en fascinación hacia quien, al más puro estilo de Lou Reed, se pasea por el lado salvaje de la vida. Sin embargo, la compasión, plausible en la vida cotidiana, aunada a las buenas intenciones, no siempre es el mejor combustible para la creación de un personaje literario. Este llega a desenfocarse y el escritor desarrolla un gran instinto protector  hacia su criatura.

Sara Mesa publicó, a principios de 2019, Silencio administrativo: la pobreza en el laberinto burocrático, una crónica personal en la que la autora denuncia las kafkianas exigencias que el sistema impone a quienes menos tienen. Sin duda, un excelente trabajo de periodismo social, con verdades como puños entre sus páginas. Su implicación personal con los ciudadanos sin hogar, y su necesidad vital de hacer algo frente a la maquinaria perversa de la burocracia, nos habla del compromiso ético de esta autora y de su determinación por militar en el bando de los que no tienen nada que perder, porque han perdido todo por el camino. Sin embargo, esta cercanía no le ayuda a la hora de dar aliento a su personaje. Acierta en romper estereotipos en torno a la figura del Viejo –marginado sí, pero también obsesionado con su arreglo personal, exquisito, generoso, cauto–, pero no acaba de dejarle volar en solitario con todas sus contradicciones y con su aleteo desvariado. Más bien lo lleva de la mano, lo ilumina.

En Silencio administrativo, Sara Mesa nos cuenta que sintió “una incomodidad que se parece mucho a la culpa” cuando se acercó a una mujer sin hogar. Esta culpa –¿heriré a quien me inspiró?, ¿estoy usando a quien compartió conmigo su historia sin buscar con ello una respuesta social diferente?– constriñe y dificulta el libre desenvolvimiento del personaje, porque este termina siendo el sujeto que sostiene el discurso del que escribe. Por ejemplo: el paso del Viejo por el hospital psiquiátrico en Cara de pan nos recuerda poderosamente a la denuncia explícita en Alguien voló sobre el nido de cuco (Milos Forman, 1975), película que, en gran medida, alentó los movimientos de la antipsiquiatría. ¿Necesitaba el lector la descripción de la vida del Viejo en el manicomio o era la escritora quien precisaba gritarlo motivada por su indignación personal?

Una vez dicho lo anterior, Cara de pan es una novela para tener muy en cuenta y Sara Mesa, una escritora sólida y precisa, que sabe hacia dónde se dirige con su escritura; no se deja avasallar por las modas ni se amilana por la intransigencia del pensamiento dominante. En una entrevista reciente, contó que cuando comenzó a escribir esta obra estaba leyendo a la gran Flannery O’Connor: “Ella decía, y te estoy citando de memoria, que quien ha sobrevivido a la infancia y pasa a la edad adulta tiene suficiente material narrativo como para escribir toda una vida. Ese paso a la edad adulta no tiene por qué ser dramatico, pero intenso sí es”. Esa intensidad define a Casi (un personaje, a mi juicio, mucho más interesante que el Viejo), la niña que, herida por las burlas de sus compañeros de aula, y aburrida de sí misma por su vida mediocre, fabula y miente (crea ficción): “Sin embargo, echa también de menos que se interese por ella, que muestre curiosidad por su vida más allá de los límites del seto. Tal vez por eso, sin objetivo alguno, se lanza a inventar y mentir, y le cuenta que sabe hacer montones de cosas que no hace: patinar, bailar, tocar el violin, hablar francés (…) Deja de mentir por pereza”.

Flannery O’Connor, a quien Sara Mesa demuestra conocer a la perfección, narraba con extraordinaria maestría historias en las que perversión e inocencia se confunden y en las que el mal se revela como parte indisoluble de la condición humana. En uno de sus relatos, El pavo, describe la angustiosa persecución de un niño a un pavo herido hasta que este acaba muriendo, extenuado. Poco después, el perseguidor se siente perseguido en la oscuridad: “Corrió más y más deprisa, y, al enfilar el sendero que llevaba a su casa, el corazón le iba tan rápido como las piernas y tuvo la certeza de que a sus espaldas había algo con los brazos tendidos y las manos listas para aferrarlo”. Precisamente, esta ambigüedad entre perseguidor y perseguido (entre dominante/dominado o depredador/víctima) es otro de los aciertos de Cara de pan. Se desconoce la identidad del que, finalmente, maneja la situación y mueve los hilos. ¿Quién es el verdadero depredador? Sara Mesa lanza, como miguillas de pan para llegar al desenlace, alguna pista: “¿Si por ejemplo viviese en el cuerpecillo de un gorrión? Ella lo cazaría, lo atormentaría atontándolo con su zarpa de gata, luego con la otra, ¡lo cogería por el pescuezo y se lo zamparía de un mordisco! No, no no, rectifica Casi, ella lo reconocería de inmediato (…)”.

“Yo quería escribir un libro sobre una amistad rara como la que tienen la niña Mick y el sordomudo John Singer en El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers”, confesó nuestra autora. ¿Amistades extrañas? En 2018, otro autor español, José Ovejero, publicó en Páginas de Espuma su colección de relatos Mundo extraño. En el cuento Fucking Vincent una adolescente recuerda su breve relación con un sin techo para quien, aunque su frase favorita es It’s all about sex, la confrontación erótico-agresiva de la joven, otra Lolita, le paraliza. ¿Más relaciones entre marginados? Sin duda, la de George y el gigantón Lennie en De ratones y hombres. En esta novela corta, escrita en 1937 (hace más de ochenta años), John Steinbeck nos revela la razón de estas atípicas historias de amistad: “Un hombre necesita que alguien esté cerca de él. Uno puede enloquecer si no tiene a nadie cerca. Y no importa de quién se trate con tal de sentirse acompañado”.

Simone Weil, pensadora de la luz y de las sombras, en La gravedad y la gracia escribió: “Aquellos que han caído muy bajo, ¿tienen piedad de sí mismos?”. Sara Mesa redime al Viejo y a Casi. Ellos se anillan para volar cada quien por su lado: “el viejo hacia la derecha, cabizbajo, asimétrico, su caminar de loco, hacia el pasado; la niña hacia la izquierda, cabizbaja, asimétrica, su caminar de loca, hacia el futuro”.

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