Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


John Banville, Ancient Light, Alfred A. Knopf, New York, 2012.


“The past beats inside me like a second heart”, dice Max Morden, protagonista y narrador de The Sea, en el mejor momento de esa novela, que le mereció al irlandés John Banville (1945) el Man Booker Prize en 2005. En Ancient Light, su última novela, un curioso personaje llamado Fedrigo Sorrán (el guiño es hacia el argentino Rodrigo Fresán, colega con quien Banville tiene más de una afinidad) dice a Alexander Cleave, protagonista y narrador de esta novela, al explicarle el viaje intergaláctico de la luz y sus consecuencias: “… and so it is that everywhere we look, everywhere, we are looking into the past” (202). La reflexión sobre el pasado –que en Banville en realidad nunca es pasado– y su influencia sobre el presente no es el único paralelismo entre las dos obras: en ambas novelas el protagonista es una figura masculina que, a partir de la pérdida de un ser querido, inicia un viaje de la memoria hacia la infancia; en ambas novelas el presente del narrador está marcado por la muerte y su pasado por el descubrimiento del amor; en ambas novelas el regreso al pasado depara a sus protagonistas más de una sorpresa. Hay, sin embargo, una diferencia esencial entre The Sea y Ancient Light: mientras que en la primera el viaje de la memoria hacia la infancia es inocente –pues nunca su protagonista, Max Morden, pone en tela de juicio la capacidad de la memoria para reconstruir los hechos tal y como sucedieron– en Ancient Light Alexander Cleave es constantemente atormentado por la sospecha de que aquello que cree recordar no es más que una ficción ingeniosamente urdida por la memoria: “Images from the far past crowd in my head and half the time I cannot tell whether they are memories or inventions” (4). The Sea es entonces una elegía al pasado; Ancient Light, una investigación sobre la sustancia misma de nuestros recuerdos. Es, además, el paso más decidido que ha dado Banville dentro del universo de espejos, ilusiones y reflejos que caracteriza la mayor parte de la ficción contemporánea.

     No se trata de la primera ocasión en que Alexander Cleave figura en el mundo literario de John Banville. Su primera aparición ocurre en Eclipse, novela publicada en el año 2000. En esta obra encontramos a Cleave, con cincuenta años, de regreso en la casa donde pasó la infancia después de que un vergonzoso incidente ocurrido sobre el escenario pusiera fin a su vida de actor. Después de años de interpretar con éxito a los más variados personajes, Cleave decide encerrarse por un tiempo indefinido en la casa materna con el fin de descubrir “the blastomere of myself, the coiled hot core of all I was and might be». Durante su estancia, Cleave presencia lo que en un principio no puede calificar más que como apariciones fantasmales. Dentro de estas apariciones, en su mayor parte referentes a figuras del pasado, como su padre, Cleave presencia escenas misteriosas en las que aparece su hija, Cass. Hacia el final de la novela, nos enteramos junto a Cleave del suicidio de Cass. Los eventos que desembocan en su muerte –en su decisión de saltar desde el balcón de una iglesia construida en la punta de un precipicio– ocupan la siguiente novela de Banville, Shroud (2002). En esta obra, Cass, una investigadora literaria, se reúne en Turín con el afamado teórico literario Axel Vander para hacerle saber que ha descubierto dos secretos que podría destruirlo: en primer lugar, su colaboración en periódicos antisemitas antes de la Segunda Guerra Mundial y, en segundo lugar, el robo de identidad que, desaparecido el verdadero Axel Vander durante la guerra, el falso Vander llevó a cabo. En Ancient Light, Cleave es contratado, después de diez años de su retiro de los escenarios y de la muerte de Cass, para interpretar a Vander en una película sobre su vida llamada “The invention of the Past”. Cleave, el actor en busca de su identidad, interpretando a un hombre que interpretó a otro hombre durante toda su vida. Por si esto fuera poco, en el set de grabación Cleave conocerá a Dawn Devonport, una joven actriz que acaba de perder a su padre y que llevará a cabo una tentativa fallida de suicidio, sustituyendo a Cass en la consciencia de Cleave. Se inicia así una relación en la que pasado y presente, realidad y espejismos, son prácticamente indiscernibles. Bienvenido, John Banville, a la “posmodernidad”.

     El involucramiento de Cleave en la grabación de “The invention of the Past” es sólo una de las dos líneas narrativas que conforman Ancient Light. La otra, el amorío clandestino en el que Cleave, a los quince años, se involucró con la madre de su mejor amigo, Mrs. Gray, mayor de treinta, ocupa la mayor parte de Ancient Light y es a partir de ella que Banville desarrolla su reflexión sobre el pasado y la memoria. Todo acerca de Mrs. Gray –todo acerca del pequeño pueblo en la costa irlandesa en el que Cleave pasó su infancia– está sumido en una insalvable ambigüedad, empezando por la primera imagen que Cleave tiene de Mrs. Gray: “There were for me two distinct initial manifestations of Mrs. Gray, years apart. The first woman may not have been she at all, may have been only an annunciation of her, so to speak, but it pleases me to think the two were one” (4). Con diez u once años, el pequeño Cleave va camino a la iglesia del pueblo cuando observa a una mujer en bicicleta dirigiéndose hacia él. Justo al pasar a su lado, una ráfaga de viento levanta el vestido de la mujer y Cleave vislumbra por primera vez algunos de los secretos del cuerpo femenino. La memoria, sin embargo, no le permite afirmar con todo seguridad que se tratara de Mrs. Gray, aunque Cleave así quiere creerlo. A partir de esta imagen inicial las ambigüedades no hacen sino multiplicarse: Cleave recuerda haber sorprendido a Mrs. Gray contemplándose desnuda en el baño, aunque por el recuerdo del mueble que sostenía el espejo está seguro de que en realidad debió haberla sorprendido en su cuarto; Cleave recuerda escenas de amor en verano que, gracias a otros datos, está seguro debieron haber sucedido realmente en otoño; en el momento final en el que el amorío es descubierto, Cleave recuerda a dos personas entrar al cuarto en el que él y Mrs. Gray hacían el amor, cuando en realidad solamente se trató de una: “Time and Memory are a fussy firm of interior decorators, though, always shifting the furniture about and redesigning and even reassigning rooms” (34). Todo estos detalles, que en primera instancia pueden parecer triviales, construyen poco a poco el abismo al que Cleave tendrá que asomarse hacia el final de la novela: la posibilidad de que todo lo que creía saber sobre su pasado y sobre sí mismo no sea más que una ficción.

     Pero es momento de entrar verdaderamente en materia. Como en todas las novelas de Banville, lo que pasa, así como los personajes a los que les pasa y sus reflexiones, es decididamente secundario. Cuando hablamos de John Banville hablamos, sobre todas las cosas, de la noción de estilo, la relación personal que cada escritor establece con su medio –el lenguaje– y las posibilidades y los problemas que esta relación hace surgir. El mismo Banville ha insistido siempre, tanto en entrevistas como en las feroces críticas que periódicamente hace en contra de algún colega suyo, que la noción de estilo, acompañada del concepto de belleza, se encuentran al frente de todos sus esfuerzos literarios y de todas sus consideraciones sobre la escritura y la literatura. Sin embargo, Banville utiliza ambos términos, estilo y belleza, como si se tratara de palabras con un significado univalente, como si no fuera necesario que cada escritor construyera el contenido de estos términos a partir de una visión de lo que es o debe ser la literatura, aunque está visión sea inconsciente o su expresión siempre tácita. Dostoievsky es un escritor en quien el concepto de belleza se encuentra en primer plano –“la belleza salvará al mundo”, dice el príncipe Mishkin en El Idiota–  y no puedo pensar en un escritor que se encuentre tan alejado de Banville como el maestro ruso.

     Me parece que, en lo que a la concepción de estilo y belleza de Banville se refiere, lo esencial es comprender que se trata de una concepción materialista: el objetivo artístico implícito en todas las novelas de Banville es la reconstrucción del mundo como experiencia sensorial; el mundo como luz, el mundo como aroma, el mundo como textura. Es por esta razón que en las novelas de Banville abunda un recurso característico de la literatura decimonónica caído en desuso a lo largo del siglo XX: la descripción. Banville no dejará pasar una oportunidad para recrear a través de un lenguaje cuidadoso y preciso el juego de la luz sobre el agua, la sensación del viento y el susurro de los árboles, el aroma característico de cierto cuerpo femenino. Para Banville, la experiencia de la consciencia dentro del mundo es primordialmente una experiencia sensorial y los pasajes en los que se lleva a cabo esta reconstrucción material del mundo son de los mejores que encontramos en Ancient Light: “The storm caught us at Cotter’s place. There is something vindictive about that kind of rain, a sense of vengeance being wrought from above. How relentlessly it clattered through the trees that day, like artillery fire showering down on a defenseless and huddled village” (253); “Remember what April was like when we were young, the sense of liquid rushing and the wind taking blue scoops out of the air and the birds beside themselves in the budding trees?” (4); “I went and sat on the beach, and made a funnel of my fist and let sand pour through it while I gazed dolefully out to sea. The water with the sun on it was a broad sheet of rapidly bobbing sharp metallic flakes, old-gold, silver, chrome” (221). El paisaje es un elemento de tanta importancia en las novelas de Banville como lo es la trama o los personajes. No es una coincidencia tampoco que muchos de los personajes de Banville pertenezcan al mundo de las artes visuales: Max Morden en  The Sea es un historiador del arte y a lo largo de la novela trabaja en una monografía sobre Bonnard; Viktor Maskell en The Untouchable es un experto en la obra de Poussin; Freddie Montgomery en The Book of Evidence planea robar una pintura de la colección familiar para venderla en el mercado negro del arte y saldar así sus deudas.

     El placer que derivamos de la prosa de Banville es asimismo sensorial. En las primeras entradas de su diario, El oficio de vivir, Cesare Pavese señala que el goce estético que derivamos de cualquier gran poeta no tiene que ver con su habilidad técnica sino con las nuevas realidades espirituales que el poeta descubre a través de su lenguaje. La poética de Banville se encuentra en las antípodas de tales afirmaciones. Para Banville, el goce estético surge a partir de la justa organización de los elementos materiales de los que se constituye el lenguaje: ritmo y sonido. La inevitable consecuencia de esta concepción del goce estético es que cualquier oración, independientemente de su relación con la trama o con el desarrollo de los personajes, tiene la posibilidad, en virtud de sus ritmos y asonancias internas, de formar parte de la novela. Es por esta razón que las digresiones abundan en  Ancient Light y en otras novelas de Banville. En Ancient Light encontramos digresiones sobre los hoteles de antaño, el oficio de los vagabundos, la ropa interior de mujeres mayores y otra miríada de asuntos cuya relación con el núcleo central de la novela es increíblemente tenue. Aquí Banville sobre los vagabundos modernos: “Over the years the tramp, your true tramp, has been diminishing steadily in quality and quantity. Indeed, I am not sure that one can any more speak of tramps as such, in the old, classic sense. No one nowadays rambles the roads, or carries a bundle on a stick or sports a coloured neckerchief, or ties his trouser legs below the knees with twin, or collects cigarette butts from the gutter to keep in a tin. The wandering ones are all drunks now, or on drugs, and care nothing for the traditional ways of the road. The addicts in particular are a new breed, always in a hurry, always on a mission, trotting unswervingly along crowded pavements or weaving heedless through the traffic, lean as prairie dogs, with scrawny behinds and flat feet…” (98).

     La digresión en Banville no surge de un deseo de transgredir las normas tradicionales de la narrativa o de un impulso por afirmar la libertad absoluta del artista y de la obra de arte; las digresiones en Ancient Light son únicamente la consecuencia de la concepción materialista del estilo y del goce estético que posee Banville: mientras más oraciones logradas, mejor. Y aunque no se le puede negar mérito artístico a todos estos pasajes cuando los consideramos individualmente, el lector observará su paciencia diezmarse poco a poco cada vez que Alexander Cleave aproveche alegremente la más pequeña excusa para escribir un párrafo más sobre cualquier cosa.

     La primera lectura que hacemos de John Banville es siempre deslumbrante, en particular su intensa pasión por el mundo del lenguaje y su entrega incansable a la búsqueda de le mot juste. Esta impresión inicial, sin embargo, se muestra prontamente susceptible a los embates del tiempo: no pasa mucho antes de que nos demos cuenta que, más allá de unas cuantas horas de placer junto al libro, las novelas de Banville nos dejan con casi nada. Esta sensación de que en el centro del torbellino que forman las palabras de Banville se encuentra algo más bien parecido a la nada se reafirma con subsiguientes lecturas: todos los libros de Banville son iguales. Esto, como sabe cualquier lector, no es necesariamente un vicio: todo escritor no tiene más que dos o tres preocupaciones centrales. Sin embargo, lo que sí esperamos de todo gran escritor es la capacidad inventiva de presentar en cada ocasión sus preocupaciones bajo una nueva luz, de ahondar un poco, no en su resolución, lo cual nunca es trabajo del artista, sino en su formulación, de encontrar perspectivas nuevas que le permitan explotar toda la riqueza de las preocupaciones que rigen y configuran su obra. El fracaso de Banville en este aspecto es absoluto y se deriva con la necesidad de un fenómeno natural de su concepción de lo que es el estilo y de lo que debe ser la literatura: porque la escritura para Banville no está ligada a una búsqueda interior –porque la escritura no surge del ansia de realidades espirituales desconocidas, como diría Pavese–, sino a la representación de la experiencia sensorial del mundo, Banville está condenado a repetirse siempre a sí mismo. ¿De cuántas formas es posible describir el juego de la luz sobre los objetos del mundo? Y, si alguna vez Banville lograra llevar hasta la perfección sus principios artísticos, si alguna vez lograra capturar en todo su esplendor un atardecer o el olor del mar o la sensación del viento, si alguna vez, en pocas palabras, lograra alcanzar una oración perfecta, el lector justamente podría repetir, con un sentido distinto, las palabras del hombre de Coleridge al encontrar una rosa en su mano después del sueño: ¿entonces qué?

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