Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Jacques Rigaut, Agencia general del suicidio, Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2019, 139 pp.


Múltiples suicidas desfilan por la historia de las letras: desde Séneca, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Stefan Zweig, Alejandra Pizarnik, hasta el desaparecido Jacques Rigaut. Síntoma social o problema filosófico, como lo planteó Albert Camus en El mito de Sísifo, el suicidio es ante todo una experiencia. Aún más inquietante y contradictorio es el sentido que encuentran los suicidas en esa autodeterminación desde la muerte: “no vale la pena vivir”. Suicidarse, pues, involucra un ejercicio intelectual y corporal del ser humano en crisis: una metafísica y una actitud por parte del espíritu.

Son precisamente las obras literarias campos minados donde el lector, en cualquier momento, puede ser demolido por una idea: a pesar de esto, se leen. Acercarse a la Agencia general del suicidio es leer bajo el sello de la autodestrucción. Rigaut, quien dormía con un revólver bajo la almohada, un día decidió dispararse en el corazón dejando a la posteridad un puñado de textos que revelan un nihilismo y una fascinación descarnada por su propia muerte: una vocación y un deseo.

Este “gran muerto” entre los poetas nace en París, el 30 de noviembre de 1898. Es durante su segundo intento de aniquilación, en 1929, cuando apunte y dispare sin titubeos, dejando así la leyenda del “ ‘gigolo romano’, de ojos misteriosos, gris claro, impecablemente vestido, descarado y cínico, frío y cautivador”, el más terrible dadaísta de Francia. Testigo, además, de la Primera Guerra Mundial y aficionado a los paraísos artificiales, son los encuentros con la muerte los que propiciaron una sensación avasallante de lo absurdo. Esta será la inquietud central de sus textos, aunado al tedio y el disgusto que ponen de manifiesto su veta dadaísta: “recuerdo haber estallado de risa. Recuerdo haber tenido helado el espinazo al pensar en la gloria. Recuerdo haber estado ardiendo de amor. No hay ninguna vida ya en mí. Fuera del tedio no me hallo, no tengo lugar”. Será entonces el sentimiento de rebelión lo que afilie a Rigaut con el ideario estético de Tristan Tzara en la década de los veinte, ese movimiento estridente contra la moral y el mundo empobrecido que fue el Dadaísmo.

Hastiado o tal vez aburrido, el francés encarnó el pesimismo de su época, al menos, sus compañeros de grupo vieron en él un peculiar “caso Dadá”. El texto de Jean-Luc Bitton, “Jacques Rigaut, el magnífico suicida”, ofrece un recorrido sobre la vida del poeta: desde el abuelo de quien probablemente heredó el revólver con el que se mataría años más tarde, sus años de estupor neoyorquinos, hasta el episodio donde surge Lord Patchogue tras un accidente con un espejo. Asimismo, quedan al descubierto algunas vicisitudes sobre su obra, pues no será hasta 1970 –cuarenta años después de su muerte– que el británico Martin Kay presente una edición íntegra de su legado literario: Écrits. (Más importante aún, es esta la primera traducción al español de la Agencia general del suicidio, por José Miguel Barajas, bajo el sello de Aquelarre Ediciones).

Como señaló André Breton, “la ausencia de placer es un mal intolerable” para el poeta. Este no encuentra un valor en las nimiedades de la vida como el dinero, el éxito, la familia o la inteligencia. Aunque, si la desesperanza y la contrariedad son razones para justificar este mismo desdén, el suicidio entonces estará cargado de un sentido de liberación, lo que resta al placer mismo: “lo importante era haber tomado la decisión de morir, no que muriese”. El placer debe generar un aislamiento en el individuo, una especie de pureza que lo prive de su pequeña vida, solo para reírse. El hombre debe vivir un día a la vez, en ese parasitismo donde cumpla el gusto más desinteresado: el tedio.

La Agencia general del suicidio es asimismo un asociación pública. Esta proporciona una muerte segura e inmediata a sus clientes con tarifas que van desde 100 francos para quienes gusten del veneno, hasta el ahorcamiento de 5 francos para una muerte más austera. La posibilidad, entonces, de matarse siempre estará en oferta para todos, solo habría que dirigirse directamente a Jacques Rigaut.

Los diferentes textos que conforman la obra fueron escritos durante su residencia en Nueva York, al menos, el contacto con la opulencia ridícula, “la fiebre de los palacios”, las mujeres y la heroína de por medio, le ofrecieron un sentido del humor más oscuro: “el brillo de mis zapatos me obstruye la altura de las casas. Es culpa de ustedes, los más grandes limpiabotas del mundo. […] ¿cómo al caminar, al andar, quitar los ojos de unos pies tan brillantes?”.

Para entender un poco más la creación de este dandy miserable es necesario remitirse a su amigo Pierre Drieu La Rochelle, quien en su novela La valise vide plasma un retrato caricaturesco del dadaísta en la figura de Gonzague. No está de más suponer que leerse como un personaje generó en el poeta una despersonalización, una ruptura de su propia realidad, lo que propició a la par una necesidad de continuar en dicha ficción. Rigaut como tal ya no existía (tal vez nunca lo hizo): “míreme, mi rostro; no hallará en él ninguna semejanza particular, no es sorprendente: me parezco a todo el mundo. Entenderá más tarde por qué. Dígame, entonces, o bien tiene miedo; en este momento, me parezco a usted, soy su vivo retrato. Está delante de un espejo”.

En el fondo, el autor cuestiona las máscaras de la identidad. Justamente en Long Island, durante 1924, en compañía de algunos amigos, el poeta se lanza contra un espejo, generando en él un trastorno existencial. Nace Lord Patchogue. “No se trata de un simple desdoblamiento de la personalidad, Rigaut pone en cuestión su propia identidad al borrarla para dejar lugar a Lord Patchogue, un seudónimo sin referencia de carácter de oxímoron, el Señor de Patchogue –la ciudad inhallable–, un ser de ninguna parte, un aristócrata de la nada”. Actos de esta naturaleza solo se encuentran en seres iluminados por una especie de delirium tremens –estragos del alcohol y las drogas–, una anomalía que rompe la condición rutinaria de la vida: “el hombre que busca no morir se lanzó; camina automáticamente, sin curiosidad, sin ‘expectativa’, porque no puede hacerlo de otro modo, a cada paso un nuevo espejo vuela en pedazos; camina rodeado de ese ruido que es suave al oído del condenado: en cada espejo entona: ‘…el ojo que mira al ojo, que mira al ojo, que mira al ojo’ ”. Más allá de la revelación que implica observarse, el espejo pone en duda nuestra legitimidad: ¿es o no es Jacques Rigaut quien se observa, se lanza y muere en aquel verano?

Si la obra del poeta revela que sí, el suicidio es imposible, se necesita de Otro (o ser Otro) para llevar a cabo –sin margen de error– esa destrucción corporal y espiritual; el escritor en la despersonalización del yo logra la mayor victoria: desaparecer, morir, destruirse. (¿Leer podría considerarse también un aniquilamiento oportuno?). Esto solo reafirma que la ficción y la poesía –en cuanto tedio como modus vivendi– le otorga al ser humano la posibilidad de cuestionar los límites del orden lógico, tal como lo quería en el fondo el Dadaísmo y su hijo predilecto, Rigaut.

Como el mito y la muerte, Jacques Rigaut es una quietud humana. Su obra es una literatura fragmentaria que abraza la ironía y niega el valor y la utilidad de la existencia, además de ser un lenguaje que instala, a través de la radicalidad, una postura frente a la vida y la creación. Poeta en esencia, las contrariedades siempre están de fondo. Nada más mortal que su fraseo corto, elegante, de esquirlas oscurecidas por la desesperación: “Fatal, válida y legítima inmovilidad. (La India no está tan lejos) ¡Yo, el más bello adorno de esta recámara, tan vivo como la lámpara y el sillón!”.

Leer a los suicidas es ser cómplices de su fatalidad. Mea culpa.

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