Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Philip Roth, Nemesis, New York, 2010.


El lector encontrará en la primera parte de Nemesis (dividida en tres partes: “Equatorial Newark”, “Indian Hill” y “Reunion”) uno de los retratos más logrados de la paranoia colectiva en la obra de Philip Roth. En esto recuerda a The Prague orgy (1985): mientras que en el epílogo de la trilogía Zuckerman Bound cualquiera podía ser un espía gubernamental –el esposo espiando a la esposa, el amigo espiando al amigo y, caso radical así como símbolo de la condición del artista, un escritor espiándose a sí mismo– en Nemesis cualquiera –hombre o bestia, como los gatos callejeros que son sistemáticamente eliminados de la ciudad al inicio del libro, una suerte de holocausto gatuno– puede ser portador del virus. El resultado es un ambiente no sólo de mutua desconfianza sino de mutua acusación: enfrentados a la fuerza monstruosa de un fenómeno que obra más allá de su comprensión, los habitantes de Weequahic se dan a la tarea de encontrar culpables, lo cual para Roth no es sino otra forma de intentar comprender por qué ocurren las cosas. En una de las mejores escenas del libro, una joya de menos de cuatro páginas en las que se condensa toda la paranoia y el ansia de culpar de una comunidad que vive sumida en el terror, Bucky, camino a casa de los Michaels para brindar el pésame por la muerte de Alan, es asediado sobre Chancellor Avenue por los padres del resto de los niños que histéricamente exponen las diversas causas hipotéticas de la enfermedad y su contagio: el calor, la ineptitud de la Junta de Salud, la leche proveniente de vacas enfermas, las botellas no esterilizadas, la población italiana de Newark; algunos acusadores llegan incluso a insinuar la responsabilidad de Bucky en todo el asunto. Y cuando las hipótesis se muestran insuficientes, el clímax caricaturesco delata la desesperación absoluta: “Why is it attacking our beautiful Jewish children?”. Más rothiano, imposible.

Al avanzar la novela, el tema de la culpa irá adquiriendo mayor prominencia (no gratuitamente es otro judío culpable, Kafka, el ídolo literario de Roth). En la segunda parte de la obra, Bucky, abrumado por las dimensiones que ha adquirido la epidemia, los niveles de histeria a los que tanto niños como adultos han llegado y seducido no en poca medida por la posibilidad de pasar noches enteras junto a su novia, Marcia, escapa de Newark y sus calles infestadas de polio para tomar un empleo en Indian Hill, un idílico campo de verano para niños y niñas judíos en las Montañas Pocono, donde Marcia trabaja y en donde, se cree, existen condiciones climatológicas que no permiten la supervivencia del virus. Se trata aquí, en realidad, de un motivo recurrente en la obra de Roth a partir de The Counterlife (1986): el esfuerzo por parte de un personaje de regresar a un estado de la existencia aún no contaminado por el conflicto, la enfermedad y la muerte. (Uno de los grandes placeres que deparan los libros de Roth para aquel que decida emprender su lectura cronológica es ver cómo el autor incorpora los descubrimientos, artísticos y humanos, que realiza en una obra en obras posteriores). “This is the bible”, dice Mr. Blomback, dueño y director de Indian Hill, a Bucky mientras le entrega The Book of Woodcraft, y parece ser que efectivamente el protagonista se encuentra en uno de los escenarios pastoriles típicos de la literatura bucólica griega, donde la vida es sencilla y el antagonismo inexistente. Pero el precio que tendrá que pagar un individuo como Bucky por este sueño de renovación no es despreciable: mientras que en la primera parte de la obra Roth indagaba el funcionamiento de la culpa en una sociedad que se ve amenazada por una fuerza desconocida, en esta segunda parte el énfasis estará en delinear los efectos que tiene la culpa en un individuo incapaz de comprender que sus fuerzas son limitadas y que ciertos aspectos de la existencia están más allá de su control. Incluso en sus momentos de mayor felicidad en Indian Hill –las noches pasadas con Marcia en una isla en el centro del lago, las clases de clavados con Donald Kaplow después de la cena, la invasión de mariposas amarillas que hace pensar que Indian Hill es efectivamente el paraíso perdido– Bucky será atormentado infatigablemente por la noción de su deber incumplido. Y, siendo este un libro de Roth, el sueño de renovación en sí no tardará en revelarse como una tentativa de escape ridícula y, finalmente, trágicamente fallida. Entonces Bucky comprenderá que no se encuentra sino al inicio del largo camino de la culpa.

Philip Roth ha sido llamado por sus detractores, entre muchas otras cosas, un escritor irresponsable. Lo es y Nemesis es un perfecto ejemplo de ello. No se trata aquí, sin embargo, de la “irresponsabilidad” entendida en su sentido más trivial, como ciertas críticas moralistas e ideológicamente sesgadas (cegadas) de su obra querrían hacernos creer, sino de un convencimiento profundo por parte del autor de que las fuerzas del individuo –su campo de acción y decisión al momento de determinar las características de su vida y la de aquellos que lo rodean– son mínimas y prácticamente insignificantes al compararlas con los misteriosos recursos que posee la realidad para convertir la existencia de cualquier hombre, sin importar que tan diligente, esforzado y responsable sea, en una tragedia griega. Y es esta convicción, esta aguda consciencia de las limitaciones de sus personajes, la que posibilita el aspecto más humanamente atractivo de la obra (aprendido por Roth en las páginas de otro de sus grandes maestros, Chéjov): la compasión. Encontramos en Nemesis a un autor que, después de cincuenta años de estar inmerso en los aspectos más grotescos de la tragicomedia humana, ha abandonado la ironía y la sátira para adoptar la visión de un padre que observa con tristeza cómo sus hijos aprenden inevitablemente las terribles lecciones que la vida tiene que enseñarles. Y, mientras que creaciones pasadas como David Kepesh y Mickey Sabbath, debido a su intricada red de contradicciones y a sus polémicas posturas en torno a la moralidad convencional, exigían del lector un gran esfuerzo de simpatía imaginativa, Bucky Cantor producirá fácilmente la empatía y la comprensión que Roth exige para su personaje. Paradoja: el escritor se compadece y exige compasión para el personaje que él mismo ha creado para destruir y que es destruido por las situaciones que él ha urdido con el propósito único de su destrucción. Pero es precisamente esta mezcla de conmiseración y crueldad, de entendimiento y brutal objetividad, la que dejará a los lectores en las últimas páginas de Nemesis –de las más emotivas que ha escrito Roth nunca–   devastados ante la suerte de Bucky Cantor. Suerte que, sospechan, no es exclusiva del personaje.

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